domingo, 22 de junio de 2014

La bruja que soñaba la voz de bosque y otras historias de sonrisas.






Una vez leí que todas las brujas, sueñan con cielos azules. Recuerdo que la frase me sobresaltó, porque de hecho, los cielos de mis sueños siempre eran estrellados, extraordinariamente claros. Quizás noches de verano olvidadas o que sólo había imaginado. Que yo recordara, jamás había visto un cielo tachonado de blanco y azul, tan radiante que quemaba la vista, que te llenaba de un placer exquisito y profundo. Cuando se lo comenté a mi tia L., rio en voz alta.

- La simbología de los cielos azules es muy antigua. Proviene quizás, de la época donde el cielo era el único indicador posible del tiempo. El único punto de referencias en días identicos. Un cielo muy azul, podía indicarte la llegada de una nueva estación. Un cielo plateado y pulido, el frío - me explicó. Nos encontrábamos en su taller de alfarería, donde pasaba la mayoría de su tiempo. Como escultora, la pequeña habitación caliente y sofocante era su refugio. Era un lugar intrigante y hasta inquietante, con sus paredes desnudas cubiertas de máscaras de arcilla cruda, las pequeñas ventanas que conducian al patio seco de la casa y la claraboya mágica - o así la llamaba yo, al menos - por donde se colaba el sol del mediodía. Mi tia pasaba largas horas creando bellas esculturas en gres y arcilla roja: mujeres sin rostros de cuerpos redondeados que parecían simbolizar una naturaleza femenina salvaje y muy primitiva.

- Pero...- la idea me desconcertó - ¡Tenía que haber otra forma de comprender el tiempo! ¡No puedo creer que la gente sólo entendiera los años y meses a través del color del cielo!

Mi tia sonrío ante mi incredulidad. Y es que con doce años cumplidos, me volví descreída y contestona. Ya lo era, desde luego, pero quizás en esa rebeldía reflejo de la cercana adolescencia, todo parecía molestarme, quedarme muy chico o no encajar en absoluto. No podía entender como el tiempo en otra época solo era cuestión de una mirada, de la comprensión del sabor del viento. ¿No sería muy confusa esa sensación de perdida? ¿Esa visión del tiempo fragmentado en los cientos de tonos extraordinarios de un cielo radiante?

- Hace siglos, la naturaleza era parte de la vida corriente - dijo L., al cabo de un rato. Tomó una pieza de arcilla, la colocó sobre su mesa de trabajo y comenzó a amasarla con dedos habiles. Se inclinó un poco, presionado, apretando y de pronto la barra de arcilla pareció ductil, aunque yo sabía que no lo era. Me gustó esa fortaleza en sus manos, tan medida y tan cuidada. Esa manera de comprender los misterios de la materia que intentaba transformar - y no sólo porque eran tiempos más inocentes, sino por necesidad. La tecnología, si es que se le puede llamar así a los pocos objetos que facilitaban la vida del hombre, era rudimentaria y tan costosa que solo era accesible a unos cuantos privilegiados. El pueblo, el hombre común, tenía que valerse de su instinto, su sabiduría y su comprensión de la naturaleza para sobrevivir.

Siguió trabajando en la arcilla. Le agregó un poco de agua. Presionó los dedos con mayor fuerza. De pronto, de entre las profundidades carmesí de la masa informe, surgió un torso, uno muy redondeado, con escote opulento y cintura delicada. Ella lo modeló, lo torneó y finalmente lo afinó. Una mujer - o el anuncio de una figura femenina - había nacido entre sus manos.

- De manera que observaban el cielo - siguió - las cosechas, los cambios del mar. Para un campesino, el brillo del cielo tenía un especial significado. El color del sol, la manera como calentaba las manos. Aprendió a utilizar los ciclos y pequeños segmentos con cuidado, para beneficiar sus cosechas y cuidar a sus animales. Aprendió a reconocer la llegada del frío, para protegerse y del calor, para disfrutarlo. Aprendió cuando era el mejor momento para arrojar a la tierra la semilla y cuando recogerla. Fue un proceso largo, probablemente de siglos enteros pero que marcó nuestro espiritu colectivo. Ni uno de nosotros deja de recordar el poder del sol y la singularidad del frío. Vengas de donde vengas, lo admitas o no, la naturaleza forma parte de tu mente y tu cuerpo.

