sábado, 26 de julio de 2014
De pequeños portentos y otras formas de belleza: Historias de brujería.
Bajo el cielo azul extraordinario de Mérida, en medio de una de sus espléndidas montañas virgenes, mi amiga A. me dijo una frase que pareció resumir años de malestar, cansancio y sobre todo, esa impaciencia mia que nunca supe muy bien a que atribuir. Sentadas ambas en las piedras pulidas de una cascada misteriosa, con los pies descalzos y rodeadas del olor de la vegetación milenaria, tuve la impresión que una pieza que había perdido hace mucho tiempo en el mecanismo de mi vida, encajaba finalmente en su lugar.
- Te cuestionas demasiado - dijo A. con un suspiro, dedicándome una de sus mirada calladas y pensativas - la vida, solo se vive, no se cuestiona. La vida se mira, se sonríe. Lo demás, es innecesario.
La escuché un poco sobresaltada. Habíamos caminado durante casi cinco horas en un camino perdido de los páramos y la frase parecía cerrar lo que parecía haber sido una larga y personal travesía a través de mis miedos y pequeñas angustias. Agotada, tambaleante, mirando el cielo radiante e inmenso con una mezcla de angustia y quizás asombro, tuve la impresión que la frase tuvo una resonancia significativa, como si lograra unir los trozos de cientos de pensamientos desordenados, de emociones contradictorias y algo más simple, una leve tristeza que parecía llevar a cuestas a todas partes, sin que supiera muy bien por qué. Miré a A. un poco confusa, sin saber que responder. Ella me guiñó un ojo y sonrío.
- La vida se hace caminando. Lo bueno, lo importante, lo encuentras mientras lo haces.
En una ocasión mi abuela - la sabia, la bruja - me había dicho algo parecido. Nos encontrábamos en su vieja casa olorosa a albahaca y yo era una niña de apenas catorce años, inquieta y confusa. La miraba mientras con una paciencia infinita ordenaba libro a libro, su enorme biblioteca. Le gustaba hacerlo en esas tardes calurosas de Agosto, como si pudiera remediar el sopor de las tardes radiantes de esa Caracas olvidada, con aquel habito lento y que disfrutaba especialmente. Primero limpiaba con un trapo húmedo la cubierta del libro y luego lo colocaba en su anaquel, con un gesto lento y casi respetuoso. En el silencio que la biblioteca desordenada, parecía que podíamos conversar sobre cualquier cosa, como si fuera un buen lugar para escuchar algo más que las palabras.
- Abuela ¿A veces no te da miedo lo que vendrá? - le pregunté - ¿Lo que pueda ocurrir en el futuro?
Aunque no sabía por qué, la idea me obsesionaba. Por semanas había intentado imaginarme el futuro, esa mujer adulta que sería y de pronto, me encontré un poco asombrada al comprender que realmente no tenía muy claro que ocurriría en mi vida en los años venideros. A pesar de mi corta edad, tenía la sensación que el tiempo comenzaba a transcurrir muy rápido y que a no tardar, me esperaba mi propia historia. Pero no sabía cual podía ser. Tal vez parezca un pensamiento muy complejo para una niña tan pequeña, pero el hecho es que me preocupaba no saber muy claramente que ocurriría en esos años tan cercanos y a la vez tan lejanos. Todas mis amigas del colegio parecían saberlo con claridad: Querian ser madres, esposas, médicos. Deseaban viajar, recorrer el mundo. En mi caso, sólo sabía que quería escribir y fotografiar. ¿Eso era suficiente? ¿Era suficiente para creer y construir el futuro? No lo sabía.
- No, no me lo da - respondió mi abuela con una sonrisa - el futuro lo construyes ahora mismo. Aunque te sorprenda, lo estás decidiendo cada vez que das un paso en una dirección concreta, que miras hacia el lugar al que deseas llegar. No necesitas un mapa para conocer tu vida, solo pensar que tienes la libertad de hacer con ella lo que quieras.
