domingo, 24 de agosto de 2014
De los sueños, la esperanza y otras sonrisas misteriosas. Historias de brujería.
De niña, me gustaba muchísimo la colección de cajitas de madera de mi tatarabuela. Solía entrar en su habitación - aunque me había prohibido entre risas hacerlo - y me quedaba por horas, abriendo y cerrando las cientos de pequeñas cajas de madera que había logrado atesorar durante su larga vida. Las había de todas las formas y diseños: desde muy pequeñas y sencillas hasta las más elaboradas, extraordinarios arcones tapizados con clavos de metal y cobre. Todas me fascinaban: tenía la impresión que cada una de ellas poseía una historia distinta, intrigante y con toda seguridad emocionante, aunque no conocía ninguna. Pero aún así, las imaginaba: con toda claridad, con una radiante profusión de detalles que me divertía y me emocionaba.
- No sé porque te gusta tanto algo tan vulgar - me dijo en una ocasión mi prima M., que era mucho más mundana que yo y que todo el asunto de las cajas de madera le traía sin cuidado. Me encogí de hombros.
- Justamente me gusta por corriente: ¿No te parece misterioso que a alguien le guste coleccionar algo tan simple?
- No, me parece aburrido - soltó una carcajada. Se inclinó sobre el espejo donde se estaba mirando y me dedicó una mirada maliciosa - No le des más vueltas. Sólo son cajas de madera.
Pues bien, a mi no me lo parecía. Muy probablemente se debía a mi imaginación salvaje o al hecho que realmente me resultaba intrigante que Tatarabuela P. dedicara tanto tiempo y cariño a su colección de cajas, pero lo cierto era que todo el tema me parecía enigmático. Solía sentarme entre todas, abriéndolas y cerrándolas, sosteniéndola entre las manos hasta que abuela o cualquiera de mis tias me encontraba y me echaba de allí. Pero siempre volvía. Me preguntaba si había algún motivo oculto por el cual mi tatarabuela, siempre tan pragmática, inteligente y osada, le interesaban tanto esas pequeñitas cajitas que atesoraba con tanto mimo. Era un habito diminuto, de paciencia. Cada una de ellas, tenía un olor y una textura distinta, habían sido compradas en lugares distintos, probablemente en circunstancias todas diferentes. Y por un motivo específico. O así me gustaba imaginarmelo. Me gustaba pensar que cada cajita, llevaba el tesoro de una historia a cuestas.
Tatarabuela casi nunca venía a casa de mi abuela para ocupar su habitación. Era de carácter inquieto y pasaba buena parte de su tiempo viajando. Solía enviarme postales de diferentes ciudades del mundo, que yo conservaba con esa emoción instantánea del curioso. ¿Por qué la había comprado? ¿Cómo había sabido me gustaría? Cuando comenzó a sufrir los inevitables achaques de la vejez, los viajes se hicieron menos frecuente hasta que finalmente se limitó a visitar a sus hermanas en la ciudad de Maracay y regresar a Caracas con cierta frecuencia. Por entonces, yo tenía unos once años y seguía obsesionada con sus casas. De hecho, me obsesionaba todo lo referente a mi tatarabuela.
Para comenzar, era una mujer muy alta, a pesar de su edad y encontrarse muy frágil y ancianita. Llevaba el cabello blanco peinado en un estilo muy corto y elaborado y que yo recuerde, jamás dejó de pintarse los labios de un rojo encendido, un detalle de color insólito en su rostro traslucido. Tenía un porte recio y extrañamente severo que solía asustar a mis primas pero que a mi me parecía soberbio. Caminaba con un bastón de madera y tenía una risa escandalosa que asombraba a mucha gente. Quizás porque no se esperaban que la misma anciana seria y callada que les dedicaba miradas durísimas, podía estallar en carcajadas tan frescas, radiantes. A mi me parecía asombroso, esos pequeños estallidos de júbilo en medio de su tranquilidad un poco desconcertante. Pequeños parpadeos de luz y sombra.
