jueves, 19 de junio de 2014
De la inquisición al Magnicidio: el Uso de la ley como forma de opresión.
La Figura de la Inquisición nació del miedo y del odio. Hasta entonces, la Iglesia habia tolerado — con renuencia y bastante esfuerzo — otras formas de creencias y opiniones que pudieran contradecir su poder absoluto. No obstante, a medida que su influencia y poder aumentó, la Iglesia instituyó diversos mecanismos para atacar y finalmente destruir la disidencia. Para una Institución que se alimentaba aún de fuertes raíces paganas y en la mayoría de los casos de las visiones judaícas sobre aspectos de la creencia y la construcción del mito dogmático, la “Herejía” fue una contradicción. Aún así, se utilizó como la primera formula concreta para atacar la independencia intelectual, la necesaria divergencia de ideas y la libertad espiritual. Por siglos, se utilizó como una manera de asegurar que la Iglesia controlara los estamos y escaños del poder y sobre todo, infundir terror entre el pueblo recién convertido. No obstante, la Inquisición Episcopal — primera fórmula de la Inquisición Medival propiamente dicha, establecida en 1184 por la Bula del Papa Lucio III — dio origen a la tortuta y la muerte como formas de castigo para los culpables. Eso y a pesar que Federico II Hohenstaufen, se había opuesto anteriormente al castigo físico por considerarlo poco “divino”. No obstante, para Lucio III la necesidad de erradicar — de raíz y de ser necesario, con violencia — cualquier tipo de Herejia, tuvo mucho más peso que cualquier visión divinizante. Para la Iglesia, el castigo ejemplarizante tenía una cualidad inmediata nada desdeñable: la tortura y la muerte como demostraciones del poder material de la Santa Madre Iglesia y sus agentes en la Tierra, bendecidos por Dios — y encomendados por el Mismo Padre eterno — para asaltar con fuego y sangre cualquier tipo de disidencia y manifestación de pensamiento independiente.
Las primeras victimas fueron, por supuesto, los más débiles: desde las mujeres, que en la Europa Medieval carecían de todo tipo de protección legal a no ser para el castigo, los más humildes, los enfermos, los débiles mentales. Y es que la Inquisición se aseguró de afilar sus armas contra todos los que pudieran representar esa otra cara de la Tierra prometida, del Cielo de promesas que insistian las sagradas escritoras. De manera que la Iglesia golpeó fuerte y rápido. En menos de dos años, el terror se extendió por toda Europa y el rostro del continente cambió para siempre. Las ejecuciones públicas se hicieron habituales, la destrucción de todo tipo de creencias y pensamiento divino diferentes a la Católica, destrozó siglos de cultura y mitología. Mujeres y hombres fueron perseguidos por la ofrenta de poseer conocimientos, de brindar ayuda médica, de enfrentarse a las torturas injustificadas y los abusos de poder. Y es que la mano de la Santa Iglesia, enfundada en el guante de Verdugo, parecía estar en todas partes. Se justificó con el nombre de Dios la quema de Universidades, la destrucción de escuelas rudimentarias, de casas de aprendizaje de antiguas técnicas de sanación. Se asesinó en el Nombre de la Divinidad a cientos de profesores, pensadores y filósofos. Se violó y mató a cientos de miles de mujeres bajo la excusa de salvarlas de la “maldad” que asolaba la tierra en forma de conocimiento. Y es que las acusaciones de brujería eran insólitas: Nunca se habló de delitos concretos, sino de interpretaciones y acusaciones que no se sostenían bajo ningún argumento. A las brujas se les acusaba de arruinar las cosechas, de provocar enfermedades y muerte en los animales de granja. Incluso, las acusaciones llegaban a señalar que la “Bruja” era culpable de asesinatos, canibalismo, beber sangre y desenterrar cadáveres Argumentos basados en su mayoría en la superstición que en hechos reales. Obviamente, es muy complicado deducir que hubo de cierto en cualquiera de tales acusaciones: los testimonios que la historia recoge son de sus perseguidores, y las declaraciones de las supuestas brujas, fueron obtenidas a través de torturas. De manera que la versión que conocemos es la del victimario y no la de la victima. Un hecho inaudito dentro de los anales de la historia como se hereda, y tal vez como se cuenta.