No me parecía tan sencillo. Era la más joven de mi salón de clases (apenas una niña despuntando a la adolescencia entre un grupo de jovenes de dieciséis) y el mundo más allá de la Escuela parecía enorme, inquietante. A pesar de que sólo nos separaban unos cuantos años, la diferencia de edades era la suficiente como para que me hiciera sentir un poco perdida, abandonada. Más de una vez, viendo a mis compañeras de clases reír en voz alta, hablando de maquillaje y de muchachos, me sentí a la deriva, como si no perteneciera a ninguna parte. Y no se trataba del hecho circunstancial de mi edad, sino esa inmensa distancia que parecía existir entre su manera de comprender el mundo y la mia. Mientras yo apenas comenzaba a preguntarme que deseaba hacer una vez que la Escuela terminara, las demás parecían construir una visión maravillosa sobre lo que vendría. Me dolía un poco esa soledad diminuta, quebradiza.
Mi abuela me escuchó en silencio cuando se lo dije. Luego me dedicó una larga mirada cálida, como si lamentara mis preocupaciones. A la distancia, me pregunto si simplemente le enternecía esa juvenil angustia mia, esa incesante búsqueda de algo tan abstracto como elemental: un identidad. Siguió ordenando sus libros, como si pensara en mis palabras. El olor de la montaña cruzó la ventana, nos rodeó y se mezcló con la luz de ese atardecer lento, casi delicado. La biblioteca se llenó de sombras, de pequeños ángulos rotos.
- Podemos soñar, especular, construir quimeras sobre lo que ocurrirá en el futuro mi niña - me dijo por fin - pero nadie lo sabe en realidad. Nadie sabe exactamente que camino terminará tomando o que construirá a partir de sus temores, de sus pequeños triunfos. La vida tiene la cualidad de sorprendente, aunque no lo entiendas, aunque eso te produzca mucho miedo. Y creéme que lo hará.
Me quedé muy quieta, escuchándola. Mi abuela soltó una carcajada.
- ¿Te asusta eso?
- Me asusta no saber entonces que pasará conmigo - insistí - ¿Y si...doy el paso incorrecto? ¿Y si...?
- Por ahora, todas esas preguntas solo son cuestionamientos - me interrumpió mi abuela - no existe nada más que esta conversación, esta tarde caliente con olor a montaña. El pasado ya dejó de existir y el futuro puede ser cualquier cosa. Deja de cuestionarte, no necesitas hacerlo. Lo que sí necesitas es hacer todo lo que puedas para sentirte feliz, plena e independiente. El cómo lo logres, es tu historia. Que lo consigas, la consecuencias. Que lo disfrutes, el arte de saber vivir.
Recordé esas palabras muchos años después, una noche de insomnio en que intentaba comprender porque me sentía tan infeliz y cansada, a pesar de mis veintiún años, un titulo universitario, una prometedora carrera como abogado, un buen trabajo. Sentada en la oscuridad de mi pequeño apartamento, me pregunté una y otra vez, por qué me sentía tan incompleta, tan solitaria, tan desarraigada. ¿Qué estaba buscando que no podía encontrar? ¿Qué necesita construir que no alcanzaba a entender? Comencé a llorar, sin saber porque lo hacia. Quizás solo se trataba de admitir la decepción por como habían resultado las cosas en mi vida, la manera en que las piezas rotas parecian no encajar bien. ¿Qué había más allá de este temor?
Mi abuela ya no estaba para responder mis preguntas. Me tendí en la oscuridad, intentando imaginar que podría decirme, buscandola en las habitaciones cerradas de mi mente. Pero abuela solo sonreía, desde mi infancia remota, eternizada en sus sonrisas y el olor a albahaca. Cuando me dormí esa noche, lo hice acurrucada entre mis fotografias y páginas a medio escribir. Preguntándome en silencio hacia donde me dirigía, que esperaba de mi vida más allá de esta incertidumbre y cansancio que me llevaba esfuerzos manejar.
Soñé con un cielo extraordinario, muy azul y alto. Me encontraba sentada al pie de una bella cascada, escuchando el sonido del agua. Cuando me acerqué a las enormes rocas de donde nacia, resbalé. Sentí el movimiento de mis pies, las manos extendidas intentando alcanzar nada y de pronto, no me resistí. Me dejé caer, hacia el agua transparante, bajo la luz del sol. Y fue como volar, ingrávida y poderosa, bajo el resplandor secreto de esa montaña sin nombre. Desperté sobresaltada, pero tuve la sensación que algo había migrado en mi interior, que una pieza diminuta de mi mente había encontrado su lugar. ¿O me lo imaginaba?
