martes, 6 de mayo de 2014

Una dosis de optimismo Irresponsable o como volví a sonreír.












El infinito tiene el olor de las estrellas.

Leí esa frase hace algunas semanas, no recuerdo en que libro o dicho por quién. Pero la comprendí - como se comprende la sabiduría esencial, supongo - justo mientras  miraba la noche resplandeciente abriéndose en todas direcciones sobre mi cabeza. En la oscuridad púrpura del páramo de Mérida, tuve la sensación que esa cúpula tachonada de estrellas, era infinita. Y tenía el olor de la trascendencia. Una emoción profunda, desconocida me llenó a torrentes, como si la mera visión de esa magia sencilla de un cielo despejado, tuviera un significado secreto que casi podía comprender. Una verdad radiante, de pura belleza. Esa sensación de pertenecer a algo más grande de lo que considero real.

Esperanza.

Y es que el mejor regalo que me brindó Mérida, con sus montañas luminosas, su ritmo pausado, sus caminos difíciles, su gente amable, fue la esperanza. Fue recobrar, poco a poco y a piezas, la fe en esta Venezuela que en algún momento creí perdida, un pensamiento amargo y sobresaltado que no sabía donde encajar muy bien en mi vida. Pero más allá de la difícil circunstancia económica y social que vivimos, existe un país real, un gentilicio intacto que sobrevive a pesar de la angustia, de los años de luchas y enfrentamientos. Una Venezuela cordial, humilde, que aún es capaz de sonreír, de recibirte con los brazos abiertos. De demostrar, una y otra vez, que aún hay razones - infinitas, como su cielo de estrellas - para continuar luchando cada día por reconstruir lo roto, por curar las heridas. Y ese conocimiento, que me obsequió Mérida y sobre todo, la experiencia en conjunto de recorrer la Venezuela invisible - la que muy poca gente nota, mira, asume como parte del paisaje Nacional - tiene un valor esencial. Somos un país posible. Venezuela aún puede construirse a la medida de lo que creemos es posible.

Venezuela, es aún, Tierra de Gracia.

El otro rostro de Venezuela: 

El avión se alza hacia un cielo brillante y despejado. Miro por la ventanilla y la ciudad de Vargas se hace pequeña, casi un diorama colorido que parece flotar más allá del mar. El mar lanza destellos dorados en los primeros resplandores de un amanecer azul y rosa.

Un paisaje Inolvidable.
Los Aeropuertos en Venezuela no suelen ser el mejor lugar para comenzar una aventura que asumí desde el comienzo como netamente espiritual. Tal vez se deba a su mal funcionamiento general, pero estaba un poco preocupada esa madrugada del primero de mayo, cuando debía tomar el avión a Mérida. Para mi sorpresa, todo fluyó con más facilidad de la que esperaba: el vuelo que tomaría con destino al Aeropuerto del Vigia (Estado Mérida) despegó puntual a las 6:30 de la mañana, hacia un cielo azul añil clarísimo. Quizás por mera poesía, tuve el pensamiento que era el anuncio que algo hermoso estaba a punto de suceder. Cuando miré por última vez la linea movediza de la costa y después el cielo azul, sentí una breve sacudida de expectativa. ¿Qué me esperaba en Mérida?

La última vez que había visitado los Andes Venezolano fue cuando aún era una adolescente: uno de esos viajes familiares que a nadie agradan demasiado. De la experiencia conservé un par de fotografías borrosas, un gorro de lana deshilachado y la sensación de una naturaleza extraña que me había hecho sentir incómoda. De mayor, la perspectiva de regresar jamás me agradó demasiado: Citadina hasta la médula, fóbica hasta extremos ridículos y neurótica hasta la locura, no comprendía muy bien esa insistencia de la aventura a lo salvaje, a ese dominio amplio y un poco desconcertante de esa otra Venezuela más allá de las grandes ciudades. De hecho, haber decidido unirme al grupo de fotógrafos que participarían en la excusión #DestinoFotoArte que organiza la periodista Arianna Arteaga Quintero (hija de la célebre periodista Valentina Quintero) como una especie de reto personal. Un intento casi pesaroso de abandonar la rutina, de romper ese límite autoimpuesto que de alguna manera me recluyó en meses de estrés y de zozobra. Admito que la decisión me hizo sentir incómoda a medida que avanzaba se acercaba la fecha de partida hasta que decidí tomarlo como un experimento, un intento más o menos torpe de probarme a mi misma que Venezuela - la que vivo, la que padezco - tiene otro rostro desconocido. Era una excusa tan buena como cualquier otra y a ella me aferré mientras ordenaba maletas y el morral viajero que me acompañaría en la excursión.

