sábado, 5 de julio de 2014
Entre magia, la Historia de la Luna y otros recuerdos de infancia: historias de Brujeria.
La biblioteca de mi abuela siempre me gustó. Era de hecho, lo que yo suponía debía ser una biblioteca: con docenas de anaqueles de madera repletos de libros desordenados, hojas a medios escribir acumulándose por los rincones, objetos extraños decorando los travesaños. Era un lugar extraño y que siempre despertó mi curiosidad, tal vez porque era lo bastante caótico para alejarse lo suficiente del mundo de las cosas ordenadas y comunes que tan nerviosa me ponía. Era otro mundo, uno muy vivaz y lleno de alegría, donde podía suceder cualquier cosa o así me lo parecía a mi. Uno muy distinto a esa otra visión de la realidad: la de las ordenes, reglas y limites que nunca entendí demasiado bien. Los lugares sin sonrisas, les llamaba en mi mente. Como el apartamento que compartía con mi mamá, por ejemplo.
Porque para mi mamá, el orden era no sólo necesario sino imprescindible. Para ella, era necesario que cada lugar y objeto tuviera no sólo un objetivo sino además una función. El feliz desorden en casa de mi abuela le parecía desconcertante, cuando no impensable. Eso, a pesar que había crecido en la luminosa casa solariega y que ella, como yo, había pasado gran parte de su infancia jugando en los jardines y habitaciones llenas de luz y color de mi abuela. Pero a diferencia de lo que yo pensaba, mamá estaba convencida - o lo estuvo por mucho tiempo - que el desorden era un tipo de pensamiento sin sentido. Un caos diminuto que había que erradicar y ocultar.
- Cada libro en su lugar - me indicaba siempre que podía, ordenando mi pequeña biblioteca con un rigor casi militar. Me entristecía un poco ese mueble perfectamente inmaculado, pintado de blanco y donde cada libro parecía estarse muy quietecito y callado, como si les atemorizara un poco contar sus historias - Así no perderás ninguno y podrás encontrarlo siempre.
Nunca me sentí cómoda en esa biblioteca. Me sentaba muy derecha y erguida en el escritorio donde no faltaba nunca un lápiz y una hoja, pero se me hacia difícil leer en ese silencio, sin los sonidos de la madera al crujir, o de las hojas revoloteando. Era como una biblioteca sin nombre y sin identidad, perdida en esa habitación simple y callada. ¿Donde estaba la magia de leer rodeada de voces y risas? ¿Con la imaginación desbordada derramándose en todas direcciones a partir de mis dedos abiertos? ¿Cómo podía leerse sin acariciar las páginas del libro, sin apretarlo contra el pecho, sin besar las palabras con lágrimas en los ojos? Para mí, ese silencio impoluto de la biblioteca de mi mamá era triste, descorazonador.
Mi tía M. me escuchó un poco sorprendida cuando se lo conté. Nos encontrábamos en la luminosa cocina de mi abuela, disfrutando de sorbitos de café con olor a sol. Suspiré, afligida, mientras le describía los libros solitarios de mi casa, silenciosos. Quizás temerosos de levantar la voz para no quebrantar el orden que mi mamá imponía con mano firme.
- Quizás el problema soy yo - dije por último - mi mamá dice que el orden te ayuda a pensar. Pero a mi no me ayuda en nada. Me siento cansada y agotada cuando estoy entre los libros ordenados, como si todos tuviéramos que cuidar muy bien lo que decimos y pensamos para no desentonar.
Desentonar, esa palabra me gustaba. La había aprendido unas semanas antes en un libro y parecía definir muy bien como me sentía en ocasiones en la casa de mi mamá: me imaginaba como una pieza que nunca terminaba de encajar en un mecanismo muy limpio y preciso. Como si fuera la aguja de un reloj que nunca llegaba a tiempo a la hora correcta.
- No creo que en realidad el problema seas tu o tampoco la biblioteca ordenada - me respondió mi tia M., con una sonrisa - creo que sólo se trata que tu madre y tu ven el mundo de manera distinta. Cada una tiene una opinión y una mirada sobre quienes son y como es el mundo que contrasta. Eso no es malo o bueno. Es natural.
