Una vez, le pregunté a mi tia E. si no temía envejecer. Lo hice mientras la miraba cepillar su largo cabello gris frente al espejo. Su reflejo me sonrío con ternura.
- ¿Debería darme miedo mi niña?
- A mi me lo va a dar seguramente.
Tenía doce años. Las canas y las arrugas me parecían un destino lejano, extrañamente inquietante. Quizás se debía a que crecí en una familia donde las mujeres se arrugan y encanecen con una rara tranquilidad y entusiasmo. Pues bien, yo no entendía eso. Hija de una generación donde los defectos de la edad suponían un defecto antes que una virtud, la idea me provocaba sobresalto. No podía imaginarme a mi misma envejeciendo, perdiendo la lozanía de la juventud. Me pregunté por qué a mi tia no le afectaba la idea.
- ¿Qué te asusta de envejecer?
- Pues...cambiar supongo - comenté. No tenía muy claro el motivo de mis temores, así que pensé en la idea. Pensé en la fragilidad de tatarabuela P., que había dejado de viajar cuando el cansancio de los años comenzó a pesarle sobre los hombros. Pensé en las jaquecas de mi abuela, en el hecho que había perdido parte de su celebrada agilidad con los años. De manera que concluí que lo que me provocaba el miedo era la debilidad, un cambio lento y doloroso hacia cierta angustia existencial. Mi tia me escuchó, trezandose el cabello con dedos hábiles y luego, maquillándose con su habitual frugalidad: los labios color rosa, un poco de rimmel para las pestañas abundantes. Cuando me miró, se veía reposada y espléndida. Una madurez floral.
- Cambiar es una constante en la vida de todo ser vivo. Te transformas y construyes tu camino desde el mismo día en que naces - me contestó - somos parte de un ciclo extraordinario, inevitable y muy rápido que forma parte de lo que se considera natural.
- Pero el cambio que sufro ahora me hace más fuerte, más alta, más... - quise decir "bonita" pero la verdad, no pensaba en esos términos sobre mi. Por entonces, era muy delgada, con las rodillas huesudas, el cabello muy rizado y abundante, las mejillas llenas de pecas. Mi gran aspiración es que las décadas venideras me obsequiaran belleza, o quizás, simplemente una mirada más amable con respecto a mi misma. Me encogí de hombros - quiero ser la mujer con la que sueño, la que miro en mi mente al imaginarme de adulta. Es muy distinto...
Me callé de nuevo. No quería herirla. No quería hablarle sobre lo mucho que me había impresionado sus fotografías de juventud: había sido una chica delgada, esbelta y extraordinaria, con una mata de cabello castaño rojizo cayendole sobre los hombros, un rostro perfecto y aterciopelado. No quería explicarle mi pequeño dolor al imaginar sus pequeños dolores y molestias, el hecho de encontrarse al mismo borde de esa fragilidad física que yo temía tanto.
- La vejez sólo es un ciclo en tu vida,de la misma manera como lo es la plena juventud, o la madurez serena - dijo mi tia - Y tiene sus encantos, sus secretos, sus promesas y sus satisfacciones, igual que cualquier otro momento que disfrutarás a medida que crezcas.
La contemplé en silencio. Tia se había convertido con los años en una mujer madura aún muy bella y sobre todo sabía. Solía decir que había aprendido de sus errores y sus buenas decisiones, que había crecido como un árbol robusto, a medida que había encontrado el secreto de echar raíces firmes en la tierra fértil de sus ideas. Además, era una mujer que disfrutaba de un temperamento apacible, firme y reposado, una profunda visión del mundo. No obstante, sabía también, que había perdido a su querido esposo siendo aún joven y que el dolor la había hecho callada y reservada. Aún así, era una madre extraordinaria, divertida e imaginativa. Mis primas eran niñas felices y llenas de vida. De pronto, me pareció un camino inarbarcable, las incontables experiencias que forman una vida, que brindan sentido y belleza a cada una de nuestras vivencias. Esa enorme mirada a quienes somos y quienes seremos que parecían parte de cada uno de nuestros pasos privados.
- ¿Como te miras ahora mismo? - le pregunté. En realidad, lo que quería preguntar era ¿Lamentas alguna cosa? Pero no lo hice. Me parecía un cuestionamiento durísimo y fuera de lugar. Y sin embargo, era la pregunta que me atormentaba, que me hacia mirar con cierta preocupación los años por venir, mis propias transformaciones fisicas y mentales. ¿Habría un momento de paz en ese lento e inexorable procesos de crecer, madurar y luego envejecer? ¿Llegábamos a mirarnos, como parte de un todo de ideas, planteamientos y nociones que brindarían sentido a cada lágrima y a cada sonrisa? Mi tia suspiro, de pie junto a la enorme ventana de su habitación. El sonido de la ciudad entraba a raudales, confundido entre la preciosa luz de una mañana de septiembre de una Caracas que añoro. Mi tia pareció un poco desconcertada por mi pregunta, pero luego sonrío. Una sonrisa diminuta, impregnada de ternura y cierta nostalgia.
- Me miro como una pieza en un mecanismo interior muy poderoso y firme. Me miro como una idea que se construye a diario, una historia que se escribe poco a poco, con cuidado. Llena de tachaduras, pequeñas enmiendas, grandes frases inspiradas. Algunas secas y muy precisas - ladeó la cabeza, miró hacia el perfil de la ciudad - me veo como la conclusión de todos mis pequeños dolores, y también, la celebración de mis victorias. Me veo como una visión mucho más amplia de la mujer joven que fui y también, un simbolo de cada momento amargo, doloroso y significativo. