sábado, 2 de agosto de 2014

Bosques de Luz y Sombra: el brillo del infinito. Historias de brujería.



Una tarde al mes, mi abuelo invitaba a varios de sus amigos para jugar dominó en el jardín antipático de la casa. Era un grupo variopinto, de ancianos gruñones, dicharacheros y escandalosos, que disfrutaban de esas veladas bajo el robusto árbol de mango de la casa con un incansable ánimo alborozado. Durante mi infancia, me acostumbré a disfrutar de esas singulares tardes, donde el sonido de las piezas de plástico al chocar, las risas estertóreas y los comentarios a gritos creaban una graciosa cacofonía. Me gustaba mirarlos, a lo lejos, ese venerable grupo de personajes extravagantes, que parecian disfrutar de esa intimidad cómoda y sutil de quienes de quienes se conocen desde hace tanto tiempo y tan bien, como para no disimular la simple alegría.

De todos los amigos de mi abuelo, probablemente Hans era mi preferido. Me agradaba muchísimo su voz ronca de barítono, su cabello blanco hirsuto y sus enormes lentes de aumento. También me gustaba escucharle reír, unas estrepitosas carcajadas que retumbaban en el jardin como un eco saludable. Mi abuelo solía decir de él que tenía el buen ánimo de los sobrevivientes. Lo decía con cierto respeto, con una solemnidad que yo no entendía demasiado bien. Para mi, Hans una figura fabulosa, con su oronda barriga y sus andares de titan venido a menos, la sonrisa a medio dibujar bajo el bigote canoso. Siempre sonreía y bromeaba, con su curioso y rico acento, y más de una vez, me asombro que para Hans siempre hubiese un motivo para la alegría. En una ocasión, le pregunté si jamás se sentía triste o cansado. Me miró con una de sus radiantes miradas de halcón envejecido.

- Sí, claro. Pero es mucho más simple sentirse triste que encontrarse feliz - me dijo con esa extraña selección de palabras de quienes aprendieron el castellano no hace demasiado tiempo - la búsqueda de la felicidad hace que debas mirarte con atención y decidir que cosas valen la pena. La tristeza arroja todo al mismo saco.

Una idea asombrosa, pensé con mis impresionables diez años. Cuando se la comenté a mi abuela, ella continuó cortando lentamente las naranjas del desayuno con mano firme. No me respondió de inmediato, como si reflexionara las palabras que acababa de escuchar en silencio. La luz del sol se confundía con el aroma radiante de las naranjas y tuve la sensación que esa mañana tenía una vitalidad deslumbrante, como recién nacida. Pensé de nuevo en Hans y su sonrisa perenne. ¿Era eso a lo que se refería?

- La felicidad es un tránsito de madurez - dijo por último mi abuela - todos ansiamos la felicidad pero no sabemos exactamente en que consiste. O mejor dicho, para cada uno de nosotros, resulta algo distinto y eso es bueno. Hans tiene razón: cada uno de nosotros escoge la felicidad que necesita, merece o sueña. Y más allá de eso, se encuentra nuestra manera de mirar el mundo que nos rodea, de aceptarlo y construirlo con piezas sueltas de nuestro pensamiento.

Era una imagen muy bonita esa: me imaginé ese día radiante como un enorme mosaico a medio terminar, titilando entre los exquisitos tonos de verde del jardín recién nacido y la luz del sol que entraba a raudales por las ventanas abiertas de par de par. ¿Era feliz en ese momento? pensé de subito. Sí, lo era. ¿Que necesitaba además del olor fresco y exquisito de las naranjas, el murmullo del viento entre los árboles, la sonrisa de mi abuela? Con los ojos de la mente, me vi sosteniendo pequeñas piezas fragmentadas de todos los días, de cada pequeña experiencia. Construyendo el mundo a mi medida. Una sonrisa aquí, la página de un libro acá, el olor del cabello de mi mamá por aquí. Un pensamiento diáfano e inocente que pareció brindar una nueva textura a la realidad.

- ¿Por qué abuelo dice que Hans es un sobreviviente? - pregunté de pronto. Recordé la frase como por accidente. Quizás se encontraba por allí, en algún lugar de mis pensamientos, perdida y un poco a la deriva, esperando que yo intentara comprenderla. Mi abuela suspiró y tuve la impresión que una leve expresión de tristeza le arrugaba el rostro.

- Hans vino con tu abuelo desde Europa cuando ambos decidieron huir de la Guerra - me explicó - tu abuelo vivía en España y era muy joven para saber los estragos de guerra. Pero Hans era un poco mayor y vivía en Alemania. Vivió tiempos muy difíciles antes de venir.

Me quedé muy desconcertada. La guerra me parecía algo muy lejano, una idea borrosa que no podía entender muy bien. Recordé a medias lo que había leído en algunos libros: escenas de ciudades destruídas por una fuerza invisible y poderosa. Rostros de hombres y mujeres, marcados por la enfermedad y el terror.  Una visión de pesadilla de un mundo que no podía imaginar. Mi abuelo no solía hablar sobre cómo había sido su vida antes de venir a Venezuela, pero cuando lo hacia, me describía la Isla donde nació (La Palma, en Gran Canarias) como un pequeño remanso de paz empobrecido por los largos años de batallas y sinsabores. La describía con sus grandes ojos oscuros llenos de tristeza, con una melancolía tan antigua como sus más antiguos recuerdos.  Pero lo que había sufrido Hans parecía ser otra cosa, algo mucho más inquietante y aterrador. ¿Cómo podía sonreír? me dije asombrada. ¿Como podía soportar conservar entre sus recuerdos esas visiones de luz y sombra que yo sólo podía imaginar? me recorrió un escalofrío, como si una ráfaga de miedo me dejara sin respiración.

