lunes, 21 de julio de 2014
Venezuela contra la pirámide de Maslow: La diminuta batalla diaria.
Alfredo (es su nombre real) vive en una zona Residencial de Caracas. Cada dos días - o un poco menos - sufre un apagón diario. No se trata de una urbanización especialmente lujosa de Caracas pero tampoco, de las más populosas. Tal vez por ese motivo, los problemas eléctricos no le afectaron de manera directa hasta hace menos de seis meses. Pero, desde entonces, la frecuencia del problema - que comenzó siendo pequeños bajones de voltaje hasta convertirse en algo más complejo y prolongado - hizo que Alfredo y toda su familia, encontraran una extraña rutina en medio de una situación anómala. Me lo cuenta, con una sonrisa cansada, como si lo que padece fuera parte de su vida a niveles que no puedo imaginar.
- Durante los primeros meses, no tomé precauciones ¿Quién está preparado para algo así? - me dice - se dañó la nevera, los televisores. Nadie entendía que sucedía. Un técnico de Corporelec insistía que se debía a problemas de cableado de nuestra calle. Levantamos un reclamo conjunto, hicimos una asamblea de vecinos. Incluso ofrecimos costear de manera parcial los materiales. Nos explicaron que eso no era suficiente. Al final, no nos quedó otra que esperar. Un poco de paciencia, nos pidieron.
Por supuesto, la paciencia no fue suficiente. A medida que el desperfecto - aún sin identificar por las cuadrillas de Corpoelec - avanzó, la situación eléctrica se hizo insostenible. Aumentó el número de apagones y también su duración, y finalmente todos los vecinos aceptaron lo evidente: lo que estaba ocurriendo no tendría una solución inmediata. Y muy probablemente tampoco una corto plazo. De manera que se organizaron, a la manera del superviviente, aprendiendo con esfuerzo que en Venezuela incluso la crisis puede tener algún rostro cotidiano: Reguladores centrales para cada apartamento, que compraron en grupo a una empresa extranjera porque en Venezuela ya no se encuentran a la venta, un horario para el uso de los ascensores - que resultaron dañados una docena de veces por los desperfectos de voltaje - e incluso vigilancia nocturna, durante esas largas noches de oscuridad expuestos a la inseguridad de una ciudad como Caracas.
- Las precauciones funcionan de alguna manera - me dice - pero igualmente son consuelo de tontos. Sentirte acompañado en todo este desorden. Porque al final, el problema está, sigue, permanece y sin solución real.
Caminamos por los pasillos del edificio. Hay carteles explicando donde encontrar pequeñas linternas, del que cada piso es responsable. También hay una pequeña lista con teléfonos de emergencia de distintos cuerpos de seguridad y médicos. "La gente se cae en la Oscuridad y más de una vez hemos tenido heridos: fracturas y esas cosas" me explica. Lo escucho todo con una sensación de profunda tristeza, como si todos los Venezolanos fuéramos victimas de un único crimen de negligencia. Y quizás lo somos, pienso mientras caminamos por el bonito Jardin del conjunto Residencial. Y aún más, hay algo de resignación en esta necesidad de ordenar el desastre, de construír un mapa de ruta en medio del caos que brinde cierta lógica al desaliento. Ese pensamiento me preocupa más que cualquier otro ¿Estamos finalmente aceptando que la crisis que padecemos es inevitable o peor aún, carente de soluciones? Alfredo suspira cuando se lo comentó. Se encoje de hombros. Lo acepta a regañadientes.
- La pregunta que surge es ¿que vamos a hacer sino es prepararnos? - me responde - ¿que otra cosa podemos hacer para sobrevivir?
Pienso en reclamos, manifestaciones, presión a las instituciones responsables. Pienso incluso en alguna expresión pública de descontento. Pero cuando miro a mi alrededor, solo veo cansancio. Ciudadanos agotados, abrumados. Alfredo mueve la cabeza casi con tristeza.
- El problema en Venezuela es que te enfrentas a una maquinaria monstruosa e inútil - dice - la burocracia, el clientelismo, la falta de inversión, te deja sin armas. ¿A quién le reclamas? ¿A un empleado que probablemente está tan jodido como tu lo estás?
De pronto, se apagan las luces del Jardin. Nos detenemos en la Oscuridad. Escucho cornetas y una especie de alarma chirriante. Los niños que jugaban corren a la puerta. Dos vecinos cierran las puertas eléctricas paralizadas por el súbito apagón. Lo miro todo entre asombrada y entristecida. La coreografía del desastre. Una respuesta más o menos rápida a una situación insostenible.
- Somos los sobrevivientes a Venezuela - me dice Alfredo mientras cruzamos el patio hacia la parte donde un generador de emergencia permite que un grupo de reflectores permanezcan encendidos - no sé por cuanto tiempo soportaremos, pero esa es la realidad.
Miro a mi alrededor. La confusión y la preocupación de los vecinos, de los ciudadanos aplastados bajo la realidad cotidiana. Y siento dolor y algo muy parecido a la amargura. El desencanto de un país asfixiado bajo el peso de la identidad nacional rota.
***
Gimena (es su nombre real) me lo cuenta casi en tono burlón. Todos los miembros de su familia, tienen un rubro alimenticio adjudicado y se dedican a recorrer supermercados y abastos buscandolo hasta lograr encontrarlo. Me cuenta que incluso su marido y ella organizan las "rutas" de "revisión" para que nadie las repita y que todo alcance "un máximo de efectividad".
- De esa manera hemos logrado que nunca nos falte papel del baño ni carne - me dice con una pequeña carcajada - el máximo rendimiento con la máxima organización.
