Private Moon Project: Leonid Tishkov |
El valle brilla en el primer rayo de sol: un resplandor amarillo que crece, se ensancha, como una explosión cegadora. Y yo estoy allí, en mitad del pequeño portento, con los brazos abiertos, para recibirlo. El olor de la hierba fresca me rodea, el sonido de los árboles se hace cada vez más dulce, al ritmo del viento. El calor del sol me rodea, me envuelve. Una sensación de prodigio, de encontrarme envuelta en ese resplandor ígneo. Por un instante, soy solo luz. El olor de las hojas al caer, el leve susurro de la tierra viva, que me recorre. Soy sólo una hija de la Tierra y el sol.
Desperté sobresaltada. Había tenido el mismo sueño durante semanas. Con frecuencia lo recordaba a medias: el olor de la hierba verde y jugosa bajo mis pies, la sensación del sol dorado quemándome las mejillas, pero no mucho más. Me pregunté si tenía algún significado o sólo se trataba de una manera en que mi mente trataba de brindarme algún consuelo. Por entonces, atravesaba quizás uno de los momentos más extraños de mi vida y sin duda, uno de los más dolorosa.
Me mude a mi pequeño apartamento de soltera a los veintiún años. Lo hice unos meses después de la muerte de mi abuela y quizás por ese motivo, tuve la inquietante sensación que mi vida comenzaba a partir de un silencio quebradizo y helado. Recuerdo borrosamente esos primeros días en que intenté brindar alguna calidez a las paredes vacías, a la habitaciones calladas y oscuras, sin lograrlo. Porque había algo definitivamente impersonal en un lugar donde no me reconocía, tan utilitario y anónimo, tan diferente a la casa donde había crecido. Más de una vez, me quedé sentada en mitad de la oscuridad, con el insomnio a cuestas, mirando a mi alrededor con una sensación de amargo sobresalto. Era como haber perdido todos los elementos reconocibles de mi vida, cada idea que podía brindar sentido y sustancia a quien era. Me encontraba sola, mucho más de lo que nunca había estado. Tierra arrasada en mi memoria.
Mi tia E. me miró con preocupación la primera vez que me visitó pero no dijo nada. Puso sobre la improvisada mesa de madera que hacia las veces de comedor y escritorio, la pequeña caja de madera que había traído con ella.
- Tienes mal aspecto - dijo. Sin disimulo ni redondeos, me gustaba eso de ella - ¿Que te ocurre?
Apreté los labios. No sabía como explicarle esta soledad joven, cansada, profundamente dolorosa. La soledad de la ausencia de mi abuela, de la niñez y primeros años de mi adolescencia, perdidos para siempre. El silencio de mi nueva vida, la sensación que la adultez era una rápida sucesión de escenas incomprensibles. Tenía la sensación que mi vida avanzaba a la deriva, entre tropezones y pequeños sacudones al azar. Señalé la caja de madera.
- ¿Un regalo misterioso? - le pregunté. No, realmente no quería hablar sobre mis lágrimas solitarias, sobre esa sensación de perdida que me acompañaba a todas partes. Mi tia espero, con los brazos cruzados y una expresión severa en el rostro - No lo sé, tia. Quizás sólo estoy agotada. Han ocurrido muchísimas cosas muy rápido.
Era verdad: en menos de tres meses, había recibido mi diploma de abogada y había comenzado a trabajar en un exclusivo bufete de mi ciudad. De pronto, mi vida había dado un vuelco del que apenas me recuperaba y que me dejó indefensa, un poco confusa para comprenderlo a cabalidad. Los años libres e inocentes de la universidad habían acabado y con ellos, mis tímidas aspiraciones como escritora y fotógrafa. La realidad era esta, me dije más de una vez, con los dientes apretados de angustia. Trabajar y hacerme mayor. Los tiempos de magia habían acabado.
- Ya veo ¿Y por eso tienes esa expresión de angustia tan anciana? - dijo mi tia, con esa simplicidad suya que podìa resultar tan hiriente. Me encogí de hombros, con la irritación coloreandome las mejillas.
- ¿Que esperabas? Ya soy una mujer hecha y derecha, se acabaron los dias de sueños.
Mi tia no contestó, aunque noté que mis palabras le desconcertaron. Se acercó a la mesa y ordenó con mano firme el desorden de hojas y cuadernos. Luego me puso en las manos los numerosos platos y vasos sucios que se acumulaban en los rincones.
- Anda a fregar los trastos - me ordenó. Solté un queja en voz baja - ¡Ahora!
Le obedecí, con una sensación de malestar que no sabía muy bien a que atribuir. Desde la cocina, la escuché caminar de un lado a otro del apartamento. Cuando volví al salón, lo encontré ordenado y limpio. La dichosa caja de madera ahora ocupaba el lugar de honor en la mesa limpia. Miré a mi tia impaciente.
