miércoles, 23 de julio de 2014
Violencia y mensaje. Cuando el lenguaje y la cultura agreden.
Hace unas semanas, escuché la frase en todas partes: “Alemania violó a Brasil” , en todas partes. El dudoso juego de palabras, hacia referencia al arrollador triunfo de la selección teutona sobre su par sudamericana. Lo preocupante es que en todas las ocasiones en que la escuché, se usó en un indudable tono de celebración y triunfo, lo cual me provocó una vaga sensación de angustia que no pude disimular.
— ¡Estas exagerando! sólo se trata de una manera de expresar lo que ocurrió en el partido: un abuso — me recriminó un amigo cuando me comenté mi malestar por el uso de la palabra “violar” para demostrar júbilo o poder. Él pareció bastante extrañado que me sintiera ofendida e incluso preocupada por la selección del termino — no se trata de celebrar una violación ni nada por el estilo, sino…
— Mencionas la palabra “violar” para demostrar el “poderío” de la Selección alemana — le interrumpí — según entiendo, el número de goles que marcó en el campo, hizo a la oncena “poderosa” y sin duda, perpetró una “violación” contra Sudamérica. Y eso lo celebras. ¿No es eso lo que me estás comentando?
— No. Sólo me refiero…
Tartamudeó mirándome incómodo. La idea pareció tomarle por sorpresa o cuando menos, resultarle lo suficientemente irritante como para tomarse un par de minutos para repasarla. Por último, se encogió de hombros.
— Sólo es una manera de expresarse — insistió — y tu exageras. Nadie habló de violencia contra la mujer.
— Una violación no sólo es violencia contra una mujer. Es un acto de poder abusivo que tiene por propósito herir — comencé a disgustarme — ¿eso que tiene que ver con un triunfo deportivo?
No respondió. Al parecer decidió no agregar nada más y la conversación terminó en uno de esos incómodos silencios que nadie sabe muy bien como manejar. En mi caso, me asombró que la palabra “violar” fuera un término que se utiliza con tanta ligereza y lo que es aún peor, que de pronto parece comenzar a ser socialmente aceptada para expresar un cierto matiz de triunfo o posesión que me desconcierta. En más de una ocasión he leído tuits de adolescentes e incluso adultos, donde proclaman sin tapujo alguno que estarían dispuestos a “violar” a esa mujer u hombre que les resulta especialmente atractivo. La expresión posee entonces una connotación casi erótica, como si violar fuera de hecho un juego previo a una experiencia erótica especialmente salvaje e intensa. Una idea desconcertante y lo bastante preocupante como para hacerme investigar un poco más al respecto.
— La Violación, como crimen es un planteamiento relativamente reciente — me explica Julieta Ramirez, abogada de profesión y dedicada a esa rama legal tan poco conocida como la medicina forense. En su trabajo, suele recibir a cientos de victimas de agresiones sexuales que no sólo se sienten culpable por la violencia que padecieron sino que además, no saben muy bien como explicar la agresión a las que fueron sometidas — para gran mayoría de las culturas europeas y americanas, someter a una mujer sexualmente era prerrogativa del hombre y más aún, un derecho adquirido por poder de género.
— ¿Cuando empezó a serlo? — le pregunto en voz baja. El tema me abruma, me desconcierta y sobre todo, me hace sentir especialmente vulnerable. Miro a mi alrededor: en el consultorio de Julieta hay una docena de afiches que le recuerdan a la mujer sus derechos sexuales y reproductivos. Cosas tan obvias como: “puedes decir que no, incluso aunque estés desnuda” y otras mucho más complejas como “Tu marido puede ser tu agresor”. La mera conjunción de ideas me deja sin aliento, como si todas las posibles variaciones de un tema escabroso me hirieran de una manera que no puedo entender muy bien.
— La gran mayoría de las legislaciones occidentales ya condenaban el estupro hace dos o tres siglos. Se consideraba a la mujer menor de edad o virgen vulnerable y se condenaba al varón por “mancillarla”. Pero ni siquiera era una condena penal real: en muchos países podía conmutarse si el agresor contraía matrimonio con la victima para reparar “el honor” de la familia. Como verás, no se trataba en realidad de una idea de protección legal de la mujer, sino de las convenciones legales de la época.
