sábado, 16 de agosto de 2014
Del silencio a la belleza: Más allá del paisaje de las estrellas. Historias de brujería.
Cuando tenía unos ocho años, la abuela de mi amiga Flor murió. Era una anciana dulce, de cabello blanco, que llevaba siempre un delantal azul y verde y que no dejaba de sonreír. No podía imaginarla muerta. O tal vez, no tenía mucha idea sobre qué significaba realmente la muerte. Solo sabía que jamás volvería a comer las galletas de vainilla y cacao de la Señora Silvia, que jamás la volvería a escuchar reír o que no me mostraría sus los finos bordados que hacia en la tela de los pañuelos. Imaginé un silencio extraño, blanco, donde la Señora Silvia permanecía de pie, triste y cabizbaja. Una imagen que me asustó y me entristeció a partes iguales. Tal vez por ese motivo, cuando abracé a Flor, que lloraba desconsolada e intentaba explicarme lo que había ocurrido, no quise contarsela.
- ¡Estaba bien y su corazón se paró! - me explicó secándose los ojos con el dorso de la mano - no sé porque sucedió. Yo la quería y ahora está muerta.
Yo tampoco lo sabía. Flor se quedó en mi casa durante unos días y mi abuela nos cuidó a ambas. Mi amiga lloró por horas, se negó a comer y a dormir. Nunca había visto a nadie padecer un dolor semejante y me sentí inutil para consolarla. En realidad no sabía que hacer. O mejor dicho, estaba tan asustada como ella. Porque había comenzado a pensar que si la querida Señora Silvia había muerto, sin que supieramos por qué, sin que el amor que Flor le tenía lo evitara, había muerto, también podría morir la gente que yo amaba. O yo misma. El pensamiento me abrumó, me dejó atontada y después aterrorizada. Comencé a quedarme despierta yo también, escuchando a Flor llorar, con los ojos muy abiertos en la oscuridad. Mi natural insomnio se pobló de imágenes inquietantes: de flores marchitas, cruces de mármol empapadas por la lluvia. Y ese silencio, doloroso, interminable. El silencio que separaba el ahora del futuro, el pasado del temor y el dolor.
Cuando Flor se fue finalmente a su casa, continué preocupada. No me atreví a preguntar a nadie sobre la muerte, de manera que intenté encontrar alguna idea sobre ella en mis libros. Ya por entonces, estaba convencida que toda la sabiduría del mundo estaba contenida en las páginas donde habitaban las palabras y supe que seguramente en ella encontraría lo que necesitaba saber sobre el dolor y la perdida. Pues bien, no lo encontré. O si, pero no fue otra cosa que una mirada nueva a mi propia tristeza y angustia. Encontré exquisitas descripciones sobre el olvido, bellos poemas sobre las lágrimas que te hace derramar la tristeza, larguísimos párrafos sobre el dolor. Pero ¿Que era la muerte? ¿Por qué ocurría? ¿Por qué Abuela Silvia había muerto si Flor la quería? ¿Moriría mi abuela, mi madre, yo misma de la misma manera? El terror se hizo sordo, un rumor inquietante que me acompañaba a todas partes que finalmente no pude disimular y esconder.
- Tengo miedo que mueras - le solté sin más a mi abuela, que cosia en el jardin bajo la sombra del árbol de mango. No encontré una mejor forma de decirselo que quedarme de pie frente a ella, de soltarle mi angustia en una única frase. El terror me inundó completa, me cegó, me abrumó. Y cuando las lágrimas empezaron a brotar, no las contuve - tengo miedo que la muerte te lleve. A todos los que quiero. A ti misma.
Abuela no respondió de inmediato. Siguió cosiendo, con los labios levemente apretados. Luego suspiró, dejó la costura sobre la hierba y me abrió los brazos. Cuando me abrazó, el dolor se hizo insoportable, creció en una fina red de hilos rojos y amarillos que me recorrieron por completo. Lloré con más fuerza, percibiendo el olor a canela de sus cabellos, la albahaca en su ropa. Tuve una nitida sensación de su presencia, de su belleza, de su fuerza. ¿La muerte la acechaba de cerca, como lo había hecho con abuela Silvia? ¿Me la arrebataría un día cualquiera? ¿Me dejaría a solas, hueca, abierta en heridas incurables? Me aferré a ella. Los dedos aferrandose a sus hombros, aterrorizada como jamás lo había estado.
