Con frecuencia, una bruja construirá un altar que represente su visión de la divinidad, de la belleza y la capacidad para crear, por lo que existe infinitas variaciones del mismo tema. Los habrá muy elaborados, llenos de figuras, simbolos y objetos que muestren la manera como la bruja interpreta su visión sobre la fe y la creencia. O muy pequeños y discretos, que dejen muy claro que la bruja que lo construyó, confía en el poder de lo invisible y que esa confianza, es una parte muy intima de su vida. Los hay grandes artísticos, tradicionales, incluso algunos muy curiosos. Pero lo que es común en todos ellos, es que cada uno habla de la bruja mejor que otra cosa, muestra una parte de su mente y espiritu que casi siempre se mantiene en un lugar privado y pocas veces se muestra.
Tal vez por ese motivo, siempre me gustó mucho el altar de mi tia E., a pesar de que era muy pequeño y delicado, en comparación con otros que había visto en la familia. Era una laja de piedra pulida, con seis pequeñas piezas de piedra formando un circulo y en el centro, tenía una flor tallada - después tía E. me explicaría que se trataba de una gladiola holandesa - donde podía colocarse una pequeña vela. Todo el conjunto era muy sencillo, pero a mi me parecía muy bello. Mi tia E. era una mujer muy privada y callada, lo que mi tia J. parlanchina y bulliciosa solía llamar "discreta". Con su figura delgada y esbelta, el cabello siempre bien peinado, las manos siempre ocupadas y esa mirada suya callada y casi serena, mi tia E. era una mujer intrigante. O a mi me lo parecía. Muy pocas veces hablaba sobre si misma y cuando lo hacia, era con fragmentos de palabras muy bien escogidos. Porque tía era especialista en dejar frases a medio componer, en dejar al aire palabras que podrían decir muchas cosas que quizás no deseaba expresar de una sola forma. Eso me parecía fascinante - y también irritante, todo hay que decirlo - y más de una vez, me pregunté si ese silencio de la tia, esa discresión distante suya era una forma de mirar al mundo, cuando no de interpretarlo.
Tia también era una gran cocinera. Tenía un sazón exquisito que nadie podía igualar y una habilidad entre cubiertos y ollas que sorprendía a propios y extraños. Era todo un placer, verla cortar, verter, licuar, con aquella elegancia suya, siempre impecable. Una sonrisa muy leve en el rostro, como si disfrutara cada paso en la cocina como otros disfrutan bailar y cantar. Y sin duda era así, me dije más de una vez, contemplándola. Tia hacia todo en la cocina con una seguridad reposada que nadie podía igualar y el resultado eran maravillas culinarias que todos disfrutaban y alababan. Era una especie de habilidad mágica - en la medida que todo lo creador es mágico - que yo admiraba especialmente, quizás porque como su altar era otra manera de conocerla, de atisbar a ese silencio remoto y un poco intrigante de su habitual tranquilidad.
De manera que a nadie le extrañó que su altar estuviera en la cocina. Cuando vino a vivir a casa de abuela, luego de la muerte de su esposo, lo colocó en un rincón tranquilo de la habitación, junto a la ventana, donde siempre lo iluminaba el primer rayo de luz de la mañana. Los pequeños cuarzos lanzaban destellos y la flor tallada parecía iluminarse, como si se nutriera del pequeño resplandor matinal. A mi aquello me parecía asombroso y más de una vez, me acerqué, en mis deambulares de insomne veterana, para contemplar esa pequeña maravilla matinal. El rayo de sol que bañaba la piedra y las cinco pequeñas piezas brillantes iluminandolo todo. La flor viva en su centro. ¡Era algo muy bello de ver!
Tia nunca me preguntó porque lo hacia. Eso a pesar que me encontró más de una vez, junto a su altar, con los ojos muy abiertos y maravillados. Supongo que podía imaginar que estaba encantada con el pequeño espectáculo de luces y destellos que producían las piedras. Pero nunca me lo dijo, en lugar de eso, me extendía una taza con café diluido - en beneficio de mis jovenes diez u once años de edad - y me miraba con una de sus sonrisas misteriosas. Eso me intrigaba incluso más que su altar.
- ¿Por qué te gusta cocinar tia? - le pregunté una vez. Tenía menos de seis meses viviendo en casa y aún, se encontraba muy triste por la muerte del tio. Yo no sabía bien que había ocurrido - sabia que había sufrido una enfermedad muy larga - pero si podía comprender, mirando a la tia, que había sido un proceso muy doloroso. Tia había bajado mucho de peso: tenía la piel tirante y pálida, los pomulos del rostro salientes, la mirada hundida. Como si el cansancio de mil años la agobiara.
- Porque es un lenguaje. Lo construyo a diario, poco a poco. Creo algo a partir de la nada - me respondió. Lo hizo luego de mucho rato después de que se lo pregunté. Con tia, las cosas solían ser así. Se tomaba su tiempo para hablar, como si cada palabra tuviera un valor y un momento especifico. A mucha gente eso le impacientaba - sobre todo a mi tía J., que era saltarina y chillona - pero a mi, esos largos silencios de mi tia me parecian hermosos. Como pozos tranquilos y profundos de pura ternura.
