martes, 19 de agosto de 2014

Érase una vez: una historia a partir de un sueño. La fotografía, el lenguaje que lucha contra el olvido.




La primera vez que fotografié tenía diez años. Lo hice con una cámara Kodak desechable. Las manos me temblaban de puro nerviosismo y cuando escuché el sonoro “click” imaginé que el mundo se detenía por un momento: como si algo trascendental y extraordinario acabara de ocurrir. Pero seguí allí, desde luego, una niña pálida y pecosa, mirando la calle con los ojos muy abiertos. Aún así, yo sabía que lo que acababa de vivir era un momento irrepetible. Lo vi muy claro en mi mente: un instante capturado para siempre entre el plástico y el cristal de la cámara. Una imagen que sería mía porque yo había escogido tenerla, capturarla, crearla, conservarla.

No lo pensé en términos tan complejos, claro. Pero quizás no era necesario. Porque fotografiar es algo mucho más complejo, sensorial y potente que un pensamiento. Es una idea, es un sueño. Es el mundo entre tus dedos. Permanecí allí, con la cámara apretada entre las manos y me pregunté a donde había ido la imagen, que habría captado en ella. Miré las luces y los resplandores de ese primer atardecer que soñé conservar y sentí un tipo de emoción nueva, que no recordaba haber experimentado antes. Y es que fotografiar, es una decisión, un fragmento de tiempo que te permite comprender al infinito. Una fotografía es tu mirada que contiene que a otras tantas. Una fotografía es un sentimiento perdurable.

Seguí fotografiando. De hecho, pasé mi adolescencia haciéndolo. Fotografié todos los días, en cada oportunidad que pude. Fotografié para consolarme, para sonreír, para secarme las lágrimas, para escribir en imágenes lo que no podía con palabras. Fotografié todo lo que pude, por curiosidad, por asombro, por tristeza. Por todas las razones y ninguna. Fotografié desde esa adolescencia transparente y torpe de quien desea crear. De esa frescura e inocencia del que busca una manera de comprenderse. Fotografié cada espacio de mi vida, cada parte de mi rostro. Cada fragmento de mi historia. Y seguí haciéndolo, porque la magia nunca deja de cautivarte, desconcertante, construir nuevas formas de soñar.

En una ocasión, uno de mis profesores del colegio me preguntó por qué fotografiaba. Tenía catorce años y fotografiar era una parte importantísima de mi mundo, un reflejo de mi opiniones, probablemente el mejor reflejo de cualquiera de ellas. Me había encontrado acurrucada en el suelo, intentando captar un curioso juego de luces y sombras en uno de los viejos salones del edificio. Un hilo de luz caía sobre la grieta de una pared y parecía fragmentarse, crear cientos de formas distintas que me cautivaron. Había mirado por horas ese pequeño espectáculo, imaginando como captarlo, como arrebatarlo al tiempo, conservarlo para siempre en imágenes. El profesor me escuchó perplejo cuando traté de explicárselo.

— Fotografío porque es mi manera de comprender el mundo. Porque entiendo lo que me rodea a través de lo que fotografío. Es como mirar mi mente, en papel y en luz — le expliqué por último, frustrada. Sacudí la cabeza: lo que había dicho no podía explicar esa necesidad enorme de construir la realidad a través de imágenes que tanto disfrutaba y necesitaba. El profesor, que enseñaba biología con un desgano casi distraído, parpadeó asombrado por mi entusiasmo.

— Sigue fotografiando, entonces — me dijo entonces — y disfrútalo siempre como hoy.

He recordado esa frase, tan sencilla y casi banal, muchas veces a través de los años. La he recordado cada vez que levanto la cámara, miro por el visor. Porque el hoy para la fotografía es eterno, existe en todas partes y a la vez. Cuando el mundo cambia. Cuando el mundo se detiene. Lo recordé en esa escalofriante primera ocasión en que fotografié mi rostro y no me reconocí. Una imagen desconcertante de una niña mujer que podría ser cualquier persona pero era yo. Eternizada en la luz y la sombra. No me reconocí quizás, porque jamás me miré con tanta atención, jamás me sorprendió tanto como en esa imagen fugitiva, mi propia y diminuta individualidad. Y de nuevo la fotografía me enseñó una lección, me mostró un rostro nuevo del mundo. Solo que en esta ocasión, era el mio.