- Hija, mi niña, la muerte es parte de la vida como nuestro nacimiento - murmuró por último. Sacudí la cabeza. escandalizada.
- ¡No lo es! ¡La muerte no trae cosas bonitas ni esperanza, como lo trae un bebé! ¡La muerte es silencio, es un valle que se queda sin árboles! ¡La muerte roba los olores y los colores! ¡No lo soporto!
Seguí llorando y mi abuela me permitió hacerlo. Por último, no hubo más lágrimas. Nos quedamos abrazadas, bajo el sol radiante de ese marzo templado de una Caracas inolvidable. Cuando la miré, tenía una expresión seria, muy impropia en ella. Me pregunté si estaba irritada por mi llanto o asustada por mis palabras. Resultó que no era ninguna de las dos cosas.
- Mi niña, la muerte es un hecho natural, es parte de esta aventura extraordinaria que llamamos vivir - me explicó es voz baja - no hay manera de suavizar su cualidad inevitable, mucho menos de disfrazar el dolor que te produce una perdida. Pero si, es necesario que entiendas, que la muerte es un ciclo, una visión de la fragilidad y también de la fortaleza humana.
No entendí sus palabras. Yo seguía obsesionada con la idea del silencio, de ese fragmento de futuro donde Abuela Silvia no estaría. Pero no supe como explicarlo. No supe como decirle que a pesar de sus bellas palabras, de su poesía y su ternura, la muerte estaba allí, en todas partes. ¡Que desesperación me produjo esa idea! ¡Que angustia tan hiriente saber que todo lo bello del mundo desaparecería sin que pudiera evitarlo! Me quedé en silencio, escuchando el rumor del viento entre las ramas de los árboles, la huella caliente y deliciosa del sol sobre mis mejillas. Todo me pareció enormemente bello y cierto, como si la certeza de la muerte hiciera más brillante la realidad de la vida.
- No quiero sólo recordarte - dije por último. No sabía como explicarle a mi abuela de una manera más clara el dolor que me atormentaba - no quiero solo verte cuando vea tus fotografías o escuche en mi mente tus palabras. Te quiero aquí, siempre. Conmigo.
Pero yo ya sabía, incluso a mi corta edad, que eso no ocurriría. Que el siempre en nuestro mundo espléndido, imperfecto y radiante era muy corto, muy sentido, casi inmediato. El tiempo parecía transcurrir muy pronto, transformarse apenas, como si fuera inevitable mirarse en el espejo de lo infinito para vernos cambiar. Mi abuela me acarició el cabello, con un gesto de profunda ternura, como si pudiera comprender mi dilema de niña, mi sufrimiento adulto.
- No puedes olvidar vivir pensando en la muerte - me susurró entonces - ¿lo entiendes? Sé que quizás ahora mismo no lo comprendas, o te parezca que lo que te digo no abarca, no es suficiente para consolar tu angustia. Pero es lo que debes hacer, la forma como debes mirar el futuro. Debes entender entonces que si la muerte es inevitable y está en todas partes, la vida también. La vida lo es todo, la vida abarca cada cosa, cada idea, cada pensamiento. La vida es una lección extraordinaria, compleja, inevitable. La vida es parte de cada momento que aspiras aprender, que te ocurre, que te hace compnreder que pequeños somos, que grande es nuestra esperanza. Vivir es una empresa para valientes, mi niña. Morir es natural, como vivas es parte de tu libertad para escoger.
No entendí claro, todo lo que me decía. Pero me asombró su ardor, la belleza sus palabras. Su ardor. Me abrumó el brillo de sus ojos, que pudiera decir esas cosas, aún con la conciencia de la muerte. Que no sintiera miedo, que no le produjera angustia la idea de lo que podía ocurrir. Antes bien, parecía vibrante bajo el sol, llena de energia. Las manos calidas acariciandome las mejillas, tan viva, tan hermosa. La abracé otra vez.