Y es que la Iglesia creo una estructura de tortura y destrucción de todo lo que consideró distinto, de todo lo que podía ofender el sentido estricto de sus creencias y peor aún, contradecirlas. La Iglesia del Medioevo era una institución política antes que religiosa: de hecho, el Papa intervenía en las confrontaciones militares y el Vaticano decidía quién podía llevar la corona en las sucesiones monárquicas De hecho, su intervención en el juego político era definitiva, cuando no decididamente intervencionista. Todo lo anterior, explica el hecho que algo tan absurdo como la cacería de brujas, tuviera el alcance que tuvo. Porque hablamos de millones de mujeres juzgadas y asesinadas en todo el continente Europeo sin otra prueba en su contra que aseveraciones y declaraciones tomadas desde la óptica del Inquisidor . Desde luego, Todo invita a pensar que hubo una campaña de desprestigio perfectamente orquestada en la que se jugó con los impulsos más inmediatos y viscerales del pueblo, dirigiéndolos contra estos contestatarios que se rebelaban contra el orden establecido. Sin duda, la Iglesia utilizó su poder para exterminar las nuevas corrientes del pensamiento, la inquisición uso a las brujas como víctimas.
Además, los jueces encargados de los casos se consideraban poseedores de Una verdad Superior, instrumentos de la Providencia, por lo cual el ejercicio de poder quedaba justificado y sobre todo, supeditado a la voluntad Divina o incluso, a la simple idea que cualquier disenso o contradicción a la idea establecida, era considerada punible y aún peor, causa de muerte. Los expedientes que se conservan juicios donde la victima no tenía la más mínima opción de defensa: los acusadores formulaban a los sospechosos preguntas tan escabrosas como insanas y aceptaban cualquier testimonio, incluido el de niños, idiotas, histéricos y delirantes.
Para cuando la Inquisición fue Abolida en Europa, en el año 1834, se contabilizaban alrededor de seis millones de asesinatos cometidos debido a sentencias de los tribunales Inquisitoriales. La mayoría de ellos, fueron cometidos sin que se llevara a cabo un proceso legal como tal, sino en medio de la Histeria supersticiosa que la Iglesia alentaba y sobre todo, utilizaba como herramienta para apoyar sus dudosas prácticas legales. Más aún, los extensos registros clericales sobre los exabruptos cometidos contra las victimas acusadas por el Santo Oficio, dejan muy claro que la gran mayoría de los testimonios y confesiones de culpa, fueron obtenidos bajo la tortura y el maltrado del acusado. Para la Iglesia, la Inquisición es un capítulo oscuro y vergonzoso del que se habla poco y se justifica a partir de lo que llama “condiciones históricas”. Para la historia, es la demostración fehaciente y evidente de las consecuencias del poder y la ley usados como arma ideológica.
El Magnicidio: El rostro del poder bajo la máscara del oprobio.
Según fuentes del Gobierno Cubano, Fidel Castro ha sido blanco de 640 intentos de magnicidio. Una cifra que aumenta con el correr de los años y que parece incluir la paranoia oficial como una forma de comprender las complicadas relaciones de Castro con el poder que ejerce y aún más, sus relaciones con países extranjeros. Y es que para el Gobierno de Cuba, no hay suposición sin importancia o exagerada. Las historias sobre los planes de magnicidio suelen ser desconcertantes: desde habanos envenenados hasta francotiradores que aparentemente burlan los anillos de seguridad que rodean al Lider Cubano para amenazar su vida, han sido un fenómeno constante durante los 40 años de Gobierno castrista en la Isla.