La primera sorpresa que me llevé fue en el mismo aeropuerto de El Vigia, pequeño y modesto, pero aún así eficiente. Un sonriente funcionario, se apresuró a ayudarme con mi equipaje. Cuando lo miré, entre sobresaltada y un poco desconfiada, me hizo dedicó un gesto respetuoso que me sorprendió.

- Bienvenida a Mérida, Señorita.

Vivir en Caracas me ha hecho árida, un poco huraña. Somos una ciudad arisca, malhumorada y colérica. Y justamente esa amabilidad del Merideño me recordó de inmediato - y no me permitió olvidarlo - me encontraba en otro mundo, uno muy distinto al mio, por cierto. De pronto, me encontré con una ciudad de ritmo pausado, amable, a pesar del reciente y palpable conflicto. Una ciudad de sonrisas, de un cálido acento, lleno de "Por favor" y "Gracias". Una donde aún, hay Plazas para caminar y tiempo suficiente para degustar un buen almuerzo y también un paseo reposado después. Una ciudad apacible, con un indudable aire rural casi inocente. A pesar de ser primero de Mayo,  había una gran actividad en el Mercado Principal de Mérida - donde almorcé un exquisito menú por una fracción del precio que podría haber pagado en Caracas - y también, en las calles del Centro de la ciudad, donde caminé un rato a mitad de la tarde. De nuevo, la sorpresa: pude llevar la cámara en la mano para tomar algunas fotografías, sin el pánico sofocante que suelo sentir al hacerlo. Fue una experiencia totalmente nueva, la de simplemente deambular de un lado a otro, mirando a mi alrededor con más curiosidad que miedo. Me pregunté cuando había sido la última vez que me había sentido tan confiada de mis pasos, de ese deambular del transeúnte cualquiera. No lo recordé.

Don Manuel Da Silva Olivera, dueño de la Heladeria Coromoto.
Y es que la ciudad de Mérida parece llena de pequeñas anécdotas que coleccionar, de pequeños grandes momentos para atesorar con alegría. Desde la rápida visita a la conocida Heladeria Coromoto - donde tuve la oportunidad de fotografiar a su dueño Don Manuel Da Silva Olivera y probar tres de sus 863 sabores - hasta visitar la casa del juguetero Mario Calderón y asombrarme por su maravillosa colección de más de mil juguetes, en Mérida descubrí el placer de ser otra vez ciudadano, de entregarme a los espacios de la ciudad con una confianza sólo entonces descubrí cuanto me dolía haber perdido. Para el final del día, me encontré cuestionandome sobre esa dificil rutina de la supervivencia que sufrimos en Caracas, esa sensación constante de peligro que terminó hiriendome más de lo que suponía. Esa primera noche en Mérida, en el silencio sosegado de la Posada Guamanchi, me quedé despierta en la oscuridad, escuchando el tiempo transcurrir, algo que esa Mérida tierna me había enseñado desde hacia tan poco.

Un pequeño fragmento de paz.

Pequeña en la Inmensidad.

Pico "El Toro".
La montaña se abre en todas direcciones, majestuosa y casi atemorizante. El azul del cielo la rebasa, la cubre, la acaricia. Y en el centro junto de esa radiante belleza, se encuentra un pueblo pequeñísimo, con la Torre de la Iglesia despuntando abierta y nítida. El pueblo de "Los Nevados" tiene el aspecto de un momento perdido, un recuerdo prestado de alguna página de libro humilde. Y quizás allí radica su belleza. 



La primera vez que escuché sobre el pueblo "Los Nevados" fue en una conversación casual sobre lugares peligrosos. Un amigo me habló sobre lo intricado de su ubicación y el hecho que la única manera de llegar fuera atravesando una peligrosísima carretera que zigzagueaba en la montaña. Con todo, mi amigo la había cruzado y había regresado con una sonrisa.