Y es que la fotografía nunca deja de conmoverte, de intimidarte. Es un largo camino que recorres, casi con dificultad. Las manos te tiemblan un poco cuando sostienes la cámara, nunca deja de ocurrir. Miras lo que te rodea con los ojos muy abiertos y desconcertados. Tanto para crear y construir. Esa soledad irrevocable de contemplar el mundo para encontrar su lenguaje, para asumirlo como propio, para aspirar a algo más trascendental que el instante que culmina, que el presente que recuerdas. Un documento que capte la belleza y la haga trascendental.

La fotografía son decisiones. Decides siempre al momento de elaborar algo intimo a partir de la imagen que creas. Tomas la decisión de captar un instante, de construir con la imagen algo más a partir del hoy y del ahora. Decides, con un poder inigualable y privado la imagen que será parte del tiempo, que contará historias. Entonces, ocurre ese prodigio diminuto. El corazón latiendo muy rápido. Ocurre el click. Un sonido que llena el mundo, tu mundo, que define, que enaltece, que le otorga sentido a lo que hasta entonces no tenía.

Nace una imagen. Nace una voz. La tuya. Nace un mundo.

Un oficio sin nombre. Una labor de amor. Una profesión que nace del deseo de crear. Que forma parte de tu mente y de tu espíritu. Una pasión que llevas entre los dedos, en las habitaciones incontables de la imaginación. Porque nunca dejas de fotografiar, sostengas o no la cámara entre las manos. Llevas la fotografía a todas partes, es parte de tu mirada. Ni tu mismo sabes por qué lo haces. Solo que hay una devoción irreprimible por coleccionar instantes. Necesitas atrapar el tiempo una, cien veces, solo sientes que debes perseguir las imágenes, traerlas a tu mente, coleccionarlas, cazarlas con la habilidad de quien persigue un sueño. Sabes que lo necesitas y aunque no sepas porque, lo haces. La cámara es el refugio, el cómplice, la voz de tu conciencia, la manera de hablar, la risa contenida, la lágrima secreta. Y la imagen es la historia que se cuenta, la privada, la personal, la que habita en la mente, la que le da sentido y sustancia a lo que necesitas decir, a lo que creas. Entre ambas cosas, esta el deseo, irrevocable, irresistible, de encontrar una manera de crear, un lenguaje que expresar, una historia que contar. Porque son historias ¿No es así? La tuya y la mía, la de la calle que eternizas, la del cielo tan azul, la montaña silenciosa, el grito de angustia, el rostro esquivo entre velos, la sonrisa, la mirada, y el amor. Y son tantas, tan interminables, tan infinitas, tan duras, tan hermosas, que a veces tienes la sensación que nunca será suficiente todas las fotografías para hablar de cada una de ellas, para traerlas a ese mundo de lo eterno, de lo que vive en sombras y luz. El recuerdo que se eterniza, la pasión que nace, el deseo que se crea.

La primera vez que alguien me preguntó si era fotógrafa, no supe que responder. Recuerdo que el pensamiento me desconcertó. Nunca creí que ese hábito tan profundo y arraigado en mi vida debiera tener un nombre, ser algo más que mi manera de expresarme. Por mucho tiempo, me pregunté que me hacía fotógrafa, de serlo. ¿La necesidad de fotografiar? ¿Esa insistencia mía en construir un lenguaje privado a través de las imágenes que captaba? Me lo cuestioné fotografiando las calles de la Ciudad donde nací, tratando de comprender mi amor por ella, mezclado con el miedo que también me produce. Me hice la misma pregunta frente al espejo, intentando reconocer mi rostro otra vez. El de la mujer que se hizo adulta imagen tras imagen, en una búsqueda incesante de significado. ¿Qué me hace querer continuar fotografiando? ¿Que trato de encontrar en cada nueva imagen? No lo sé. Pero deseo seguir haciéndolo. Cada día de mi vida, en todos los años que necesite para comprender — quizás nunca lo logre — lo que hace indispensable y querido este mundo en imágenes.

