jueves, 28 de agosto de 2014
El país y la grieta histórica.
En la panadería donde desayuno la mayoría de las mañanas desde hace diez años, hoy dejó de venderse pan. Un papel colgado en la fachada deja claro la causa: “No hay harina hasta que Dios decida”. Leo el pequeño anuncio con una sensación de dolorosa angustia. El local tiene un aspecto depauperado, desordenado. El mostrador está cubierto de hojas de periódico, la caja cerrada, la acostumbrada vitrina repleta de canillas de pan, vacía. Lo miro todo con una sensación de sorpresa aunque no sé exactamente que me la provoca. Hace más de una semana, que uno de los empleados me explicó que desde hacia más de un mes, no habían encontrado harina, que de hecho, dudaban fueran a encontrarla pronto.
— La escasez está ruda, señorita — me dijo con gesto de preocupación en esa oportunidad. La chica que se ocupa de la charcuteria, había soltado una carcajada al escucharlo.
— No seas dramatico mijo, ya se verá que hacer. Si no es pan, se vende casabe y si no es casabe, Oblea. Pero algo se vende — dijo con buen humor. La miro: se trata de una chica joven y sonriente, no tendrá más de veinte años. Para ella, lo que ocurre en el país no es una novedad, probablemente lo ha venido viviendo durante toda su vida adulta. Y esa idea me inquieta, me hiere. Esta chica, que insiste en que “no es tan grave” lo que ocurre, jamás vio los anaqueles llenos en Venezuela, quizás nunca ha comprado algún producto sin esperar su turno en una larga fila. No recuerda un país previo a este, arrasado y en caos. Para ella, esta Venezuela desordenada y a medio construír, es la única real.
Finalmente, decido regresar a casa. El resto de los clientes de la Panadería deciden quedarse. Alguien pide un café “mientras se pueda, chico” y otro cliente, asegura que “hay que irse vandeando” . Lo cierto es que sólo yo parezco preocupada por lo que ocurre, por ese aspecto árido del local, por el hecho que la escasez comience a afectar incluso las mínimas escenas de mi vida cotidiana. Me pregunto si esa indiferencia, si ese buen humor casi espontáneo del Venezolano de a pie, es parte de los síntomas de la lenta debacle del país o de algo más grave, más duro de asumir.
Un poco después, camino hacia un supermercado a un par de cuadras de donde vivo. De inmediato distingo la fila de personas que atraviesa la cuadra y de hecho, se extiende un centenar de metros más allá. El local aún permanece cerrado, pero el rumor que venderá papel de baño y leche en polvo, hizo que una multitud de posibles compradores aguardaran desde muy temprano a sus puertas. Cuando me acerco, una mujer de inmediato levanta el brazo y me señala hacia el otro extremo de la calle.
— Haga su cola como todos los demás — me indica irritada. No le respondo, sino que continuó caminando. Hay un hombre sentado cómodamente en una silla, otro desayuna de pie con cierta dificultad y un tercero, conversa por teléfono a gritos. Nadie parece especialmente incómodo por encontrarse allí, a pesar de lo temprano de la hora o del hecho que deba hacer fila para comprar un artículo de primera necesidad.
Me detengo junto a la puerta donde un vigilante de uniforme de aspecto adormilado, espera. En la reja del metal que cierra el negocio, hay un letrero colgado donde puede leerse: “Sólo un producto por persona. Haga cola”. Una orden simple, que todos los posibles compradores obedecen de buena gana. De hecho, la multitud parece tener su propio orden y también, su dinámica propia. De vez en cuando se ordena, se extiende un poco más. Los que se agotan la abandonan un momentos, mientras algún benefactor casual guarda el lugar. Y sin embargo, lo que más me asombra, es la resignación, la aceptación tranquila no sólo de la incomodidad sino del método con que parece restringirse en nuestro país algo tan elemental como la compra de alimentos. La pequeña multitud de compradores aguarda casi con una tranquilidad exasperante o que al menos, a mi me parece sorprendente. Cuando le pregunto a uno de los que esperan si no le causa malestar hacer la cola o la orden de cuantos productos puede comprar, se encoje de hombros.
— Claro que me molesta, ¿Pero qué más puede hacer uno? — me responde con toda franqueza — puede ser que sea fastidioso y humillante, pero el hecho es que necesito lo que vengo a comprar. No puedo dejar de hacerlo y esta es la única manera.