Me sorprendieron sus palabras. ¡Se parecían tanto a lo que había leído en los libros de la Sombra de mi casa! La Naturaleza, como fuente de sabiduría eterna. La naturaleza como una forma de crear, construir y satisfacer ideas y deseos. La naturaleza, como fuente de esa misteriosa unión entre lo divino y lo humano. Una promesa, una forma de fe, un poderoso vinculo entre lo misterioso y lo espiritual.

Una vez, le había comentado esa idea a una de las monjas bigotonas con las me eduqué. Me escuchó aterrorizada, como si mi descripción de una naturaleza sabia, maternal, cruel y bondadosa al mismo tiempo le ofendiera - y le asustara - de una manera que yo no podía comprender.

- ¡Esos son pensamientos primitivos y superticiosos! - me acusó - ¡Una mirada sacrílega a la obra de Dios! ¡La obra de Dios está puesta en la Tierra para que alabemos su grandeza! ¡El Único que puede enseñarte cualquier cosa es Dios!

Por pensar en tales "cosas pecaminosas" me castigaron a rezar en la silenciosa capilla de la Escuela. Era un lugar bonito, con sus vitrales tintados y su suelo pulidos. Me gustaba que la única figura que la decorara fuera la de la Santa Virgen María. Con los brazos abiertos y el rostro juvenil y exquisito, me recordaba la Divinidad femenina en la que yo creía.

Sentada a solas en la Capilla, me pregunté porque a la religión Cristiana la ofendía tanto la creencia de conocer y comprender la naturaleza como una idea profundamente arraigada en nuestra mente. Por supuesto no lo pensé en términos tan complejos, pero si me intrigó y mucho, la sensación que para la Iglesia Cristiana, la idea de Dios parecía separada de Su Obra, como si la figura de Dios no fuera parte de cada pensamiento e idea creativa del mundo. Una profunda expresión de belleza. ¿Eso era comprensible? ¿Cómo se podía alabar a la Divinidad sin admirar su obra con total inocencia?

El Padre confesor del colegio, era un padre Jesuita descreído y deslenguado llamado Antolín. Cuando llegó a la Capilla para preparar el servicio del día, soltó una carcajada al encontrarme sentada en la oscuridad, con gesto enfurruñado.

- Te volvieron a castigar.
- Parece que ocurre mucho en estos días.

Reímos juntos. Antolin me caia bien. Era inteligente, respondón y su acento catalán me parecía precioso. Se sentó a mi lado, respirando trabajosamente. Más de una vez le había preguntando a que se debía su misterioso padecimiento pulmonar y había insistido se trataba de asma. Pero el asma usualmente no suele oler a habanos caros, solía pensar con una sonrisa. Antolin me caia muy bien, tanto como para guardar su pequeño secreto sin que me lo pidiera.

- ¿Qué pasó ahora?
- La hermana María se ofendió porque le dije que la naturaleza es fuente de toda sabiduría o que así lo creemos en mi casa - le expliqué - me dijo que la única fuente de sabiduría es Dios. Y me castigo a que pensara en Su Grandeza, aquí.

Antolín soltó una carcajada entre dientes. Suspiró, mirando la oscuridad.

- Para las monjitas, el dogma es necesario y absolutamente imprescindible para sobrevivir a la fe - me dijo. Siempre le agradecería que Antolin no me tratara como una niña, sino que me hablara como un adulto. Quizás solo necesitaba a alguien que lo escuchara - así que lo repiten sin pensar. Pero eso no se lo digas a ellas ¿Eh?

Reí en voz baja. Volvimos a quedarnos en silencio. El sol de la tarde atrevesaba el cristal de los vitrales y dentro de la oscuridad caliente de la capilla, el aire parecía coloreado, palpitando en luz. Me pregunté si las monjas disfrutaban del espectáculo o también les parecía pecaminoso.

- ¿Como pueden pensar que Dios o lo que consideran divino no está en cada cosa a su alrededor? - me pregunté en voz alta, no porque esperara que Antolin me respondiera, sino porque no pude contenerme - ¿Como no pueden maravillarse, hacerse preguntas, mirar lo que se construye a su alrededor cada día? Es un poco triste solo vivir para creer sin pensar en la belleza y todas las pequeñas cosas extraordinarias que te rodean.

Antolin no respondió ni yo esperaba que lo hiciera. Lo escuché suspirar de nuevo, con la respiración trabajosa del fumador. Luego se levantó del banco con movimientos lentos, pesados. Y lo noté anciano: eso a pesar que siempre me había parecido uno de los adulto más sabio y particular que había conocido. Joven y radiante, más allá de sus arrugas y su panza redonda. Pero allí, en la oscuridad salpicada de colores  de la Capilla, me pareció un anciano triste, trajeado de negro. El pensamiento me entristeció.