Tal vez no. Todavía me lo preguntaba cuando renuncié a mi trabajo como pasante en un lujoso bufete de mi ciudad, colgué el titulo de abogada en la pared y volví sobre mis pasos para buscar la tranquilidad. La encontré de nuevo en las aulas de clase, olvidadas mis ropas caras de joven profesional, calzada de botas juveniles y otra vez, comenzando de cero la historia de mi vida. Y de pronto, en esos atardeceres diáfanos del Campus de la Universidad, me preguntar si vivir era un poco esto, tomar decisiones a partir de sueños. O mejor dicho, construir el poder de soñar a partir de la necesidad de construir.
Las brujas estamos convencidas que la palabra y el pensamiento son capaces de construir la realidad. Una idea que se ha transmitido de generación en generación, una herencia de esperanza que nunca supe muy bien como encajar. Bajo la luz de la Luna, las brujas elevamos los brazos al infinito para desear, para crear, para aspirar, para soñar y encontrar un lugar en nuestra mente y espíritu donde pueda florecer nuestra visión de quienes somos, los pequeños pétalos de la identidad. En esas cálidas madrugadas de verano de una Caracas inolvidable, me senté entre el círculo de velas encendidas para escuchar mi corazón palpitar, para preguntarme una y otra vez, quien soy más allá de mis miedos, de mis pequeños dolores, de esta sensación de encontrarme fragmentada en miles de pensamientos hirientes. De buscar la raíz de todas las respuestas, de transitar ese páramo elemental de mi espíritu en la búsqueda de una razón para creer y confiar. Y me pregunté una y otra vez, a donde me llevaría ese lenta travesía, ese camino zigzagueante que parecía abrirse frente a mi hacia algo más profundo e importante que el mero cuestionamiento. El origen de toda belleza, quizás el centro mismo de mi deseo de crear. Mi inquietud más personal.
Pensé de nuevo en esas cosas, mientras recorría a lomos de una mula un camino desdibujado que me llevaría a las entrañas mismas de una montaña sin nombre. Aferrada al cuero de la silla, con el rostro quemado por el sol transparente y furioso que parecía tan cercano, en medio de un cielo radiante, me pregunté quien era, que esperaba de mi vida. En medio de ese momento atemporal, donde no existía otra cosa que cielo y montaña, que el sonido de mi respiración y el movimiento paciente de la mula que montaba, me pregunté como antes, como siempre, que deseaba para mi vida, a donde me conducían mis pasos. Habían transcurrido décadas desde la primera vez que lo había hecho: había tomado todo tipo de decisiones y desvíos, me había mirado inquieta y pesarosa en el reflejo de mis pequeños errores y triunfos. Y aún así, continuaba sin tener respuesta, sin encontrar esa libertad perenne de buscar lo que deseaba o quizás, de asumir que lo había encontrado y no era suficiente. Y miré, este cielo sin edad y esta tierra niña y a la vez tan anciana, sólo para asombrarme de su ternura, de ese abrazo primitivo y cálido que me prodigó en silencio. ¿A donde van los sueños que comienzan a construirse? ¿Cual es mi nombre más allá de esta sensación de olvido?
El mismo cielo azul radiante de mis sueños. La cúpula celeste inmensa y majestuosa abriéndose en todas direcciones a partir de mis ojos. El sonido de la cascada tintineante, las rocas enormes elevandose hacia la montaña silenciosa. Y fue como recuperar un trozo de alguna historia que se recuerda a medias, tan querida, tan importante, tan dolorosa que crea otras más, que se eleva por encima del perfil de lo que somos y quienes somos más allá de lo que soñamos y creemos recordar. Cuando hundí los pies en el agua helada, me recorrió un escalofrío metálico. Fue como despertar parpadeando, a la luz del día. Y sonreí, con una sorpresa casi infantil, con la inequívoca sensación que en el mecanismo del tiempo de mi mente, había comenzado a transcurrir un tiempo nuevo, recién nacido, profundamente personal.
- No hace falta cuestionarse tanto - repitió entonces A. como si la luz del sol, por el mero hecho de existir, la dotara de esperanzas - solo vivir.
Sólo vivir, pienso ahora con una sonrisa. Rodeada del círculo de velas de mi historia, mis manos llenas de palabras y hojas de albahaca, para recordar lo que soy, lo que deseo y quizás construir con paciencia lo que vendrá, en esa torpeza de lo que nace por el deseo y permanece por la insistencia. Soy la mujer que nunca soñé que sería y quizás, esa disyuntiva, ese renacimiento, sea la mejor magia de todas.
Así sea.
Para Ariana, que sonríe bajo el sol.
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