- Es un lugar Mágico - me comentó entonces - vale la pena el esfuerzo.

El pueblo "Los Nevados".
En su momento, tuve un pensamiento muy cínico sobre el comentario que preferí callarme. Cinco años después, me encontré sacudiéndome en un rustico cuatro por cuatro a mitad de una mañana calurosa, atravesando la montaña en dirección al pueblo "Los Nevados". Y me sorprendí pensando que valía el esfuerzo de aquella travesía escarpada, de atravesar las ladera de montaña casi interminables, por mirar ese cielo azul tan nítido como ningún otro que yo recordara y las enormes montañas haciéndome sentir muy pequeña. Porque de pronto, me encontré fuera del tiempo. En algún punto del recorrido, mirando los altísimos desfiladeros verdes, la linea de la cordillera verde, sentí que todas mis preocupaciones, dolores y angustias, quedaban olvidadas. Tan poco importantes como para flotar en el aire radiante de la mañana, alejarse hasta que solo era el silencio, abrumador y casi atemorizante, del Páramo Merideño, de esa visión extraordinaria del Otro país - de nuevo pensé en el término - que desdibujó esa realidad violenta y dura que he padecido durante demasiado tiempo. Y fue tan abrumadora la sensación que me encontré al borde de las lágrimas, entre entristecida y emocionada. Pero sobre todo, profundamente agradecida.

El pueblo Los Nevados fue una sorpresa desde el primer vistazo. Pequeñísimo pero inolvidable, tiene todo el aspecto de una postal atemporal, de un reflejo vivo de los llamados "pueblos del Sur" de los Andes Merideños. Es un lugar donde la prisa, la urgencia, la violencia, no tienen nombre ni forma. Un buen lugar para sonreír con inocencia, para comprender - quizás por primera vez - que hay un momento de absoluto silencio interior. Que no hay suficientes palabras - todavía me pregunto si imágenes - para describir esa ternura del viento helado que te quema la piel, de lento vaivén de las hojas de los árboles y el arrullo de la montaña. Temblorosa, aun muy mareada y confusa, recuerdo que el primer pensamiento que tuve sobre "Los Nevados" fue para su sencilla ternura: Una metáfora de una historia muy vieja, que no recordaba donde había escuchado por primera vez pero que me gustó recordar. Esa, de una Venezuela sencilla - nunca simple de comprender - donde las mañanas tienen sabor a café recién colado y al canto del gallo, donde la rutina transcurre entre el pendular del sol radiante y esa naturaleza espléndida que signa todo, esencial y primitiva. Y que gusto, sentir que a pesar del miedo, del desconcierto, de inmediato asumí ese total silencio - exterior e interior - esa visión del tiempo más allá de mi misma.

La esperanza, que retoña fresca, como hierba recién nacida.

Si alguien me hubiese dicho hace un mes que recorrería en mula un camino intrincado en mitad de los Andes, no lo creería. Ni yo misma me lo creía mientras lo hacia, aferrada a la silla de montar con los dedos rígidos. Pero me atreví, a pesar de lo citadina, lo fóbica, lo neurótica. Lo hice por el placer de rebelarme contra mis miedos, contra esa necesidad mia de control. Y fue prodigioso, levantarla cabeza y de pronto solo ver el cielo. De nuevo este azul, que te hiere los ojos de tan brillante y te calienta el corazón de maravilla. La montaña extraordinaria, tallada en piedra milenaria, alzándose más allá. Comprendí entonces, el motivo por el cual tanta gente abandona la ciudad para buscar respuestas en la naturaleza, por qué lo místico se comprende mejor en lo primitivo. Porque no hay nada más sobrenatural que la quietud absoluta de esta belleza sin límites, del camino que se agosta, se hace minino, y se adentra en la montaña desconocida. Del caminar pausado de la mula, que atraviesa y remonta la cuesta, de la comprensión que te alejas, cada vez más, de todo lo que  temes, lo que agobia, lo que creías real. La vida se hace verídica, en el corazón que late muy rápido, en las mejillas quemadas por el sol, en la absoluta humildad de saberte muy pequeño en mitad de esta naturaleza espléndida. Profunda.