La idea me desconcertó. Nunca lo había pensado de esa manera: quizás se trataba solo que mamá y yo no mirábamos las cosas de la misma manera. Era una sensación curiosa, esa de sentirme de pronto, diferente a mi mamá. Una persona totalmente diferente a la que ella era. Y es que hasta entonces, siempre creí que mi mamá y yo eramos una misma cosa, una visión del mundo que se completaba y en algunas ocasiones se fundía en una única visión. Esa noche, en casa, miré la biblioteca silenciosa con más atención que antes.
Me pregunté por qué me hacia sentir tan incómoda. No era por lo pequeña, claro está, me dije, acercándome al mueble para acariciar sus bonitos e impecables anaqueles. Me gustaba de hecho, que fuera diminuta, como si la habitaran solo los libros más queridos, los inolvidables. ¿Entonces que era? ¿Su silencio? Eso por descontado, me dije pasando los dedos por los lomos de los libros brillantes. En esta biblioteca, no había pequeñas sorpresas para las manos abiertas, para las palmas de las manos ansiosas. No había grietas en el cuero, tampoco extraños raspones en la madera. Mucho menos manchones de polvo escondidos que contaban historias. Aquí, los libros se mantenían con los labios apretados, temiendo provocar un sonido que no pareciera formar parte de esa tranquilidad adulta, aburrida. ¡Ah, que tristeza me producía eso! me dije sentando en el suelo frente a la biblioteca. La de mi abuela me gustaba justo por lo contrario: todos los libros parecían hablar a la vez, correr de un lado a otro, libres y felices, con las hojas al viento, contando historias, recordando otras, susurrándote las mejores cuando los tenias entre los brazos. En la biblioteca de mi madre, todo era apacible, simple. Sin dulzura.
- ¿Que haces aquí? Ya pasó la hora de leer - la voz de mi mamá me sobresaltó. La encontré de pie en la puerta, con el rostro limpio de todo maquillaje y sin su tirante peinado de ejecutiva. Sólo era una mujer bella y joven, de enormes ojos verdes un poco tristes. Me gustó verla así.
- No me gusta nuestra biblioteca.
No sé como me atreví a decirlo en voz alta. Quizás se me escaparon las palabras, pensé en ese momento, inquieta e incómoda. Mi mamá no me respondió de inmediato sino que me miró. El rostro un poco tenso. El cabello castaño claro cayéndole sobre los hombros. Algo en su postura me recordó a mi abuela, con su alegría, con su extraña vitalidad. Pero no supe exactamente qué.
- ¿Por qué? - me preguntó. Y lo hizo con total franqueza. Eso me sorprendió: mi mamá nunca le gustaba hacer preguntas. Por entonces, era del tipo de personas que sólo tenía afirmaciones y palabras muy exactas: como su biblioteca, ninguna palabra que pronunciaba estaba fuera de lugar ni tampoco carecía de sentido. Al contrario de las mujeres de la casa de mi abuela, que reían en voz alta y conversaban todo el rato, mamá era silenciosa, comedida. Me sorprendió pensar que era como los libros callados de la biblioteca.
- Porque no tiene vida - le dije. Así, sin más - no tiene palabras corriendo en los anaqueles, ni hojas que las persiguen. No tiene libros a medio leer, tampoco objetos raros que te preguntas de donde salieron. Son sólo libros cansados, esperando que yo los lea.
Era una descripción sin mucho sentido de lo que me hacia sentir nuestra biblioteca. No explicaba la sensación de calidez y felicidad que me brindaba la de mi abuela, con sus montones de ideas sueltas, colgando de aquí y de allá para que yo las atrapara. Tampoco le comenté de la ventana que daba al jardín y bajo la cual te podías sentar a leer con la luz del sol envolviéndote. O del olor a madera muy vieja y reluciente que brillaba en las esquinas y bordes. Y más allá de eso, había una radiante alegría, como si el desorden simbolizara algo más profundo y personal. Un alborozo vital que yo disfrutaba especialmente y que en casa, no tenía.