- Estas viva ahora - murmuré. Ella rió a carcajadas.
- Lo estoy. Y tu también.
- ¿Y que pasa después? ¿Cuando mueres? ¿O no pasa nada?
- Nadie lo sabe o mejor dicho, nadie consigue ponerse de acuerdo sobre que quisiera ocurriera - dijo mi abuela - hay quienes creen que regresas al lugar que habitabas antes de nacer, esa nada prodigiosa y radiante donde habitan los sueños. Otros que deberás entender como has vivido. Muchos tienen la esperanza de reencontrarse con esa Divinidad que los creó. Por cada pensamiento humano sobre la muerte, hay una idea sobre lo que ocurre después de ella. Una manera de consolar el miedo.
La idea me desconcertó. ¿Nadie en ningún momento de la humanidad había descubierto que ocurría luego de morir? Imaginé tribus y pueblos, llorando a sus muertos al pie de montañas y valles. Devolviendo sus cuerpos a la tierra pero mirando al infinto en espera que se encontraran en un lugar mejor. ¿Por qué nadie había logrado nunca encontrar una respuesta definitiva a un pensamiento que nos pertenecía a todos? Mi abuela me escuchó con una sonrisa.
- Quizás porque cada quien desea creer lo que le haga sentir más tranquilo sobre lo que vendrá - me respondió - Porque aunque para mi la muerte es natural, para mucha gente es un momento insuperable, terrible, de ruptura. Le temen a la muerte por el hecho que les provoca un dolor insuperable. Y una explicación sobre lo que viene después que ocurre, debe siempre restañar las heridas, brindarles tranquilidad y sosiego. Cada quien admira el cielo que le hace sonreír. Y también imagina la trascendencia en el silencio de las cosas que teme perder.
- ¿Como lo imaginas tu?
- Yo creo que soy una criatura natural. Que mi espiritu es energía y mi cuerpo carne, y que ambos volverán al ciclo natural - me respondió - no sé si luego continuaré siendo yo o los elementos que me forman se confundieran con la energia del viento y las estrellas. Quizás si o quizás me haré parte de ese gran pensamiento Universal que no tiene nombre y que me creó por pura belleza. Cómo sea, será un tránsito, un proceso. No hay dolor, tampoco angustia. Simplemente nos transformamos en el origen, volvemos al lugar de donde provenimos. Al hogar perdido.
El pensamiento me estremecio por su belleza, me conmovió tan profundamente que los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez, pero no por tristeza, sino por maravilla. Suspiré, recordando a Flor hablándome sobre Abuela Silvia, llegando al Cielo que imaginaba, donde se reuniría con sus hermanas muertas y el esposo que había perdido tantos años atrás. Un reencuentro feliz. Pero lo imaginé más allá: imagine esa chispa de luz que nos forma, elevándose, creandose, palpitando. Volviendo a una explosión de luz maravillosa, cegadora, donde habíamos nacido. "Eres Bienvenido" diría una voz dulce, que reconoceríamos de inmediato, "Te esperaba hace tanto".
- Incluso si aún no ocurre nada y solo volvemos a la Tierra, aún así, es de inestimable valor estar vivo - continuó mi abuela, como si hablara para sí misma - en Brujería creemos que todo ciclo natural es parte de la construcción de una idea mucho más amplia y Divina del mundo. De manera que vivir, es nuestra ofrenda de belleza a los que vendrán, quienes seremos, los que soñaremos.
- Una encar....- intenté recordar la palabra - Ren....¿Como se dice? ¿Volver otra vez?
- La reencarnación - me corrigió entre risas - sí, es una idea preciosa. Es la noción que somos parte del mundo en muchas maneras, que creamos el camino para tantos otros que vendrán después de nosotros. Un aprendizaje continúo. Una y otra vez, hermanos en el mundo. Un sueño por crear.