Los Andes Venezolanos.
Aprendí entonces que la vida es algo más que una serie de historias concatenadas, de esa experiencia que juzgamos real. Aprendí que la vida es mucho más sencilla, que tiene el olor del viento raudo que baja por la ladera, helado y limpio. Que es la sensación de quemazón revitalizante cuando sumerges los pies en un agua tan helada que escalda la piel. Que hay un elemento profundamente humano en ese asombro por la naturaleza que te rodea, que te recuerda que eres parte suya, que el núcleo de lo que eres, de quien eres, está conectado con algo tan inmenso como significativo. Que quizá lo más elemental del ser humano sea simplemente trascendental. Aprendí que hay una conexión indescifrable entre un cielo infinito, la sonrisa sincera y esa necesidad de hacerte preguntas. Una y otra vez. Aprendí que sentarte en mitad del Páramo, luego de un camino de tres horas a pie y mula, es un motivo para celebrar. Aprendí que las montañas escarpadas se recorren con paciencia, no olvidando respirar y siempre mirando el cielo azul infinito.

Recordé que la vida es sencilla y que vivir, una labor de amor.

Cascada Media Luna,
Y es que nadie, puede mirar el cielo nocturno infinito desde la montaña y no renacer. Mirar ese amanecer púrpura, el lento rayo de luz rompiendo la linea de la montaña sin saberse pequeño, tan joven, en mitad de todas las historias del Universo. Y de pronto hay luz. En cientos de formas y colores, irradiando y derramándose en el mundo, creando de nuevo el día, la realidad. Sentada en la oscuridad, temblando de frío y con la respiración trabajosa, lloré de felicidad ante aquel espectáculo tan cerca de lo que imagino sublime que quizás lo describe y asumí el poder de comprenderme, a través del mundo, de cada pequeño matiz, de todas las formas de conmovedora belleza posibles. Un mundo hecho de una sinfonía discreta pero tan poderosa que una vez que la escuchas por primera vez, no puedes olvidarla de nuevo.

Las manos llenas de luz.

La pequeña comeflor:
Arianna Arteaga. 

Una vez , leí a Arianna Arteaga Quintero, lamentarse de cómo podía hablar de la Venezuela bella ante tanta violencia. Conmovida por los graves incidentes que sacudían al país se cuestionó esa visión tan suya que enaltece a un país herido. Unos días después, publicó una fotografía de sus pies, hundidos en arena blanca y radiante. "Estas paticas están hechas para recorrer al país y encontrar las cosas buenas. En eso continuaré" escribió. 


Arianna, periodista, amante a rabiar de los paisajes de Venezuela y sobre todo, irredimible defensora del derecho a querer esta tierra de Gracia, se llama así misma "La Pequeña Comeflor". Lo hace con ese buen humor  un poco salvaje suyo, sabiendo lo complicado que puede ser la mirada franca en un país tan endurecido como el nuestro. Pero Arianna es terca y con deliberadamente decidió que "sus paticas" estaban hechas para recorrer el país y encontrar motivos para sonreír. Como buena cínica, me pregunté más de una vez como sobrevivía esa irreductible confianza a un país austero, cada vez más frívolo, violento y hostil. ¿Como miras a Venezuela con amabilidad en medio de la diatriba política, de este odio que parece impregnar el gentilicio de algo más inquietante que el simple enfrentamiento ideológico? ¿Como puedes amar sin reservas a un país mezquino, lleno por los cuatro costados de dolor y angustia? Nunca encontré la respuesta o mejor dicho, no me preocupé por buscarla.

Hasta viajamos juntas.

Y es que Arianna me recordó el poder de querer a este país con sus grietas, sus desigualdades, sus temores y sobre todo su belleza. Arianna, que saluda a todos con el mismo respeto, que hace preguntas, que pasa el brazo por el hombro al desconocido, que fotografía siempre sonriendo. Arianna, que viaja reclinada cómodamente sobre el asiento del rustico, entre vaivenes y peligrosos sacudones, llena de una curiosa energía. Arianna que levanta los brazos como si quisiera abrazar al mundo, a esta Venezuela tan maltratada y herida. Arianna que insiste cada vez que puede "Venezuela es para quererla".