Hace unos seis meses, leí un artículo donde un psiquiatra analizaba las fases de la crisis y sobre todo la reacción habitual que podríamos tener para enfrentarlas. Hablaba sobre la “Ilimitada capacidad de resignación” que demuestra la psiquis humana ante situaciones extremas. Mientras miro la larga fila — que aumenta en tamaño y en número a media que avanza la mañana — pienso hasta que punto esta década y media de profunda inestabilidad económica y política ha construido toda una nueva visión sobre el país, sobre los derechos y deberes ciudadanos. Y es que la esa noción sobre la interpretación de lo que vivimos que se enfrenta a una idea más primitiva de lo que ocurre, parece ser la grieta que ha hecho que el Venezolano termine acostumbrándose a lo impensable. O al menos a lo que creyó inaceptable décadas atrás.
El fenómeno parece extenderse a todos los ámbitos de la vida común. Las largas colas, la necesidad de asumir la escasez como parte de la vida cotidiana, la intricada red de precauciones que se toman para evitar ser victima de la crítica situación de inseguridad, parecen demostrar que el Venezolano asumió la crisis coyuntural que padece el país como un hecho con el cual debe lidiar, antes que oponerse. No sólo se trata de la transformación de la vida común en un interminable proceso de adaptación a una situación anómala sino al hecho, que el ciudadano parece asumir las intricadas aristas de la crisis como inevitables e incluso, cotidianas. Eso al menos, es lo que me explica mi amiga Flor, cuando me habla de la manera como la crisis ha trastornado su rutina diaria hasta transformarla en otra cosa.
— Primero está el tema de la inseguridad, es imposible dejar de pensar sobre eso, a cualquiera hora y en cualquier lugar — me dice, mientras conduce por la autopista. Lo hace mirando ansiosamente por el retrovisor, asegurándose que ningún motorizado se acerque demasiado al automóvil. Flor fue asaltada hace un par de semanas y el delincuente motorizado le apuntó con el arma a la cabeza por varios minutos. La experiencia la dejó agotada y por supuesto, traumatizada — así que organizas todo lo que haces y todo lo que necesitas hacer sobre dos supuestos: lo que es peligroso y lo que no lo es tanto. Es la única manera de sobrevivirle a Caracas.
Me habla del horario que elaboró — y cumple de manera muy estricta — para evitar que llegar más allá de las nueve de la noche a al lugar donde vive, una Urbanización a las afueras de Caracas. Toma una serie de precauciones antes de llegar: se asegura no sólo que nadie esté siguiéndola — su zona tiene una altísimo índice de secuestros — sino que además, no haya nadie de aspecto “sospechoso” rondando en los alrededores de su edificio antes de entrar. En una oportunidad, me cuenta que le llevó casi una hora decidirse a abrir la reja de seguridad de su estacionamiento, aterrorizada ante un hombre de aspecto amenazante que permanecía de pie en la solitaria acera.
— Finalmente, el tipo estaba esperando taxi. Cuando lo vi subirse, me eché a llorar y a reír, aún dando vueltas por la calle, sin atreverme a entrar — me cuenta — así vivimos todos. Esa es la Caracas a la que sobrevivimos.
Su historia no es la única y mucho menos la más insólita: hay cientos de graduaciones distintas en los hábitos extravagantes, torpes y casi siempre inútiles que el Venezolano adoptó para soportar la crisis a todos los niveles que padece el país y que parece profundizarse ante esa mirada inerme y un poco indiferente del que la sufre. En todas las ocasiones, quien te explica sobre su nueva manera de afrontar la vida cotidiana, se justifica como mejor puede, intenta explicar el motivo por el cual intenta y casi siempre logra normalizar una situación que le desborda y que la mayoría de las veces no puede controlar. Como Gonzalo (no es su nombre real), paciente de diabetes tipo II y que debe lidiar con la escasez de insumos médicos que sufre el país con enorme dificultad.
— Cada vez me lleva mayor esfuerzo conseguir la insulina. Y es uno de los pocos medicamentos que no puede sustituirse por ningún otro, o al menos no en mi caso — me explica. Gonzalo sufre de diabetes desde hace doce años y su condición se ha deteriorado progresivamente. Hace dos meses, sufrió una gravísima descompensación de insulina que lo llevó a estar recluido más de dos semanas en una clínica privada. Con un Seguro de cobertura parcial que le obligó a detener el tratamiento antes de lo necesario y la grave escasez de medicamentos, no se ha recuperado del todo del severo cuadro médico.