No me parece gracioso lo que me cuenta desde luego. El problema de la escasez en nuestro país es probablemente la demostración más fidedigna de una política económica errada y lo que es aún peor, una visión de la estructura financiera incapaz de sostener los requerimientos de producción minimos de la población. Pero para Gimena, la cosa no es tan amplia y sí muy inmediata, como si el problema mayor no fuera tan urgente de resolver y solventar como el de todos los días, el cotidiano, el visible.
- Obviamente me preocupan la crisis, pero tienes la realidad es esta: tenemos que comer. Y eso implica tener que enfrentarte a los anaqueles vacíos, a ese "no hay" con que te tropiezas siempre - me explica. La acompañé al Supermercado a cuatro cuadras de su casa y recorremos juntas los pasillos. Casi todos se encuentran vacíos y los pocos productos que hay, son insuficientes para satisfacer la demanda. Así que hay un ambiente tenso, angustiado entre los pocos clientes. Gimena toma un par de bolsas de detergentes de una marca desconocida y los arroja en el carrito de compras.
- Pero eso es más o menos como aceptar lo que sucede por las buenas - le comento. Gimena se encoje de hombros.
- Escucha, en este país no hay una batalla épica de valores. Tampoco hay una confrotación ni "lucha por la libertad". Aquí simplemente se trata de dos grupos de poder enfrentándose. Y tu vives la consecuencia - me explica. Gimena y su familia forman parte de esa porción de la población que se autodenomina "NINI". Neutros, tibios, indiferentes e incluso llanamente apolíticos, este grupo de ciudadanos intenta atravesar la crisis política que atravesamos sin expresar opinión o en el mejor de los casos, sin emitir apoyo a ninguno de los bandos en disputa. Y esa "Tibieza" parece abarcarlo todo. Para Gimena, el problema político no le incumbe, no le interesa, no le atañe. Para ella, el conflicto real es el de sobrevivir a diario a un país cada vez más depauperado, de sobrellevar la crisis incluso con una sonrisa. No entiende mi malestar ni mucho menos mi extrañeza.
- Como lo explicas, estás muy cerca de la irresponsabilidad ciudadana - le digo. Y hasta a mi me parece pomposa la frase, un poco fuera de lugar en este descampado de anaqueles vacíos y esta sensación de desastre que parece llenar el país en todos sus espacios. Gimena se encoge de hombros.
- ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Salir a quemar cauchos?
- No, pero creo que el total desinterés, que es la otra esquina, sólo empeora lo que vives - insisto. Gimena suelta una carcajada. Pero esta vez sin humor, un poco amarga.
- Es simple: Este país no tiene remedio - me dice - no lo tiene, por el simple hecho que ni siquiera sabemos que reclamamos. Todos estamos descontentos. Todos estamos furiosos. Pero mi plan A, no es buscar una manera de protagonismo político, sino huir. Estoy aquí mientras pueda. Y seguiré estando mientras no tenga otro remedio. Pero no me voy a creer que un liderazgo político chucuto, sin movilización ni tampoco ningún tipo de propuesta, va a solucionar esto. Tampoco un gobierno improvisado y que funciona como una maquinaria que se rompe a pedazos. ¡Chica que Venezuela no quiere que nadie la cure!
No respondo, angustiada y abrumada. Nos encontramos en la fila para pagar los pocos productos que encontramos y me desconcierta la imagen de este grupo de Venezolanos de rostro tenso, cansado, que avanzan en silencio. ¿Qué ocurre en el país que estamos al borde de lo que parece ser un desastre histórico casi inevitable? ¿Qué ocurre que estamos padeciendo lo que es probablemente la peor crisis coyuntural de nuestra historia y aún así no somos capaces de asumir una responsabilidad consciente real? Gimena sacude la cabeza cuando se lo digo.
- Estas analizando todo como si esto se tratara de una situación de contrapeso, dos poderes en disputa - insiste - aquí no hay nada de eso. El Gobierno no admite sus errores ni lo hará y la oposición maneja sus pequeños espacios de poder a pesar de lo que ocurra. En el centro de todo eso estamos todos, los sobrevivientes.
De nuevo, la palabra. La pienso mientras me subo en el automovil de Gimena, mientras recorremos esta Caracas sucia y descuidada. Son casi las seis de la tarde y el tráfico es una maraña intransitable que avanza con lentitud. Los motorizados atraviesan los pasillos improvisados entre los vehículos a toda velocidad. Los automóviles avanzan en desorden, en cornetazos y sacudones. Y en medio de eso, el Ávila imponente y verde se alza al norte, tan hermoso que esa simple visión radiante parece indiferente.
- ¿Te acuerdas cuando invocábamos el Ávila para insistir que Caracas merecía la pena? - comenta Gimena. Nos recuerdo en la Universidad, jóvenes y atolondradas, fotografiando de todos los ángulos posibles el Símbolo de la Caracas entrañable, querida, sustancial. Era una época previa a este cinismo a-la-venezolana. De este dolor inquieto y corrosivo de olvidar quienes somos, a donde vamos. Que nos espera.
- Ya no es suficiente - admito en voz baja - es incluso insultante pensarlo.
- ¿Te digo un secreto? - Gimena inclina la cabeza. Mira con ojos entornados un motorizado que se detiene junto al vehículo. Ambas contenemos el aliento hasta que finalmente el hombre avanza en zigzagueos unos metros más allá. El miedo se me arremolina en el pecho en una presión casi dolorosa - nunca lo fue.
Como suele admitirlo. Como duele mirar a este país en trozos, a pequeños fragmentos imposibles de unir de nuevo. Y la incertidumbre de nuevo que es futuro, que es una visión de lo que somos, de lo que creamos y lo que esperamos ser. Más allá de la diatriba política e incluso de la simple cultura que aplasta. Aún así, la respuesta se resiste, quizás porque simplemente no existe.
C'est la vie.
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