- Una biblioteca es una biblioteca - dijo mi mamá secamente - una biblioteca solo guarda libros.
- Una biblioteca es un lugar para soñar - le respondí escandalizada - aquí no se puede.
- Las bibliotecas son para leer.
- Son para crear, mamá. Están todas las historias de mucha gente - ¿Cómo no lo entendía? - es un lugar mágico, como el altar de la abuela.
Mi mamá parpadeó y yo me arrepentí de inmediato. Sabía que a mi mamá no le agradaba hablar sobre la brujería, esa herencia que compartíamos pero que para ella era más una carga que un obsequio familiar. Muchas veces, me había dejado bien en claro que en nuestra casa, la brujería era sólo un cuento de viejos, una historia que definía una parte de su vida que no le agradaba recordar. Y es que para mi mamá, una mujer moderna y pragmática, la brujería era una parte de su vida que carecía de sentido, que incluso la avergonzaba. Un pensamiento que siempre me irritó y me avergonzó.
- Aquí, sólo guardas libros. Y deja de llenarte la cabeza de locuras - me riñó - disfruta de tus libros, lee los que quieras. Pero entiende eso, los libros sólo son papel.
Eso me dolió. Con doce años cumplidos, yo ya sabía que los libros eran mundos y las palabras estrellas. ¿Cómo podía mi mamá pensar que los tesoros que guardaban las páginas podían ser tan simples? Sentí ese tipo de dolor que solo experimenta el que ama los libros a solas, con largas horas de sonrisas misteriosas. En la discreción del lector devoto.
- Los libros son almas, son sueños - le contradije - los libros sobreviven a los años, a las cosas que se olvidan. ¡Son los más valioso del mundo!.
Mi mamá chasqueó la lengua con cierto fastidio. Parecía que aquella extraña conversación el estaba incomodando, como si no pudiera entenderla. O no quisiera hacerlo. Yo aguardé, con las manos apretadas en puños, un nudo agrio en la garganta.
- Los libros son magia - insistí - son una forma de crecer, de volar. Es algo tan bonito y valioso como los rituales bajo la Luna, como todas las cosas que se guardan y se conservan porque representan lo bueno y lo querido. ¿Por qué no lo ves así?
Mamá no respondió. Me miró con sus brillantes ojos verdes llenos de una luz irritada y dura. Era como si mi reacción, mi angustia, le resultaran por completo incompresible. Y tal vez lo era. Recordé las palabras de mi tia M,. "ambas ven el mundo de manera distinta". ¿Era sólo eso o se trataba de algo más? ¿De simplemente transitar a través de los días y las historias en direcciones contrarias? ¿Por qué mi mamá había huido del calor de la imaginación, de las risas que brotan de la fe y la confianza? ¿A donde había ido a parar en su largo recorrido, tan lejos de mi?
- Eres una bruja como yo - dije entonces. Y mientras lo decía, supe que le estaba provocando dolor a mi mamá. Uno muy viejo y antiguo. Pero no pude contenerme - una bruja como yo que aprendió el poder de desear, confiar y creer.
Hubo un silencio profundo entre nosotros. Uno muy triste, lento. Un goteo lento y silencioso de todas las veces que habíamos discutido por cosas parecidas, de la inmensa brecha que nos separaba, madre e hijas, solitarias ambas, unidas por lo simple y a la vez, tan lejos una de la de otra que nuestros dedos apenas podían tocarse. Y en ese silencio recordé a la biblioteca, seca, sin suspiros ni deseos. Sólo un mueble olvidado. Una grieta en medio de nuestro dolor.
- ¡Vete a dormir! - me ordenó - ya es suficiente de locuras y necedades. Duérmete y comienza a ser un poco adulta. Ya no eres una niña pequeña: el mundo real está allí y tu continuas con la cabeza llena de sueños y fantasías.
