miércoles, 30 de julio de 2014

Del Temor a otros monstruos de la memoria: Una radiante inmortalidad




Decía Paul Barber — investigador del folclor de los vampiros del Museo Fowler de Historia Cultural en la Universidad de California — que los vampiros “son el rostro del mal que se transforma siglo con siglo”. Un planteamiento interesante que parece resumir esa visión de lo maligno — y del monstruo — como un reflejo de la sociedad que le crea, le protege y le teme. Y no obstante el vampiro, como simbolo de esa aspiración elemental del hombre por la eternidad y más allá, de esa tentación del mal en Estado puro, parece incluso trascender a esa idea: Tal vez por ese motivo, el mito del chupador de sangre ha formado parte de los temores y misterios del hombre durante casi toda su historia. Un monstruo a su imagen y semejanza, una criatura capaz de reflejar lo que somos y también, lo que tememos ser.

Pero ¿Que es un vampiro? Para la mayoría de la cultura es un mito, una criatura entre la leyenda y el enigma que metaforiza el temor del hombre hacia la muerte. Por centurias, el vampiro acompañó el hombre al limite de la conciencia cultural: desde las misteriosas mujeres vampiros Egipcias, que robaban a bebés recién nacido para beber su sangre y condenarlos al castigo eterno — los llamados Gules — hasta las larvae y las Lamia griegas, la figura del monstruo bebedor de sangre es común en todas las épocas. Casi siempre relacionado con el inframundo o la oscuridad, se le describe como asesinos y también como la “maldad con rostro humano”. No sorprende, por tanto, que la mitología del vampiro se extendiera en épocas especialmente aterradoras y sobre todo, en lugares donde el temor a la muerte forma parte de la cultura. En Europa, la primera huella histórica sobre el mito del vampiro proviene de Rumania, en donde se le llamada Strigoï, una figura lúgubre a quien se le achaca poderes sobrenaturales y la capacidad para beber sangre de niños. En Albania, se le llamó Shtriga y en Strzyga, todos derivadps de la mitología romana. No obstante, la mitología del vampiro Europeo parece tener un alcance y sustancia propia: poco a poco la visión del monstruo sobrenatural que vuelve de la muerte para matar se extendió en todas las regiones de Europa del Este, especialmente durante los largos años de la peste y guerras locales. De nuevo, el vampiro representa ese afán por la inmortalidad, en momentos donde la fragilidad de la naturaleza humana parecia tan inevitable como evidente.

Sin embargo, el precedente inmediato del vampiro como le conocemos en la actualidad, es el Vrykolakas griego descritos como criaturas de incomparable belleza que volvían de la muerte para llevar la muerte a sus parientes, a los cuales además de beber la sangre, devoraban vivos. Se conservan cientos de pequeños grabados artesanales que muestran al Vrykolakas como una criatura de aspecto humano, que medra durante la noche y bebe la sangre de quienes conoció durante su vida. De allí la vieja costumbre de exhumar cuerpos recién enterrados para comprobar no hubiesen sido poseídos por el mal. Ya desde entonces, el vampiro se consideraba una criatura ajena al hombre, la personificación del horror y el temor, que sobrevivía a la muerte para conspirar contra la bondad y la vida. Por siglos en los cementerios en Grecia, hubo grupos de vecinos que vigilaban las tumbas de los recién fallecidos, en previsión que alguno de ellos pudieran transformarse en vampiros.

También del folclore griego, proviene la creencia que la existencia del vampiro tiene una directa relación con un castigo divino. Se insiste que el vampiro se crea a partir del cadaver de un excomulgado, al profanar una fiesta religiosa, tras cometer un gran crimen o muriendo en la soledad. También se sostenía que los vampiros podían confundirse entre los vampiros, hasta que sed de sangre les delataba. También es griega la costumbre de traspasar con clavos los cuerpos y de cortar la cabeza, en un intento de detener la “contaminación” del mal que el vampiro suponía.