- Escuchad, porque es una lección que no os daré de nuevo ni la escuchareís en Sermón alguno - dijo entonces - Para descubrir la obra de Dios o lo que consideras bendito hay que tener humildad. Y no hablo de la humildad de las monjas y curas. Sino la del reverente, del que mira al cielo o a la tierra buscando respuestas. Porque Dios, en su extraordinaria paciencia, os dotó, a ti y a todos, con un milagro que sobrevive a la tristeza, al dolor y a la angustia. La curiosidad. Ese es vuestro don Divino. Mantenedlo. Es una forma de glorificar no sólo los buenos dones de vuestra mente sino encontrar lo que os parece debeis buscar.

No entendí esa extraña visión de las cosas, claro. Boquiabierta, miré al sacerdote alejarse al Altar con paso lento, rotundo y con el cabello cano que comenzaba a ralear, brillando alrededor de su cabeza. Y me pregunté si era su manera de mirar la fe, tan parecida a la mia, a la de mi familia. A la de las Brujas que por siglos habian buscado el conocimiento en Bosques y cielos despejados. La sabiduría de encontrar la belleza en lo inesperado y en la ternura de comprender y creer.


Mi tia L. me dedicó una larga mirada apreciativa, tal vez desconcertada por mi silencio. Sacudí la cabeza, volviendo al presente. La mujer entre sus manos, ya tenía una preciosa cabeza delgada y exquisitamente modelada y hombros elegantes. Los brazos abiertos se elevaban al cielo, quizás en una danza. Quizás en una suplica. Me encantó no tener idea de lo que mi tia L. quería mostrar con su figura y de pronto, tuve la sensación que el mundo estaba construido a base de preguntas, de cientos de miles de cuestionamientos, ideas que se entrecruzaban y se completaban entre sí para formar un mosaico extraordinario y brillante. Un sueño espléndido de pura necesidad de creer y confiar.

- De manera que quizás por ese motivo, el cielo azul para las brujas simboliza un pensamiento que nace - dijo entonces - una manera de admirar lo que ocurrirá o mejor dicho, lo que debe suceder a partir de lo que creamos, construímos y confiamos. El cielo azul como un sueño, como un deseo, como una aspiración.

- ¿Y el cielo lleno de estrellas? - pregunté entonces con una sonrisa. Aunque me imaginé que podría responder tia. La luz del sol derramandose radiante a nuestro alrededor desde la claraboya del techo. Entre la luz de las ideas, de lo que desea.
- Eso tendrás que descubrirlo tu.

Y lo hice. Pero esa es otra historia que contaré en su oportunidad.


La sonrisa que se eleva sobre el temor: La tierra amable que recuerda.

Para la tradición de brujería que practica mi familia, la sabiduría - lo que aprendemos y podemos enseñar - son formas de magia por derecho propio. Muchas tradiciones paganas celebran la alegría de educar como una manera de perpetuar el conocimiento a través de generaciones. Varios rituales celebran lo que se llama "El Gozo del espiritu" - como se le llama al hecho de aprender - y el siguiente es uno de ellos:

Necesitarás:

7 Hojas de Albahaca.
Cuenco para quemar.

Disposición:

A la primera hora del amanecer del día de tu preferencia, sientate de cara al sol y coloca frente a ti el cuenco para quemar. Levanta tus manos e invoca de la siguiente manera:

"Creo en el poder de la sabiduría
De la que nace de la Tierra
Y brota del día
Así sea"

Ahora, enciende en el cuenco las hojas de albahaca. Cuando hayas conseguido llamas altas y olorosas, invoca:

"Soy el poder de lo que aprendo
La hija de la sabiduría
Cada palabra, un día
Cada sueño, una posibilidad
Así sea".

Permite que las hojas se consuman. Medita en cada cosa que has aprendido y que te ha resultado valiosa y profundamente significativa. Cuando el fuego se apagué, deja las cenizas reposar y luego arrojalas a la tierra fértil, para que tu esperanza florezca.


Corro por un valle verde radiante. Sobre mi, se extiende un cielo azul interminable. Y aún en el sueño sonrío, con la sensación que el mundo se abre a mi alrededor, pleno de esperanza y belleza.

Así sea.

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