Detrás de los diversos intentos asesinatos, el culpable siempre parece ser el mismo: los disidentes que se oponen al pensamiento castrista dentro de las limitadas fronteras cubanas. De manera que cada intento de Magnicidio, supone una oportunidad idónea para defenestrar el pensamiento divergente en Cuba, así como los posibles críticos. Por cada intento de Magnicidio, comprobable o no, son detenidos, torturados y sobre todo, condenados a largas cadenas penales una buena parte de los opositores al régimen Castrista. Por décadas, el régimen de Fidel Castro ha utilizado las acusaciones de Magnicidio para criminalizar la opinión, destruir las bases organizativas de cualquier oposición política y moral y arremeter utilizando la ley como un arma ideológica, contra cualquier disidente. Y lo hace, con la misma visión fanática que siglos atrás, alentaba a los jueces Inquisitoriales: La necesidad de destruir cualquier elemento crítico y destruir toda idea independiente que pueda amenazar un gobierno que se perpetua a través del control Social.
La primera vez que Hugo Chavez denunció un intento de Magnicidio fue durante en Julio de 1999, cuatro meses después de asumir su primer período Presidencial. Con su desparpajo habitual, el entonces presidente, asombró a propios y extraños con una denuncia pública, en la cual insistió que “Un grupo de desconocidos” intentarían asesinarlo en la ciudad de Puerto Ordaz. Nunca se llevó a cabo investigación alguna ni mucho menos hubo pruebas sobre la denuncia. Aún así, Fidel Castro insistió en Diciembre del mismo año que “tenía pruebas contundentes” sobre un plan para asesinar a Hugo Chavez. Nunca se mostraron evidencias sobre el hecho.
A medida que las relaciones de Hugo Chavez con la oposición de su país se hicieron más complicadas, las denuncias sobre Magnicidio se multiplicaron. Solamente en el año 2003 Chavez denunció en tres ocasiones que su vida corría peligro: durante el mes de Julio, insistió en que durante un Desfile Militar, un “hombre misterioso” había intentando asesinarlo. Y poco después aseguraría que desde la Isla de Santo Domingo se “planeaba su muerte”. En Noviembre, un supuesto caso de Magnicidio se descubre en Puerto La Cruz, pero los implicados quedan en Libertad por falta de pruebas.
No obstante, no sería hasta el año 2009 cuando la figura del Magnicidio comenzó a utilizarse como excusa para la represión y hostigamiento legal de opositores y disidentes publicamente reconocidos. En Mayo de ese año, Chavez denuncia desde el Salvador que teme por su vida. En Julio de ese mismo año, el diputado oficialista Isea anuncia que se abre nueva investigación de intento de magnicidio en Zulia, Táchira y Mérida. Insiste que “la comisión trabaja sin prisa pero sin pausa”. Hasta la fecha, no hay resultados de la investigación ni tampoco, pruebas sobre los supuestos hechos que amenazaron la vida de Hugo Chavez.
Las denuncias sobre Magnicidio continuaron multiplicándose en los años siguientes. Coincidiendo con la proximidad de las elecciones — una cada año durante casi una década — el Magnicidio se convirtió una figura habitual dentro de la complicada y violenta diatriba política nacional. Y no sólo por la recurrencia de las acusaciones, sino como motivo legal que permitía la persecusión de lideres políticos, que convertidos en “enemigos de la patria” pasaban a engrosar la cada vez más larga lista de acusados y sospechosos de atentar contra la vida de Hugo Chavez. Y es que a pesar de que nunca se han presentado pruebas suficientes y mucho menos evidentes sobre el hecho criminal. El Magnicidio continúa invocándose como fórmula inmediata para acosar y sobre todo, justificar la represión legal contra diversas figuras del acontecer nacional. Desde periodistas hasta activistas de los derechos Humanos, en Venezuela todo disidente parece ser sospechoso inmediato de brumosos planes de conspirativos, para los que no existen pruebas concluyentes pero que aún así, son una justificación inmediata para la actuación de los cuerpos de seguridad del Estado y jueces de la República. Porque en Venezuela, el magnicidio no solo es sólo un delito que no requiere mayor demostración — o así parece sugerirlo la evidencia — sino que además, compromete directamente a cualquiera, por el sólo hecho de ser acusado. Ya lo decía Alberto Muller en el 2003: “la displicencia es cómplice. No le pedimos que apoyen al gobierno, sino que tomen posición (…) si no la toman obviamente encubren o son cómplices”, insistió el por entonces presidente del Partido Socialista Unido de Venezuela. No añadió por supuesto, la necesidad formal de probar una acusación semejante, o el hecho de demostrar, a través de un proceso legal formal, las acusaciones. Para la Venezuela Chavista, la mera sospecha parece ser suficiente y sobre todo, extremadamente útil para maniobrar en medio de una crisis económica y social cada vez más complicada e inocultable. Y hasta el último año de su Gobierno — e incluso después de su muerte — el Chavez estratega utilizó la figura de la conspiración para ocultar las grietas que parecian socavar las bases mismas de su Revolución social. Un método directo para construir una visión de la opinión tergiversada y sobre todo, de evidente utilidad para un discurso político basado en el odio y en el enfrentamiento.