Finalmente, Tatarabuela P. dejó de viajar. Por entonces era casi centenaria, pero continuaba teniendo esa vitalidad suya que solía sorprender a propios y extraños. Se levantaba aún muy temprano por la mañana, preparaba su propio desayuno y disfrutaba de leer y coser buena parte del día. Y claro, seguía coleccionando sus extrañas cajitas de madera. Las pedía por encargo de catálogos de tiendas extranjeras o se las enviaban sus amigos en diferentes partes del mundo. El caso es que ella siguió obsesionada con encontrar siempre cajas más extrañas y bellas y yo con el motivo por el cual lo hacia.
Y como era inevitable que ocurriera, en una ocasión me encontró en su habitación, rodeada de cajitas abiertas y sosteniendo mi favorita entre las manos. Me miró - una de sus durísimas miradas de enfado - y aguardó a que yo me levantara del suelo con torpeza.
- Lo puedo explicar - tartamudeé. Ella aguardo, sus ojos claros brillando de furia.
- Espero que lo hagas.
- Amo tus cajitas, las encuentro irresistibles - confesé con toda sinceridad. No le hablé claro, sobre mis fantasias de tesoros y misterios. No sabía como reaccionaría Tatarabuela, tan firme y feroz, con aquellas fantasias mías. Así que le dije lo obvio, lo simple - me parecen preciosas, tan diferentes todas. Y me intriga que las colecciones.
No dijo nada. Me siguió mirando un par de minutos y luego avanzo, con su paso lento y elegante, hacia su poltrona favorita. Señaló la silla junto a su cama.
- Sientate.
Le obedecí de inmediato y en silencio, aunque su tono no fue agresivo ni mucho menos de regañina. La miré expectante. Ella tomó una de sus cajas - una pequeña, de nacar, con grabados de lis en la tapa - y suspiró.
- Las colecciono porque creo en los secretos.
Vaya, ahora si que no sabía que responder. Me quedé un poco aturdida, muy derecha en la silla. Nunca había esperado que la Tatarabuela me dijera algo semejante. Aguardé, mientras ella acariciaba con la punta de los dedos la cajita, abriendo y cerrando la tapa de la misma manera que yo había hecho tantas veces.
- ¿Los secretos...como los misterios? - murmuré por último. Abuela levantó la vista sobre sus frágiles anteojos de metal y soltó una de sus bellas carcajadas.
- Eres una niña muy rara. Si y no. En realidad amo los secretos que puede contener casi cualquier cosa en el mundo.
- Ah - dije sin admitir que no entendía nada. Ella siguió mirándome.
- No entiendes ¿Verdad?
- No.
- Todos los objetos cuentan historias, niña - dijo entonces - cada una de las cosas que te rodean, tiene algo que contarte si lo sabes escuchar. Desde las más pequeñas e insignificantes, las más bonitas y las más corrientes, todas guardan un significado, pertenecieron a alguien que las amó o las necesitó. Eso me parece interesante.
Esa era una idea sorprendente. Miré a mi alrededor parpadeando, como si de pronto, cada objeto de la habitación despertara de un largo letargo. Paladeé el placer de mirarlos, de disfrutar su belleza. Y de pronto, comencé a pensar en como habían llegado precisamente a esa habitación. ¿Quién había construído la cama con Copete de madera? ¿O la bella biblioteca de la esquina? ¿Por qué alguien había grabado pequeñas rosas en el Somier? Sentí una inmediata sensación de maravilla, como si recién descubriera su existencia. Mi abuela me miró con una expresión maliciosa.
- Ahora sí me entiendes.
- Sí - murmuré - pero...¿Las cajas tienen alguna historia en particular?
Tatarabuela suspiró y cruzo las piernas, en un gesto muy informal que me encantó. Pude imaginarla de joven, con sus pantalones de lino - odiaba usar vestidos - y sus blusas blancas impecables. Sabía que por años había dado clase de Francés en varias Universidades y después, se había dedicado informalmente al dibujo y a la pintura. Y al enviudar - luego de un largo y feliz matrimonio de varias décadas - a viajar. Que también era una forma de soñar y crear, pensé.
- En brujería, se suele decir que las cajas contienen palabras. Había un ritual muy antiguo en Italiana que le confiabas a una caja de madera el secreto de tu corazón y la rodeabas en seda para esperar que se cumpliera. Escuché por primera vez esa historia cuando era una niña pequeña como tu y me cautivó. Me pregunté si todas las cajas podían guardar secretos. Imaginé sus deseos, esas palabras susurradas a la madera. Nunca he podido quitarme de la cabeza esa imagen, esa sensación de prodigio.