No obstante, al propagarse por Europa Central, la figura del vampiro pasó a formar parte de la mitología regional por derecho propio. Fue entonces cuando el temor del no-muerto se consideró real y fueron muchas las ciudadades y pueblos que aseguraron haber sido atacados por los vampiros. Como ocurrió otras tantas veces en el pasado, los “ataques” coincidieron directamente con epidemias de peste negra y otros padecimientos semejantes, lo que convirtió al vampiro en un heraldo del terror y la destrucción. Las crónicas de la época, describen casi con rigor cientifico, los cadaveres de apariencia “fresca” que solían encontrarse entre los nichos mortuorios e incluso, los ritos que los campesinos locales llevaban a cabo para enfrentarse a los supuestos ataques de las figuras vampíricas. En pleno apogeo de la Inquisición, de las luchas radicales contra el temor y la herejía, la mitología del vampiro parecía subsistir por derecho propio: La criatura que metaforizaba el terror terrenal a la muerte a través del dolor y algo mucho más primitivo: su visión elemental sobre el miedo y el sufrimiento carnal.

Porque el vampiro, al contrario de tantos otros terrores que la Iglesia y la cultura tomó por ciertos durante siglos, era una criatura carnal. Más allá de todo tipo de elocubraciones espírituales y éticas, el vampiro se construye como una visión del temor a la muerte real, a la carne que se descompone, al ritual de la muerte que toda cultura lleva a cabo. Quizás por ese motivo, el Vampiro fue condenado de inmediato como tentación y más allá, como instigador del pecado. Una idea de la que pareció hacerse eco, en medio del terror general y primitivo de la muerte, la desaparición fisica y el sufrimiento de la enfermedad. Probablemente por ese motivo, incluso uno de los padres intelectuales de la Revolución francesa, el franco-helvético Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), meditó sobre el mito de los vampiros pero desde una aproximación moral, como si el temor y la fragilidad del espiritu humano hacia lo inevitable de la muerte constituyeran el principal motivo que construyó su figura espectral. Con su acostumbrada racionalidad, Rousseau se pregunta en una carta dirigida una carta al arzobispo de París, Christophe de Beaumont en 1762 hasta la credulidad y el temor del hombre crea sus propios enemigos. “Si hay en el mundo una historia acreditada, ésa es la de los vampiros. No le falta nada: testimonios orales, certificados de personas notables, de cirujanos, de curas, de magistrados. La evidencia jurídica es la de las más completas. Con todo, ¿quién cree en los vampiros? ¿Seremos todos condenados por no haber creído en ellos?”, insiste Rousseau, en una directo análisis de la naturaleza confusa del mito y más allá, del temor que engendra. Porque el vampiro, célebre ya por las leyendas que recorrían Europa y el miedo que le convirtió en un reflejo de una Europa enferma y quebradiza, pareció convertirse en algo más. En una idea esencial para comprender la psiquis de la época.

De la sangre a la maldición eterna: El vampiro como parte de la historia.

La isla de Lazzaretto Vecchio, al sur de Venecia, es una minuscula porción de tierra que albergó durante el siglo XV el hospicio de peregrinos de Tierra Santa. El Lazareto — que obtuvo su nombre de la orden religiosa de San Lázaro cuya ocupación consistía en cuidar de los leprosos — era el lugar donde fueron a parar la gran parte de los enfermos de peste que asoló la ciudad de Venecia entre el siglo XV y el siglo XVI. La peste, que mató alrededor de 50.000 personas (casi el 60% de la población de Venecia en la época) y fue considerada por muchos como el fin del mundo, incluyendo la Iglesia que llegó a insinuar se trataba de un castigo divino.

Hace cuatro años y mientras llevaban labores de reconstrucción de la trágica historia de la Isla, un grupo de antropólogos italianos encontró en una fosa común más de 1.500 esqueletos. Y entre ellos, los que el investigador Matteo Borrini, de la Universidad de Florencia llamó “el gran descubrimiento de la década”: el esqueleto de un vampiro.