Fotografío en la búsqueda, respondiéndome mis preguntas, avanzando hacia ese lugar de mi misma tan profundo y personal que resulta doloroso. Lo hago con ímpetu, sin cesar. Fotografío a la deriva, en los días en que todo parece carecer de sentido. Fotografío por placer, por deseo, por rabia, por infinita desesperación, por insoportable pasión, buscando la belleza, sanandote, creándote a diario. Porque lo deseo. Y que deseo tan fuerte es ese! Nunca más será igual un paisaje, un rostro, un rayo de sol, el perfil de una sombra cuando decides robarlo a lo cotidiano y conservarlo! Porque fotografías para conferir importancia, como diría Sontag, o tal vez para contar un secreto de un secreto, como dirían Arbus, pero al final de todo, la fotografía es una necesidad. Siempre insatisfecha, siempre ha medio construir, siempre creciendo, abriéndose en todas direcciones a través de lo que te rodea, del mundo que palpita radiante a tu alrededor, que cambia, que habla, que guarda silencio, que parece caerse a trozos. Porque la fotografía se crea así misma, es un aprendizaje inacabado, interminable, un camino que nunca termina de construirse al completo. Y es tan extraordinario que sea así! que cada día haya algo nuevo que descubrir, que soñar, que esperar detrás del lente de la cámara. Una manera de hablar en imágenes que nunca termina, una creación del día a día, de comprender el poder de esta vocación que es pasión, que es furia, que es belleza, que es soñar, que es agradecer.

De vez en cuando miro mis fotografías y me reconozco en ellas. Es algo extraordinario cuando ocurre. Ese pequeño fragmento de luz fugitivo, la linea de blanco y negro que parece reconstruir el espacio. El rostro borroso que flota ingrávido en imaginación. Y siento esa emoción de niña, la de siempre, la que me provocará cada día, el privilegio de sostener la cámara, de contar mi propia historia a través de ella. Es entonces cuando sonrío, cuando lloro, cuando todos los recuerdos de una vida detrás del lente, parecen tan importante, tan íntimos y preciados. Cientos de historias que construyen mi forma de soñar, creer y confiar. Una pasión que me enseñó que la vida es un prodigio cotidiano, a veces sutil, en ocasiones discreto pero irrevocable. Que somos estudiantes, aprendiendo a través de la sabiduría de la imagen. Que somos como niños, cada día, aspirando a mirar.

Y mientras exista un fotógrafo que pueda sonreír después del click, que cierre los ojos y tome una bocanada de aire de satisfacción al mirar la imagen, que se arrodille para captar el último instante de la tarde o levante la cámara para captar el primer rayo luz del día, la fotografía será siempre niña, siempre una nueva palabra que decir, un nuevo sueño que llevar a cabo. En imágenes, en fe y sobre todo, en pasión.

C’est la vie.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola,
Disfruté leer tus palabras sobre la fotografía. Hasta hoy, no había podido encarnar lo que significa fotografiar. Con lo que describes me anima a hacerlo. Parece que fotografiar es algo divino y casi sobre humano. Pero cuando describes "...escribir en imagenes lo que no podía en palabras". Así lo siento, soy malo para escribir. Pero para ver imagenes, que si las veo todos los días. Casi lo sentí y lo percibí: "Porque nunca dejas de fotografíar, sostengas o no la cámara entre tus manos". Y la frase: "Por todas las razones y ninguna". Será un texto que lo releere no se cuantas veces por todas las sensaciones que describes. En verdad. GRACIAS! Los 10 minutos que tomé para leerte hizo cambiar algo en mí. Encontré la aguja en el pajar (twitter).

pantarhei dijo...

Hola Aglaia! Quisiera tu opinion: Deseo adquirir mi primera camara reflex y cuento con dos cupos cadivi >.<, he revisado por amazon y las camaras mas accesibles son la Canon eos rebel t3, la Pentax k-x y Nikon d3100. El uso que le dare en principio sera fotografia de conciertos y bueno explorar como fotografa aficionada :)
Gracias!

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