Tomó otra de sus cajas. Una muy bonita, de estuco rosado, con formas de plata en la tapa y en la parte inferior. La abrió y acarició su interior aterciopelado con dedos cuidadosos.
- Esta la compré en Roma. La encontré en un pequeño mercado. La habían arrojado en un rincón y estaba anudada con un trozo de tela sucia. Cuando la abrí, encontré en su interior un arete de oro, muy viejo y gastado. Me pregunté donde estaba el segundo. Quien los había llevado. Como los había perdido.
Miré la caja con una sensación de asombro y tristeza. Imaginé a la caja solitaria, perdida en un rincón de alguna tienda destartalada de una Roma luminosa. Cerrada para siempre, quizás guardando el secreto de alguna chica. O quizás una mujer espléndida, que había usado aretes de oro y había sonreído al llevarlos. Tatarabuela sonrío y sacudió la cabeza, como si pudiera escuchar lo que pensaba.
- Cada cosa que amas, es parte de ti. Es parte de lo que asumes es tu mundo, de lo que creas y construyes. Una pieza en un enorme rompecabezas que creas a diario - me dijo - las Brujas coleccionamos momentos, jamás objetos. Pero hay objetos que son momentos. Y momentos que sobreviven a la simple soledad. Eso, también es magia.
- ¿Como la de la Luna? - dije, recordando las dagas y copas que utilizábamos en los rituales y que se heredaban de generación en generación.
- Es la magia de la Luna - dijo Tatarabuela con una sonrisa - llevas palabras, sueños y esperanzas incluso en las cosas más pequeñas. Recuerda, lo que hace la magia está entre tus manos. Lo que sueñas le otorga valor.
Sonreí y ella me regaló una sonrisa. Y tuve la sensación que en medio de esa noche lenta y cálida de una Caracas inolvidable, la magia se hacia más real que nunca. En sus palabras, en esas historias silentes que coleccionaba. En mi emoción al comprender su valor.
De la belleza al asombro: baile de sonrisas.
Para la Tradición de Brujería que practica mi familia, los deseos y aspiraciones se consideran una forma de magia. Forman parte de la voluntad de la bruja y sobre todo, su capacidad para crear y construir el futuro del cual desea disfrutar. Para celebrar la esperanza, y sobre todo, esa capacidad del espíritu humano de mirar cada decisión como una forma de renacer y construir su manera de ver el mundo. Uno de ellos es el siguiente:
Necesitarás:
* Una caja de madera: No importa su tamaño.
* Una hoja de papel.
* Lapiz.
* Un tira de tela.
* Un cuenco para quemar.
*Albahaca.
* Siete hojas de Romero.
Disposición:
Tomas las hojas de romero y distribuyelas a tu alrededor en forma de un circulo en cuyo interior te sentarás. Coloca frente a ti el cuento para quemar y una vez que lo hayas encendido, arroja las hojas de albahaca e invoca de la siguiente manera:
"Invoco el poder de la Tierra que es Mi Madre
Del Sol que crea luz en mi espíritu
Del Agua que recuerda mi nombre
y el agua que escucha mi voz
Para que bendiga cada deseo y cada aspiración
que esta noche formule en su nombre
Así sea"
Ahora toma la hoja de papel y escribe un deseo. Describe de la mejor forma que sepas lo que aspiras para tu futuro: incluye detalles incluso la manera como te sentirás cuando se cumpla. Ahora dobla la hoja de papel en cuatro partes, guárdalo en la caja de madera y luego envuelve la caja con la tela. Sosteniéndola entre las manos, invoca:
"Que mi deseo vuele alto
Que el infinito escuche mi voz
Así sea".
Deja la caja junto a tu ventana durante un ciclo de Luna llena. Ábrela sólo cuando el deseo se haya cumplido.
Con frecuencia, recuerdo esa conversación en el cuarto de mi tatarabuela con la misma sensación de asombro que tuve cuando ocurrió. Y pienso que quizás, los secretos - susurros al viento - no solamente forman parte de los objetos y recuerdos que nos rodean, sino de esa capacidad del espíritu humano de buscar una respuesta - una de las infinitas que pueden existir - a su inquieta e ingenua naturaleza.
C'est la vie.
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