Lo preocupante del desabastecimiento y la crisis sanitaria en Venezuela es que la solución no parece ser cercana y mucho menos sencillas. Las asignaciones de divisas para el rubro sanitario se han disminuido a una tercera parte y los largos procesos burocráticos para la asignación de dolares, hacen casi imposible que los inventarios puedan reponerse. La escasez de fármacos es especialmente crítica en lo que respecta a tratamientos para la hipertensión y diabetes, así como en antirretrovirales, anticancerígenos y antibióticos, lo cual expone a toda una serie de consecuencias médicas y sanitarias a quizás a los grupos más vulnerables a nivel sanitario y que dependen casi de manera total del abastecimiento gubernamental. «El gobierno de Nicolás Maduro debe unos 4.000 millones de dólares a los suministradores internacionales de fármacos. Importamos el 60% de las medicinas, pero cada vez hay menos medicinas en Venezuela. La salud del país está en un estado agónico», declaró hace un mes a ABC el cirujano William Barriento, diputado en la Asamblea Nacional por el partido Un Nuevo Tiempo.
Gonzalo me cuenta que la búsqueda de la insulina se ha convertido en una rutina peligrosamente inexacta y la mayoría de las veces infructuosa en su vida cotidiana. Cuando el suministro del Seguro Social falla — lo que ocurre cada vez con mayor frecuencia desde hace dos o tres meses — su familia y su esposa dedican días enteros a recorrer establecimientos, clínicas y hospitales en busca de la dosis necesarias. Cuando no logran conseguirla — cosa que viene ocurriendo con mucha frecuencia — la solución inmediata es importarla desde Colombia, gracias a una red de bienintencionados que consiguen enviar de mano en mano la medicina hasta Caracas. No obstante, el riesgo de que no pueda encontrar alguno de los medicamentos que necesita es cada vez mayor y real.
— La mayoría de los fármacos que debo tomar obligatoriamente no se encuentran en inventario de las farmacias, así que cuando logró encontrarlos, compro todos los que puedo — me explica con cansancio — La pastilla anticoagulante dejó de encontrarse hace un par de semanas. Mientras que el Glucofage XR de 500 mg desapareció de cualquier centro médico hace más de medio año.
Me cuenta que toda la familia colabora en la búsqueda e incluso los amigos y vecinos. En una organizada red de información, todos llevan una cronología más o menos precisa de donde encontraron por última vez el medicamento y en que precio. También, la esposa de Gonzalo se ocupa personalmente de organizar pequeños grupos de ayuda para pacientes en condiciones parecidas a las de Gonzalo: entre todos, han logrado solventar la escasez pero sin embargo, continúan temiendo que ocurrirá después, preocupados por las posibles consecuencias de lo que puede pasar si la crisis de insumos se agrava.
— ¿No has pensado en reclamar? ¿En manifestar tu descontento de alguna manera? — le pregunto. No puedo evitar hacerlo, aunque sé cual será la respuesta y no me sorprende la mirada exhausta, casi furiosa que me dedica.
— ¿A quién se le reclama en este país? — me dice — ¿A quién te diriges? ¿Quién es el responsable o se hace responsable de lo que sucede? Podría morir mientras intento hacerme escuchar y de hecho, lo que posiblemente ocurra es que me llamen “contrarevolucionario”. No tiene sentido el esfuerzo si de entrada sabes que no habrá resultado.
Y aunque sé que es cierto, que Venezuela se ha convertido en un entramado enorme que sostiene con esfuerzo un sistema burocrático e ineficaz, me abruma y me preocupa la manera como hemos aceptado sus consecuencias, la simple resignación que todos padecemos en mayor o menor grado. Un síntoma de no sólo una sociedad agobiada por todas las innumerables implicaciones que una crisis como la que padecemos produce, sino de la normalización de lo absurdo y lo caótico dentro de lo que consideramos habitual.
Unas cuantas horas después, regreso al Supermercado donde esperaba la larga fila de buscadores. Me sorprende que un grupo aguarda aún. Sentados en la acera, comparten un par de botellas de cerveza y conversan en voz alta. El mismo vigilante de rostro somnoliento espera y grita de vez en cuando “Sólo un paquete por persona, acuérdense” aunque nadie parece escucharlo. O mejor dicho, nadie necesita le recuerden la condición. Cuando la fila avanza un par de pasos, alguien ríe en voz alta “Casi llegamos al infierno y seguro encontramos que se acabó el fuego”. Una risa alborozada, infantil se extiende entre el pequeño grupo y es justamente esas carcajadas — o mejor dicho, esa despreocupación — lo que más me preocupa, me aflige y me atormenta.
¿Quienes somos los sobrevivientes a esta crisis coyuntural que sufre el país? ¿Que percepción tenemos sobre nuestros deberes y derechos? ¿Cual es una nuestra perspectiva sobre lo que ocurre o a lo que tendremos que enfrentarnos cuando la crisis aumente, como es previsible o incluso, simplemente se mantenga en la misma proporción? No tengo respuesta para ninguna de preguntas y quizás no tenerla, sea la fuente de mi mayor preocupación.
C’est la vie.
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