- ¿Me vas a decir que es eso? - pregunté.
- Tierra - respondió Tia, como si tal cosa. Parpadeé.
- ¿Tierra?
- Sí, Tierra. Normal, oscura, con grumos. Con buen olor. Tierra.
- ¿Para qué...? ¿Que significa eso?
Me acerqué a la mesa para abrir la caja. En efecto, se trataba de un puñado de tierra, de color oscuro y un olor muy fresco. La toqué con un gesto cuidadoso. Tuve un inmediato recuerdo de mi infancia: una niña descalza que corría bajo la lluvia. La niña reía a todo pulmón, saltando con las palmas de las manos vueltas hacia el cielo. La niña que era yo misma. Cerré la caja y la dejé de nuevo sobre la mesa.
- ¿Y que se supone que debo hacer con ella? - dije de malos modos. Pero tía no se inmutó. Se enfundó en su sueter de pana verde, que había conocido mejores épocas, sin mirarme. Me pregunté si me había escuchado incluso. Cuando me miró, sonreía.
- Tu sabrás.
Esa noche, soñé de nuevo con el valle radiante. La sensación era muy clara: los pies hundidos en la Tierra firme, los brazos levantados hacia el sol. Desperté sobresaltada, con una extraña sensación de asombro que no entendía muy bien. En la oscuridad, miré las sombras de mi habitación, intentando comprender que podía significar el sueño. Quizás no significaba nada, me dije enfurecida, cubriendome la cabeza con la almohada. Quizás era una escena anónima, una de tantas que acumula la mente sin que sepamos la razón. ¿Qué otra cosa podía ser?
- Ah sí que la tia te visitó - dijo mi prima M. unos días después, mirando la caja de madera. Me encogí de hombros.
- Y la dejó allí con todo su aire de misterio - le comenté. M. soltó una de sus alegres carcajadas.
- Que insoportable esa tia, de verdad. Y mira, yo tan impertinente, te traje otra cosa para que le hiciera compañía a la caja.
Dejó sobre la mesa un pequeño paquete de lino crudo malcosido. Tenía una forma alargada y delgada. Lo tomé entre las manos, desconcertada.
- ¿Y...?
- Abrelo.
Velas. Cuatro hermosas velas de un purísimo color azul. Ya sabía por donde venía la cosa. Le extendí el paquete, con un gesto irritado.
- Basta de esta necedad. Ya soy una mujer para rituales y esas cosas - le reclamé. Pero M. se limitó a mirarme, divertida. Dejé el paquete en la mesa con un gesto brusco - ¿Que se supone que debo hacer? ¿Cantar a la luna desnuda para sentirme mejor?
- Suele resultar.
- Escucha, yo...
- No, escucha tu - me dijo M. de pronto muy seria - el dolor es real, es duro, es hermoso, es fuerte. El dolor existe y es parte de la vida. El dolor es profundo, inquieto. Pero tu manera de afrontarlo es lo que hace la diferencia. Asi que deja de quejarte y no me devuelvas la velas con esa expresión tuya de mujer adulta.
Nos quedamos en silencio, con un tenso silencio entre ambas. Tomé las velas y las coloqué junto a la casa. Me encogí de hombros.
- Eso no quiere decir que vaya a hacer nada - le insistí - la brujería y todo eso de la identidad de bruja, fue hermoso mientras era una niña...mientras...pero...
- Mientras la abuela estuvo viva, quieres decir.
Me mordí el labio. La rabia me subió a las mejillas, pero contuve la respuesta malsonante que de inmediato se me ocurrió. Apreté las manos, herida y cansada.
- Si, cuando ella estaba viva - admití por último. M. suspiró.
- Entonces ella muere y tu manera de recordarla es olvidando todo lo que te enseñó...Que curioso.
- No es eso.
- ¿Entonces que es?
- No lo entenderías.
- No seas cobarde.
M. se levantó con un gesto brusco. Ahora ella también parecía muy disgustada, con la ira brillante muy cerca de la superficie. Levanté las manos, cansada y afligida.
- ¿Que quieres que haga?
- No lo sé. Tu sabrás.
No, no lo sabía. Me pasé días caminando a ciegas por la apartamento solitario. Comiendo a solas frente a la ventana, mirando a Caracas dormida a mis pies. Despertando a media noche, atormentada por el brillo de un sol extraordinario que no sabia de donde provenía. No toque la caja ni las velas. Pero tampoco las escondí o las aparté. En lugar de eso, me senté en silencio mirando ambas cosas con el ceño fruncido, los dedos apretados sobre las rodillas. ¿Que ocurre en mi mente, en mi espíritu? ¿Que hay más allá de este silencio?
- ¿Con un valle radiante? - me preguntó tia L. un poco desconcertada. Tomé un sorbo de café.
- Lo sueño a diario y no sé que significa - admití - si es que significa algo. Pero es tan real, tan poderosa la sensación.