Porque el mientras el debate sobre los diversos intentos de Magnicidio copaban la escena Nacional y convertían a Hugo Chavez en una victima propiciatoria de intereses foráneos, la devaluación, la inflación y otros temas de inmediato intereses, quedaban ocultos convenientemente. Una manera simple de desviar la atención Nacional hacia discusiones sin verdadera sustancia política o ideológica, que permitieran al Chavez Político maniobrar en medio de una situación conyuntural cada vez más caótica.
De manera que nadie pareció muy sorprendido cuando Nicolás Maduro, sucesor ideológico y proclamado “Hijo de Chavez” se apresuró a denunciar que un grupo de opositores se encontraban involucrados en un plan Magnicida. La formula, de tan repetida, llegó a convertirse en rutinaria y Maduro la repitió con la misma espectacularidad de su mentor ideológico pero sin la misma repercusión. La denuncia se llevó a cabo a viva voz, sin que se mostrara una prueba sobre el posible hecho delictivo. Una acusación que llega en un momento crítico de la realidad nacional, donde la escasez, el hampa, las protestas estudiantiles, las denuncias de la brutal represión construyen un escenario político cada vez más incontrolable. Y es que el Magnicidio, no sólo como denuncia sino como estructura de ataque al poder, parece imprescindible en un momento donde la llamada Revolución parece desmoronarse con rapidez bajo el peso de las erradas y primitivas políticas económicas, una visión social cada vez más restrictiva y una retórica insustancial que no satisface los requerimientos inmediatos de una población cada vez más empobrecida y sometida a los rigores de la deficiente administración pública.
Lo preocupante, es que bajo esa antigua formula de la agresión a través de la ley — el marco legal como venganza directa — la figura del Magnicidio, reeditado en esta ocasión para someter al escarnio público a los lideres y cabezas visibles de las protestas que han sacudido al país, intenta una vez más controlar lo que es una grave grieta en el paisaje político nacional. Con la Fiscalia y un Poder Judicional sometido de manera directa al puño ideológico, el Magnicidio — como amenaza y como elemento infaltable de una lucha política desigual — se transforma en un arma indispensable del gobierno para ejercer control sobre la disidencia. La intimidación, la represión y sobre todo, la aplastante evidencia del uso de la ley como elemento ideológico, hacen de las acusaciones conspirativas, el vehículo idóneo para intensificar y recrudecer esa visión del opositor como enemigo a vencer. Una victima evidente bajo la bota militarista de un gobierno donde el fanatismo es una forma de conclusión social.
El poder siempre ha utilizado la ley como una manera de ataque directo contra quien se le enfrenta y la Venezuela chavista, heredera de los vicios del poder de la autocracia, no es la excepción. De nuevo, la legalidad - o su aspiración, en todo caso - se transforman en una visión distorsionada sobre las atribuciones de un Estado que se llama asi mismo democrático, pero que carece y lo que es peor, ignora, los rudimentos que brindan sustentabilidad a cualquier sistema político. De nuevo en Venezuela, sufrimos un reflejo del uso de la ley como herramienta de represión y lo que es aún peor, de destrucción del elemento integral de toda visión política que se precie: la inclusión y la tolerancia. Y es que quizás, la Venezuela del siglo XXI es el mejor ejemplo que los habitos históricos heredados de épocas mucho más violentas, continúan siendo parte de la mirada política. Una excusa para imponer la ideología como forma de pensamiento y lo que es peor, una manera de aplastar la disidencia.
C'est la vie.
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