Sus palabras me sacudieron. Me lastimaron tanto, que cuando quise responder, me encontré con los labios tan apretados que no pude hacerlo. De manera que le obedecí, con un hilo de dolor helado recorriendome la espalda, los ojos apretados en la oscuridad. No lloré, me esforcé en no hacerlo, orgullosa y herida, pero cuando logré conciliar el sueño, las lágrimas parpadearon en la oscuridad lenta de mis párpados cerrados.
***
La casa de mi abuela - la sabia, la bruja - estaba llena de espejos, creo haberlo mencionado antes. Pero no espejos así tal cual: todos estaban enmarcados en madera o metal y colgaban de todas partes. A veces resultaba un poco inquietante encontrarte reflejada en los lugares menos esperados, mirándote con los ojos curiosos y desconcertados. Ese día, la niña que me miró varias veces desde los espejos ocultos, estaba profundamente triste y cansada. La cara pálida y tensa. Los labios apretados.
- Nunca la voy a entender - le dije a mi abuela, luego de haberle contado la dura conversación que había tenido con mi madre - ella siempre está en otro lado, en otro mundo, diferente al mio. No sé si eso está bien o mal. Pero me duele que nunca quiera mirar el mio o yo no sepa mirar el suyo.
Mi abuela no contestó. Continuó preparando la sopa del día, con gesto serio, como si meditara sobre lo que le había dicho. Esperé, mordisqueando un pedazo de pan con sabor de viento de montaña, del Ávila verde y radiante que cantaba a través de la ventana abierta.
- Tu mamá es una mujer que sufrió una herida muy dolorosa - dijo entonces - cuando tu papá y ella se separaron, se quedó no solamente sola, sino que perdió la fe en las cosas buenas de la vida.
Apenas conocía la historia. Mi mamá jamás la contaba y nadie de mi casa la mencionaba, a menos que fuera necesario. Si sabia que mis padres se habían separado cuando yo era apenas un bebé de meses. Había sido un momento muy duro y difícil para mi mamá y tenía la impresión que aunque no lo decía, lo recordaba con frecuencia. Suspiré, entristecida.
- Es como un dolor que lleva a todas partes - le expliqué - siempre está allí, al borde de todas las cosas que hacemos o hablamos. Como si nunca lo olvidara del todo. O no quisiera olvidarlo.
- Todos nuestros dolores y temores son reflejo de como nos miramos y comprendemos - dijo mi abuela - tu madre aún se siente herida, vulnerable y frágil. Todos asumimos nuestra historia como una forma de construir nuestro futuro. Ella decidió tener mucho cuidado, nunca más confiarse demasiado en sus pasos. Soñar a veces duele mucho.
No supe que responder a eso. Me pregunté si el hecho que mi mamá jamás se llamara bruja, que rechazara toda idea sobre la magia o una filosofía mucho más profunda y espiritual, también se debía a esa aridez del sufrimiento callado, de esa distancia que mantenía con los deseos y las sonrisas. Mi abuela me dedicó una larga mirada preocupada cuando se lo pregunté.
- Llevamos la tristeza como una carga - dijo - y es probable que tu mamá haya intentando no mirar hacia atrás para hacerla más ligera. Y entre las cosas que dejó y no quiere mirar, está la brujería.
¡Que idea tan triste esa! me dije aterrorizada. Me pregunté como sería nunca querer mirar atrás, ni recordar ni soñar a la manera sencilla de los niños. Me pregunté si alguna vez la tristeza me golpearía con tanta fuerza que me dejaría a solas, en la oscuridad de mi mente. Esa idea me inquietó. Me dolió. Me sentí perdida y confusa, pensando en mi madre tan lejos de mi misma y quizás, en esa diferencia insalvable que nos separaba, nos hacia tan distantes la una de la otra que apenas podía comprenderlas. Dos fragmentos de una misma historia.
Tal vez por ese motivo, esa noche, cuando la creí dormida, me senté en la oscuridad de la biblioteca sin voz para pensar en la magia. Lo hice, luego de pensar una y otra vez, como podría restañar esa herida, abrir un espacio que nos perteneciera a ambas. Sentada en la oscuridad, con una vela encendida, llevando el cabello trenzado y rodeada de hojas de albahaca, quise imaginar que cada uno de mis sueños se elevaban, danzaban en las paredes vacias, entre los libros somnolientos que me miraban con atención - yo lo sabía, lo sentía - entre los anaqueles impecables. Y es que sentí, esa necesidad insistente y personal, de bendecir con dulzura la tristeza, de invocar la belleza con el simple donde la inocencia.