Tia L. me miró en silencio. Nos encontrábamos en su estudio, rodeada de sus pequeñas esculturas de mujeres sin rostro. Había algo inquietante y bello, en esas figuras de arcilla quemada, con los brazos alzados a un cielo invisible, el cuerpo rotundo, el cabello cayendoles por la espalda. Las contemplé con una rara sensación de reconocimiento que no supe a que atribuir.
- Tal vez necesitas mirarte con más atención - dijo tia - últimamente pareces perdida, tropezando con tus ideas con una facilidad preocupante.
Me encogí de hombros. No tenía porque explicarle la soledad que me atormentaba, la sensación que mi vida avanzaba a trompicones hacia un futuro que no era el mio, que no comprendía bien. Sentí lágrimas al fondo de mis ojos, las contuve. Me obligué a recuperar el control de mis emociones. Casi no lo logré.
- ¿Sigues escribiendo o fotografiando? - me preguntó mi tia de pronto. La miré sobresaltada.
- No, tengo mucho trabajo - le expliqué - en el bufete...
Me quedé sin palabras. Tia me observó un rato, como si intentara comprenderme a fuerza de silencio. Por último se levantó y tomó una de sus mujeres de arcilla. Le pasó un paño seco, la pulió levemente. Me la extendió.
- Toma.
- ¿Qué...? Pero... - la tomé con dedos temblorosos. Durante muchos años había querido una de esas exquisitas tallas de arcilla, pero Tia se había negado con las más curiosas excusas. Me había insistido que aún era muy niña para "mirarlas". Y una vez me había acusado de ser muy atolondrada "para asumir su poder". ¿Por qué me la obsequiaba hoy?
- Tu sabrás que hacer con ella.
Llueve. La lluvia azul y radiante de esta Caracas furiosa. De pie frente a la mesa, observo la caja, las velas y la mujer, con los brazos alzados en la oscuridad. Había estado soñando con el campo radiante, con el valle de mis esperanzas. Y esta vez, cuando desperté, las sombras se llenaron del resplandor de los rayos y centellas. Temblorosa, cansada, caminé por la casa a oscuras, con las manos extendidas. Los labios apretados de dolor. Las lágrimas sofocandote. Necesito mi voz, necesito mi nombre. ¿Donde estoy? ¿Donde me he perdido?
Hundo los dedos en la Tierra de la caja. Su calidez me envuelve, su olor primaveral, sano se confunde con el de la lluvia. La arrojo en el suelo de mi departamento, creo un circulo con ella. Afuera, la lluvia grita y gime, se eleva en ráfagas radiantes. La Tierra a mi alrededor parece palpitar, de tan viva entre mis dedos. Cuando enciendo las velas, lloro a gritos, el cuerpo sacudido por los sollozos. Pero que libertad, que sensación de prodigio. Lloro con las manos apretadas contra el pecho entre la luz titilante. ¡Necesito paz! ¡Necesito el poder de comprenderme! ¡De mirarme! ¿A donde voy? ¿Que deseo?
La mujer de arcilla baila entre las sombras. Los brazos extendidos al cielo. Como los mios. La lluvia arrecia en la montaña, la lluvia con color a recuerdos, a deseos. La lluvia de la esperanza. Lloro a gritos pero rio a carcajadas. Soy el poder de mi propia imaginación, las puertas abiertas de mis deseos. Soy mi propio nombre, soy la mujer que renace.
Soy la bruja que recordó como soñar.
De la vida y el dolor: Un resplandor de esperanza.
Para la Tradición de brujería que practica mi familia, la esperanza es una forma de creación, una manera de asumir riegos y nuevas expectativas a través de nuestra voluntad. Con frecuencia, se realizan rituales de Luna creciente para celebrar los nuevos comienzos y brindar sentido a la nuevas metas y deseos. Uno de ellos es el siguiente:
Necesitarás:
* Un poco de Tierra.
* Cuatro velas azules.
* Un objeto que represente para ti un recuerdo hermoso.
Disposición:
Crea con la tierra suelta un circulo en cuyo interior te sentarás. Coloca las velas en forma de tríangulo frente a ti y enciendelas mientras invocas:
"En Nombre de la Diosa y el Dios
Invoco el poder de la noche y las Estrellas
Del viento que canta
Del agua que recuerda
Del Sol que brilla
De la Luna que consuela
Del fuego que redime
y La tierra Que sonríe
Así sea"
Mi tia me dedica una de sus misteriosas sonrisas. Me tomo un sorbo de su exquisito té de hierbas. El silencio entre ambas es fresco, cálido, con olor a primavera.
- ¿Que ocurrió con la Tierra? - pregunta. La luz del sol brilla a través de la Ventana, la ciudad reluce y palpita a la distancia. Y yo suspiro, en luz, en paz, en belleza. En simple tranquilidad.
- Supe que hacer con ella.
Así sea.
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