Me bebí un sorbo de café, pensando en sus palabras. Miré el altar, con su piedra muy pulida y trabajada. Y me pregunté si lo había hecho ella, todo aquello. Había sido un trabajo laborioso ese, pulir lentamente la piedra hasta que tomara ese brillo plano y angular. El grabado parecía obra de golpe a golpe. Un trabajo de paciencia. Y paciencia era lo que le sobraba a la tía. Con sus manos seguras y fuertes, su mirada apacible.
- ¿Quien te enseño? - pregunté de nuevo. Tia levantó un poco los ojos. Se encontraba en la mesa más alejada, preparando lo que parecía ser masa para pasta casera. El curioso olor de la harina de trigo flotaba a mi alrededor, crudo y agradable.
- Nadie - respondió. Me quedé muy sorprendida.
- ¿Nadie te enseñó?
- No.
- ¿Y como aprendiste entonces? - insistí. Aquello me desconcertó.
Tia no respondió. Se inclinó, añadió un poco de agua a la masa extendida sobre la mesa. Y siguió amasando, con gestos fuertes y prácticos. Tenía cierto ritmo, pero ante todo, parecía ser un ejercicio de intuición. Tia parecía encontrar los nudos y desniveles de la masa. Los rodeaba con sus dedos y los convencía de formar parte de lo que sería algo mucho más grande y delicioso. Pellizcaba, apretaba, presionaba la masa hasta que lentamente, comenzó a hacerse mucho más dúctil y sedosa. Ondular entre sus manos.
- A veces hay cosas que te las enseñas a ti misma - comentó - las amas antes de saber porque las amas. Comienzas a hacerlo a pasos torpes, lentos. Y no sabes a donde te conducirán. Pero lo haces de todas formas. Una y otra vez. Lo pruebas, te equivocas. Lo intentas de nuevo. Y de pronto, encuentras que estás construyendo algo real, algo hermoso. Y tan tuyo.
Vaya, eso debía ser lo más largo que le había escuchado decir a Tía, pensé maravillada. Me gusto la cadencia de sus palabras, esa bella entonación suya, como de alguien que habla soñando. Además, todo lo anterior lo dijo sin dejar de amasar, cernir y pellizcar la masa. Una pequeña danza asombrosa.
- ¿Como el altar?
No sé por qué pregunté eso. Ella siguió inclinada sobre la mesa, y la noté tensa. Los hombros rigidos. De pronto, pensé que no debí haberlo hecho. Las mejillas se me calentaron de pura verguenza. Me pregunté si habría alguna manera de quitarle importancia a mis palabras, de desviarlas en otra dirección, pero no lo hice. O no supe hacerlo. De manera que esperé, inquieta e incomoda, mientras Tía continuaba en silencio, con los labios tensos.
- Un poco sí, como el altar - comentó por último. ¡Que alivio! pensé, al escuchar su voz pausada y agradable. Al menos no estaba furiosa. Y en ese momento pensé que nunca había escuchado a Tía furiosa. Eso era desconcertante, me dije - lo comienzas a crear porque sientes el impulso, porque forma parte de ti. La piedra grande, la encontré en una ocasión en que fui a la playa con tus tias y primas. Los divertimos mucho. Y esa noche, al volver, me tropecé con esa bella piedra lisa. Pensé que un altar se vería muy bello allí.
Después sabría que esa tarde de playa había conocido al tio, entonces un adolescente nervudo e insolente que la había perseguido toda la tarde incordiandola. Al final del día, le había suplicado le diera su número telefónico. La tia lo hizo, a regañadientes. Y él le ayudo a levantar la piedra.
- ¿Tu misma la puliste?
- En parte sí.
Había sido el tio, me contó mi mamá semana después. Por entonces, tio era un muchacho comenzando a estudiar ingenieria y se había ofrecido de inmediato a convertir esa piedra común en una laja brillante e impecable. Tia lo había completado tallando la flor en el centro, para colocar las velas.
- ¿Y los cuarzos?
- Simbolizan los Solsticios y Equinoccios. Me gusta pensar que somos parte de un ciclo mucho más grande y mesurado.
El tio, que no sabía nada sobre brujería o celebraciones estacionales, se había reído de su idea, me contó mi abuela después. Pero aún así, y luego de recibir una de las miradas heladas de mi tía, había dedicado un buen tiempo a encontrar el trozo de cuarzo perfecto, que brillara nítido bajo el sol. Para ella. Uno por cada estación. Para recordar que el tiempo se construye y se crea a partir de recuerdos y sonrisas.
- Y cocinar es un poco como eso ¿No? - seguí preguntando. Ya lo he comentado antes, era una niña impertinente y preguntona. Pero también, se trataba que la tia me intrigaba y me desconcertaba. Con su sencillez casi austera, su sonrisa a medio camino entre la tristeza y algo más profundo, nunca pude entenderla muy bien. Un enigma pequeño, hermoso. Incluso, un poco doloroso.