Lo que Julieta me cuenta, parece resumir la violenta historia que vivió la pintora renacentista Artemisia Gentileschi. Violada por su preceptor privado Agostino Tassi, Artemisia sufrió todo tipo de humillaciones y vejámenes intentando demostrar que había sufrido una violación bajo las leyes de los Estados Pontificios. En el momento más algido del proceso, Tassi se ofreció a tomarla por esposa y Gentileschi fue “aconsejada” por Obispos y otros miembros de la curia Papal para aceptar “un trato ventajoso que repararía su honra”. La pintora se negó y finalmente pudo demostrar la agresión, un caso rarísimo en una época donde el maltrato a la mujer se consideraba un hecho cotidiano y hasta aceptable. Poco después, Tassi condenado a un año de exilio y una elevada multa — nunca cumplió ninguno de los castigos — diría que sólo “dio a ella ( refiriendose a Artemisia) el trato que merecía”.
— Entonces quiere decir que una violación por mucho tiempo se consideró un asunto doméstico.
— Más aún, de carácter privado — me explica Julieta — pero progresivamente, las leyes asumieron la defensa de la mujer, incluso las que no calzaban en las estrictas consideraciones de lo que se supone es una violación: virgen, soltera, menor de edad, con limitaciones mentales o físicas. En los últimos cuarenta años, se amplió el espectro y las condenas por violación aumentaron su rigidez. Pero aún así, la violación es un delito que la ley intepreta de forma ambigua.
Julieta tiene razón: la mayoría de la gente reacciona ante la palabra violación de una manera poco menos que desconcertante: se cuestiona a la victima, se habla de “provocaciones”, de la manera como pudo “haber evitado” un acto de violencia. Más preocupante aún resulta, esa opinión al parecer muy generalizada que suele confudir una agresión sexual con un juego erótico consensuado. Una visión de las cosas que la mayoría de las veces parece dejar una preocupante grieta entre lo que se intrepreta como delito y esa sutil pero persistente visión de la mujer como un objeto sexual.
El caso de Linda Loaiza es paradigmático en Venezuela: Con apenas 18 años, Linda fue secuestrada, torturada y abusada sexualmente durante cuatro meses por un desconocido que luego insistió en ser su amante, aunque Linda lo ha negado en reiteradas oportunidades. Cuando finalmente fue rescatada de su cautiverio, Linda enfrentó otro tipo de agresión: la de la opinión pública que la acuso de no sólo haber provocado el ataque, sino de alguna manera, de merecerlo. Durante casi tres años, Linda Loaiza luchó contra un sistema legal indiferente y una cultura machista que no sólo insistió en que responsabilizarla por la violencia que padeció sino además, estigmatizarla por insistir en obtener justicia. Finalmente no llegó a obtenerla: su agresor cumplió seis años de cárcel bajo el cargo de “lesiones gravísimas” y actualmente se encuentra en libertad.
— El caso de Linda es uno entre cientos — responde Julieta cuando se lo comento — en Venezuela, la violación debe demostrarse, lo que somete a la victima a un tipo de presión y violencia casi tan directa y dolorosa como la que sufrió a manos de su agresor. También, los atenuantes para quien perpetra el crimen suelen ser amplios y se aplican con negligencia. Al final, la mujer se encuentra entre la disyuntiva de superar lo que vive u obtener justicia. No es difícil pensar lo que escoje.
Una idea difícil de asimilar, me digo. Y mientras tanto, la cultura de la violación parece continuar su gradual avance: la Publicidad insiste en mostrar a la mujer objeto, accesible y sexualizada, que se muestra como un objeto de disfrute en un mundo de hombres. Noticias y titulares difunden en tono casi burlón agresiones sexuales de enorme gravedad, como si se tratara de un juego malicioso y erótico. Más allá, la idea de la sexualidad parece distorsionarse hacia algo más peligroso y que coloca a la mujer como la victima propiciatoria de un tipo de violencia que muchas veces no puede evitar, sino además es incapaz de entender a cabalidad.
Horas más tarde de mi conversación con Julieta, el tema me sigue preocupando. Mientras camino por una calle de mi ciudad, miro una valla publicitaria donde una bella mujer semidesnuda y tendida en el suelo, mira con adoración y temor a un hombre a su lado, de pie y que le da la espalda. La imagen por si misma parece inofensiva pero en realidad parece esconder algo más turbio: esa noción de la mujer frágil y del hombre dominante que parece preconcebir una relación de poder primitivo y culturalmente aceptable. El origen de probablemente esa noción de la violencia como elemento cultural y más aún, el género como justificación de su existencia.
C’est la vie.
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