De pronto, descubrí que yo también quería abrazar a Venezuela. Que quería consolarla de tanto dolor, que quería dejar de culparla, de insultar a la menor provocación. Que de pronto mi país era más que una profusión de noticias dolorosas, de la tensión política, de la situación económica. Que Venezuela es el sonido del rio que se pierde a la distancia. La inmensidad de esta paisaje extraordinario. La sonrisa de su gente humilde y trabajadora. Que hay de hecho una Venezuela posible, en esos madrugadores que van cantando por el caminito de tierra, arreando su mula en mitad de una mañana luminosa. Que hay esperanza en la bondad de quien te obsequia una taza de café, cuando más lo necesitas. De todos los que te dan la bienvenida con la emoción del hijo orgulloso. Entendí entonces a Arianna, que quizás había descubierto mucho antes que yo que el secreto de amar a Venezuela es siempre recordar que la historia nos desborda y el gentilicio se lleva en la sangre, más allá de cualquier cosa.

Ese conocimiento firme que Venezuela, más que un país, es un sueño a medio construir.

La #FotoPandilla: Familia que fotografía junta...

Mario salta sobre la cerca de madera. Se acerca al borde del risco, mira detenidamente la profundidad verde y azul añil que abre a sus pies. Cuando levanta la cámara, lo hace con un movimiento meticuloso, casi rígido. El ángulo que intenta obtener es duro y complicado, pero Mario insiste. El sonoro click se escucha con muchísima claridad en el silencio de la mañana andina. Parece que transcurre mucho tiempo antes que Mario se descubre el rostro y mira el paisaje, sosteniendo la cámara contra el pecho. Sonríe.


Eleazar Briceño, en el campamento #DestinoFotoArte
Una de las razones por las que decidí participar en una excursión semejante, fue sin duda la posibilidad de fotografiar Venezuela desde otro ángulo. Quizás comprenderla a través de mi cámara. Lo que no podía imaginar era que además, el viaje sería la oportunidad perfecta para formar parte de un grupo de fotógrafos tan peculiar como inolvidable. Y es que quizás la gran sorpresa de #DestinoFotoArte es la oportunidad de aprender de tantas visiones distintas del grupo, de admirar esa perspectiva diferente, esa manera de conceptualizar la realidad y en tiempo de maneras totalmente nuevas. Que placer viajar con un curioso incansable como Eleazar 'Caps' Briceño, que me enseñó que el arte de mirar es una forma de humor. O esa búsqueda incesante de Mario del momento perfecto. El humor chispeante de Natalia, la búsqueda del momento perfecto de Maria Eugenia, el ojo cauteloso de Azalia, esa visión tan conmovedora de Ariana, el ángulo novedoso de Henry, la originalidad de Ineles, el colorido de Juan, los ingeniosos conceptos de Kobe, la intima ternura en los momentos de la Profe Arlette, la delicadeza de Armary, me demostraron que a fotografía es una búsqueda interminable de respuestas, un recorrido de enorme valor por todas las formas de comprender la realidad. Y no es que lo supiera - creo que es una de mis razones para amar la fotografía - sino que se hizo evidente en esa multiplicidad de interpretaciones, en esa reinvención del paisaje, de los símbolos personales, de la mirada del otro.

Pero también, había esa profunda conexión de quien se asume cómplice, de quien se une en una misma búsqueda. De los que como yo, encontraron en ese breve paréntesis de la realidad en lo apacible, un nuevo motivo para hacerse preguntas. Y quizás para soñar.


Aeropuerto de Maiquetia.
Son las 9.45 pm del día domingo cinco de Mayo. Cierro la puerta de mi casa, de regreso finalmente luego de cuatro muy intensos días de redescubrir mi país. En el silencio que viene después, siento una curiosa sensación de vacío que no sé muy bien como explicar. O quizás, solo puede explicarse cuando comienzo a mirar las imágenes que atesoro de un viaje extraordinario: una nueva oportunidad para recordar el verdadero rostro de la tierra en que nací y en la que quiero seguir luchando.

Una nueva esperanza para la Venezuela que aún aspiro crear.

Una esperanza que renace y que intentaré conservar.

C'est la vie.









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