Me hizo sonreír la idea. Imaginé un hilo de luz extendiendose a través del mundo, un hilo capaz de contener todas las sonrisas, lágrimas, tristezas y alegrías de todos los que habian existido antes o después. De cada paso que se crea y se construye, de cada mirada hacia el futuro. Un mundo que comienza a nacer y se construye lentamente. ¿Y la muerte? me pregunté de nuevo. La muerte es sólo un paso, quizás. Solo es una transformación. Para elevarnos, me dije mirando hacia el cielo infinito, hacia el polvo de estrellas donde nacimos alguna vez.
Esa noche visité a Flor. Ella continuaba triste y cansada, pero sonrío al verme.
- ¿Como te sientes? - le pregunté. Se encogió de hombros.
- Duele menos. Pero duele.
- ¿Quieres que preparemos galletas? - dije de pronto. Mi abuela, que conversaba con los Padres de Flor, me dedicó una rápida sonrisa, como si entendiera mi intención.
- ¿Como las de Abuela Silvia? - se entusiasmó Flor. Sonreí.
- ¡Sí! y así recordamos como las hacia ella para que no se nos olvide nunca.
- No la olvido, a mi abuela . La llevo aquí - dijo entonces Flor, señalándose el corazón. La entendí.
- Llevala también en lo que te hace feliz - le respondí.
Más tarde, mientras comíamos las galletas recién horneadas, que la madre de Flor y mi abuela nos habían ayudado a cocinar, Flor miró por la ventana. Era una noche fresca y muy clara. Caracas, a la distancia tenía un aspecto vibrante. Por encima de ellas, las estrellas parecían reflejos de su vitalidad.
- ¿Crees en el cielo? - me preguntó de pronto. Miré el cielo espléndido y púrpura, con el sonido del viento enredándose en él. La linea verde del Ávila elevándose muy arriba, pleno de belleza. Y de pronto, sentí una emoción dificil de explicar, mezcla de ternura y asombro. Suspiré, con una sonrisa.
- Creo en la vida y que más allá, seguiremos viviendo - respondí - no sé como, pero creo que cada uno de nosotros, está destinado a soñar.
Flor no me respondió. Mordió su galleta con gesto pensativo. Luego me sonrió.
- Abuela está viva, aquí - como antes se señaló el pecho. Luego levantó el trocito de galleta que aún no se había comido - y aquí. Y en las canciones que me enseñó, y en sus abrazos. Esta viva, porque estoy yo para recordarla.
Una idea preciosa, me dije asombrada. Ambas nos quedamos en silencio, mirando la ventaba abierta. Escuchando el sonido de la calle, palpitando a la distancia rebosante de vitalidad. Y tuve la sensación que la vida era justamente esto, esta belleza diminuta, esta emoción exquisita, que podías disfrutar en silencio. Más tarde, mientras mi abuela me arropaba antes de dormir, la abracé con una sonrisa.
- Todavía tengo miedo que te mueras - le confesé - pero ahora sé que estarás conmigo, incluso cuando no te pueda ver.
Mi abuela me apretó contra su pecho, me acarició el cabello. Escuché el sonido del viento más allá de la ventana. Cantando, recordando tiempos remotos que yo no podía imaginar. Y en el silencio, tuve una sensación de dulzura extraordinaria, como si el tiempo tuviera el sabor de las galletas de Abuela Silivia, de la Albahaca de la ropa de mi abuela y algo más dulce que no podía definir. Mi abuela me besó en la frente y me cubrió con las sábanas. Sus ojos brillaban de una emoción contenida.
- Quizás mi niña, todos somos eternos y no lo sabemos - murmuró - en ti, en mi. En recordar las ausencias y recordar las palabras. Todos vivimos más de una vida. Una y otra vez.
Suspiré. Los párpados tan pesados. Y al filo del sueño, escuché el susurro del cercano jardín despertando en la noche, riendo en voz baja. La vida, me dije antes de quedarme profundamente dormida por primera vez en mucho tiempo, es este pequeño secreto. Una fragmento de belleza en medio de la esperanza.
C'est la vie.
0 comentarios:
Publicar un comentario