Por supuesto, no se trataba realmente del esqueleto de una criatura monstruosa o el mito hecho realidad, sino el esqueleto de una mujer a la que se le había desencajado la mandibula al introducirle un pedazo de ladrillo en la boca. La costumbre, que se remonta a Europa del Este, intentaba evitar que el cadáver volviera a la vida y masticara — literalmente — el sudario para escapar a la muerte. El descubrimiento demostró que la figura del vampiro, fue uno de los terrores que asolaron Venecia y la Europa castigada por enfermedades y plagas durante el medioevo. Además, fue una comprobación histórica de cientos historias que el folclore recoge: Según viejas tradiciones europeas, los cadaveres que muestran sangre fresca en la nariz y la boca no han muerto en realidad. De manera que los cadaveres de la peste, que morían a docenas cada día en el ataque fulminante de una enfermedad para cual no existía cura o paliativo, eran probablemente las victimas propiciatorias del temor supersticioso que recorría el continente. Así que, en medio de la histeria colectiva y aterrorizados por una plaga implacable e indetenible, hubo una reaparición del vampiro. Se hablo de cadáveres que se levantaban de la tumba de la peste para asesinar a sus parientes, de pacientes desahuciados que se levantaban de la cama para beber la sangre fresca de los médicos que intentaban curarlos. Por curioso que parezca, los sacerdotes y lideres religiosos que desenterraban cadáveres en la búsqueda del vampiro, jamás pensaron que las ratas, larvas y pulgas de los animales de granja o que habitaban en los cabellos y pieles de los campesinos, eran la causa real de la epidemia. La arqueología no se había topado con un caso parecido, pero a veces salta la sorpresa: las creencias y las supersticiones dejan en raras ocasiones un rastro material que sobrevive al paso de los siglos.

Y probablemente el peor de todos los lugares destinados a confinar a los enfermos era Lazzaretto Vecchio, . Los sepultureros reabrían periódicamente las fosas para arrojar nuevos cadáveres, lo que lleva a pensar a los antropólogos, que que la baja formación de los sepultureros reforzó su creencia en el vampirismo. La mayoría de ellos, traídos a la fuerza desde pueblos y villorios, remoton trajeron a Venecia y a otras regiones de Europa las viejas leyendas. Lo demás, es historia: Desde los Vampiros que nacian de la peste hasta su resurreción literaria en pleno siglo XIX, el vampiro atravesó un proceso histórico de transformación que le llevó a convertirse en la figura más poderosa de la mitología rural. Porque el vampiro tradicional, que surge de las sombras del miedo supersticioso, poco o nada tiene que ver con su versión literaria y mucho menos la posterior cinematográfica. Un fenómeno desconcertante que construyó — o mejor dicho, redimensionó — la maldad en algo mucho más inquietante y desconcertante. El mal sin remordimientos, la muerte con rostro de hombre.

El Vampiro como fenómeno Pop:

Paul Barber es también autor de un interesantisimo libro convertido en clásico titulado Vampires, burial and death, folklore and reality (Yale University Press, no traducido al español) en donde además de analizar la figura folclorica del vampiro, analiza su repercusión cultural. Y es que el vampiro abandonó los campos abandonados de la Europa Medieval para construír una figura a su medida en pleno siglo XXI : Al teclear Vampiro en Google, encontramos más de 13 millones de entradas, páginas web de vampirólogos y fanáticos, murciélagos con fondos oscuros y sanguinolentos y demás parafernalia de la muerte. Y sin embargo el vampiro tradicional continúa siendo una figura esquiva, desconcertante y asombrosa “La mayoría de la gente ignora que a través de la historia europea se han producido informes extensos y detallados sobre cadáveres que han sido desenterrados de sus tumbas, declarados vampiros, y asesinados”, escribe Barber en su libro “En realidad el vampiro es la medida del temor, de nuestra necesidad de comprender a la muerte — sin lograrlo — y la visión de quien somos como parte de una cultura que teme a la fuerte física”.

Porque el vampiro, ha formado parte de la cultura por tanto tiempo que ya nos parece habitual encontrarlo una y otra vez no sólo como personaje aterrador, sino también como símbolo de algo más ambiguo e inquietante. Desde el vampiro como cadaver apenas reanimado por la sangre, especie de bestia violenta en busca de la muerte por necesidad, hasta la figura delicada y tristemente bella que merodea en la oscuridad de las ciudades modernas. Uno y otra, son parte de la idea de la cultura que redime y también, glorifica el temor, la muerte y lo sobrenatural.

Y es que los bebedores de sangre, continúan siendo un enigma. Y quizás continuen siendolo porque a pesar que en nuestra época las enfermedades se comprenden bajo el microscopio y no del temor, la medicina ha prolongado la vida, y la muerte se ha transformado en algo no familiar, el vampiro sigue reflejando la cultura con mayor o menor éxito. De allí, a que su nueva encarnación sea la de un joven andrógino con altos preceptos morales: una visión de esta sociedad estereotipada, hipócrita y temerosa de si misma. Aún asì, la figura del vampiro, el tradicional, el que se llegó a temer como monstruo inevitable en todas las épocas, continúa vivo, la borde de la conciencia y quizás muy cerca de regresar a su belleza fatal y sangrienta a la menor oportunidad.

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