- Si vas a preguntarle sobre eso, hazlo con amor - me recomendó mi abuela - mira a Hans como un hombre que escoge los momentos de su vida que quiere recordar y los que quiere olvidar. Y respeta eso.

Le aseguré que lo haría, aunque dudaba tuviera alguna vez el valor de preguntar a Hans sobre sus recuerdos. Tuve la impresión que sería como abrir la puerta a una parte suya que quizás no quisiera mirar, que estuviera tan escondida que traerla a la luz, le heriría o quizás abriría las viejas heridas que quizás no habían cicatrizado aún. Pero aún así, seguí pensando en su sonrisa, en su ternura, en su risa escandalosa y asombrandome que bajo todo eso, pudiera existir una tristeza tan honda, tan real, tan punzante. La guerra, el dolor de la perdida, las pequeñas piezas de una historia dolorosa perdidas en esa llanura infinita y silenciosa de su espíritu.

En la siguiente ocasión en que los amigos de mi abuelo vinieron de visita, miré a Hans reír y bromear, como si pudiera entenderlo desde otro ángulo. Pero no le pregunté nada. Sentada con un libro entre las rodillas en las raíces del árbol de mango, me conformé con escucharle reír, con disfrutar de sus bromas y chistes, de esa capacidad suya para llenar de alegría cualquier lugar. ¿Quien había sido Hans, antes de convertirse el venerable y solitario anciano que conocía? ¿Como había sido durante su juventud? Le imaginé alto y rubio, con los mismos ojos chispeantes que conservaba en la vejez, mirando el mundo en ruinas. ¿Qué le hace eso al espíritu de un hombre? ¿Que lecciones te brinda? No lo sabía. Somos parte de nuestra historia, la experiencia que nos destruye, nos eleva, nos brinda un lugar en el mundo.

- La experiencia es quizás la mejor forma de aprender - me dijo mi abuela, en una ocasión que le comenté esos extraños pensamientos - en Brujería, se le llama un camino del espíritu. Ese proceso de construir tus propias respuestas, tus ideas, tu sueño, quién serás en el futuro a partir de lo que vives. Es mirar el presente con atención  y encontrar las respuestas a tus preguntas, sólo para formularte muchas otras. Crecer, prosperar en la fertilidad de tu mente.

Pensé en esa imagen muchas veces, sentada en el jardín, mirándome a mi misma como parte de una historia a medio escribir. Me imaginé en el futuro, la mujer que sería y me pregunté que lecciones aprendería en mi deambular por lo cotidiano, por ese amplio camino de conocimiento que esperaba por mi durante la adultez. Me miré con los ojos de mi imaginación, más allá de todo límite, y pensé por primera vez en mi espíritu como una expresión de libertad, carente de todos límites. Bajo el árbol de Mango del jardin de mi abuela, pensé por primera vez en el poder infinito de la convicción de la voluntad, del tiempo y de todas las cosas que construimos a partir de nuestras lágrimas y sonrisas. Las piezas con las cuales construímos el mundo que nos pertenecerá. Una mirada a lo que somos - nuestro reflejo en el espejo de quienes somos - que brinda sentido y forma a nuestra idea más personal.

- ¡Oye! ¿Pero no te salen las palabras por las orejas cuando lees tanto? - la voz de Hans me sorprendió. Se encontraba de pie junto a mi, mirándome con una sonrisa. El olor del tabaco que siempre fumaba lo rodeaba como un hálito y su cabello hirsuto, canoso y ralo parecía rodear su cabeza como un halo. Y sonreía claro, con esa ternura infantil, como recién descubierta. La sonrisa amplia de los buenos momentos que se atesoran, del poder de creer y confiar, desde ese lugar secreto del corazón. Le contemple y me imaginé preguntándole como había sido para él la Guerra, que había visto allí, entre el dolor y la angustia. Como había sido ese largo trayecto desde el sufrimiento hacia esa sonrisa extraordinaria. Pero no lo hice, claro. Reí en voz alta, con la cabeza inclinada, para demostrarle que las palabras seguían en mi cabeza luego de tomarlas de las páginas.

- ¿Lo ves? - bromeé en voz alta - se quedan todas adentro, para soñar.

Reímos juntos. Y la risa fue, como un pájaro que se eleva entre las ramas llameantes de los árboles que escuchan el sol. Pensé entonces que la felicidad y la tristeza son simplemente pequeños matices de ese gran resplandor que es la vida, que es ese diario transitar por los deseos, por los recuerdos, por las palabras que se quedan enredadas entre lo que miramos y decidimos conservar en silencio. ¿Y quienes somos, más allá de esta mirada larga y silenciosa al futuro? ¿De estos pequeños pasos con los cuales avanzamos hacia el origen de todas las cosas? No lo sé, me dije, esa tarde, con una sensación de prodigio y belleza que no entendí muy bien entonces y ahora mismo, no me atrevo a llamar de ningún modo. Pero aún sin saberlo, esa extraña ternura de contemplar lo que somos - y seremos - a través de la esperanza, es quizás una lección que solo aprendemos desde la sonrisa, desde las manos abiertas hacia la luz, desde la sonrisa de un anciano que sonríe en la ternura de la memoria que se atesora.

Un fragmento de una historia que nunca termina de contarse, una imagen a medio construir. Eso somos.

C'es la vie.


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