- Como la vida, mi niña. Todo forma parte de algo mucho más grande, conectado en infinitas variaciones y consecuencias. Todo tiene un sentido, una consecuencia. Aunque no lo sepas, aunque te lleve esfuerzo comprenderlo. Nada es bueno por necesidad ni doloroso por esencia. Somos parte de un mundo mucho más grande, solo que lo olvidamos con frecuencia - me respondió. Y me sorprendió que me sonriera. Una gesto amable, cálido, que prodigaba muy poco. Tenía las mejillas sonrojadas del esfuerzo de amasar la masa, el cabello un poco despeinado por el movimiento, pero aún continuaba pareciéndome impecable, austera. Y tal vez fue esa combinación entre la calidez y la dureza, lo que conmovió, lo que me hizo preguntarme que guardaba tia bajo su rostro bonito y discreto. ¿Quién eres más allá de tus tristezas?
Sus palabras me desconcertaron. La contemplé, su figura menuda y esbelta, en medio del resplandor del sol que bañaba la cocina y tuve una sensación muy curiosa de pertenencia, como si a ambas nos uniera la belleza y la tristeza, lo enorme y lo simple. Más allá de la sangre, más allá incluso que la simple familiaridad, podía comprender a mi tia en su dolor, en la ternura frágil de sus palabras. Era un pensamiento muy duro y complejo y me llevó esfuerzos ordenarlo. Y aunque me llevaría mucho tiempo entenderlo a cabalidad, lo conservé, pequeño y remoto, como una especie de revelación tardía dulce, que no comprendería hasta años después.
- Es una idea...enorme - atiné a decir. Tia suspiro, la sonrisa bailándole leve en los labios de nuevo.
- Es una forma de ver el mundo. Quizás por eso lo es - contestó - cada día, todos tenemos la oportunidad de intentar comprender quienes somos. Nunca lo logramos, creo. Pero intentarlo, ya es un mérito.
El silencio llenó la cocina, confundido en la ternura radiante del sol del mediodía. Y el sol rodeó el pequeño altar, lo impregnó de un resplandor tan fuerte que me sorprendió. Los pequeños cuarzos titilaron y la cocina se llenó de fragmentos perdidos de luz. Los miré, con una sensación de portento inocente, sencilla, como si fuera testigo de un pequeño milagro diario que sólo yo podía ver.
Y a la mañana siguiente, cuando me quedé junto al altar de la cocina para verlo despertar con la primera luz del amanecer, quizás fui consciente por primera vez, del poder de los pequeños secretos y la esperanza, de esa visión de quienes somos como parte de un mundo mucho más amplio del que imaginamos y quizás podemos admitir. Un descubrimiento pequeño, me dije, acariciando con dedos torpes la flor tallada en el centro de la piedra, pero que tal vez, forme parte de esa necesidad que todos tenemos de mirar nuestra vida como una forma de sonreír.
La belleza y la sonrisa: Un sueño a medio recordar.
En la tradición de Brujería que practica mi familia, un altar se define como el lugar donde llevas a cabo rituales y otras formas de magia. Pero también, se considera altar al lugar donde llevas a cabo tu mayor pasión, lo que te hace sonreír y te brinda una conexión directa con tu capacidad de crear. Para bendecir ese lugar que le brinda sentido y belleza a tu inspiración y pasión se realizan diferentes rituales, como el siguiente:
Necesitarás:
7 hojas de albahaca.
7 hojas de Romero.
1 hoja de menta.
Disposición:
Hierve en una olla con dos medidas de agua las hojas de Albahaca, romero y menta hasta que obtengas un te de color profundo y olor muy penetrante. Cuelalo y la mezcla resultante, dejala reposar hasta que el liquido esté lo suficientemente atemperado para que puedas introducir los dedos sin quemarte. Ahora, vértelo en un recipiente mientras invocas:
"Soy el poder de la Luz
Nazco de la Tierra
Escucho a las estrellas
Danzo en el viento
Acaricio el fuego
Soy hija de la Diosa
y hoy enseño y muestro
El conocimiento y la pasión
Así sea".
Ahora, toma la mezcla y limpia tu lugar de trabajo, ese espacio donde llevas a cabo tu mejor forma de creación. Hazlo con cuidado, limpiando el polvo y la suciedad hasta que quede limpio e impecable. Mientras lo haces invoca:
"En nombre de la Diosa sin nombre
Señora del Bosque de mi mente
Consagro, purifico y lleno de fuerza
este lugar que es parte de mi vida y mis sueños
Que sea una idea que se alza al infinito
Así sea".
De pie, mirando la primera luz del día, sonrío. Que milagro este, pienso, con las manos abiertas, la sonrisa amplia, los ojos muy abiertos y asombrados. Que privilegio este de desear y crear. De esperar y construir. De simplemente soñar.
C' est la vie.
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