Levanté las manos en la oscuridad. Imaginé a mi mamá, nuestras tardes tristes de silencio. Pero también nuestras sonrisas, nuestros días de sol. Porque los había, por supuesto. Los días hermosos donde ambas sonreíamos a la vez, donde sus manos sostenían las mias con enorme amor. Esa complicidad, confundidas en un abrazo, en un sueño común. Y pedí al firmamento, a las estrellas, a la Luna silenciosa, por el corazón de mi madre, por la belleza de todos los días por venir, por la esperanza aún por renacer. Miré con los ojos de mi mente, la belleza de los prados verdes e infinitos donde podría renacer la dulzura, donde mi mamá podría encontrar de nuevo la palabra perdida, los tiempos de amor por venir.
- ¿Qué haces?
Me sorprendió su voz, como siempre lo hacia. La miré allí, con los ojos abiertos y sorprendidos, el rostro de la niña que había sido, la mujer sin edad que aún era. Y creí encontraría rencor, también. O quizás desconfianza. Pero sólo me miraba, adormilada y cansada. Tal vez infinitamente exhausta.
- Ven mami - le dije. Le extendí las manos abiertas. Incómoda, pensado que pasaría si no aceptaba tomarlas, aterrorizada por la posibilidad - hagamos magia juntas.
Aguardé. De nuevo el silencio. Se hizo tan largo que comenzó a pesarme, a dolerme. Sofocante, helado. Entonces ella se movió y avanzó. Se arrodilló a mi lado, casi con torpeza. Su olor me rodeó, me abrazó. Cuando sonrío, la luz de la vela se reflejó en su dulzura.
Y cantamos juntas. Con las manos abiertas hacia la oscuridad, mirando quizás el mismo temor y también la misma esperanza. Cantamos con la voz clara de las brujas, de hoy y de siempre, la historia que nos une y que nos pertenece a ambas. Una voz entre las sombras, una palabra flotando en el brillo de la Luna infinita y maternal.
Desperté. La luz de la vela se había consumido. Me encontraba tendida a solas en la biblioteca sin voz y me sentí extrañamente confusa. ¿Había soñado eso? Sin duda, me dije entristecida. ¡Y que bonito sueño había sido ese! ¡Que escena tan hermosa y tan querida! Sí, había sido un buen sueño, me dije más tarde, en mi cama. Uno que quisiera pudiera repetirse en la realidad.
Continuaba pensando en el sueño al día siguiente mientras me preparaba para ir a la Escuela. Mi mamá asomó la cabeza por la puerta. Sonreía.
- ¿Todo listo? Tenemos veinte minutos para llegar - dijo.
- Sí, casi...
Una hoja de albahaca, en su cabello. Medio oculta en la apretada trenza. El verde crujiente y brillante sobresaliendo entre los mechones apretados. Sonrío cuando notó que la miraba, con los ojos muy abiertos y asombrados.
- ¿Que...?
- Me gusta su olor - dijo con sencillez. Pero en sus ojos verdes, amables y por una vez, sin pizca de dureza, encontré un brillo risueño que me sorprendió - encontré algunas en el suelo esta mañana. Y tomé una. Deja de mirarme embelesada y apúrate, vamos tarde.
La escuché caminar por el pasillo. Y aunque no la veía, supe que sonreía. Una pequeña sonrisa amable, quizás traviesa. Yo también sonreía, allí, sentada al borde de la cama, aún sosteniendo los zapatos de colegio entre las manos. Y esa sonrisa, misteriosa, invisible, pareció llenar el mundo, consolar viejos silencios. Tal vez comenzar una nueva historia.
Una que tardaría en escribirse, que llevaría años completar, pero que empezó con el olor de la albahaca en una biblioteca dormida.
Un sueño de pura inocencia y creación.
Así sea.
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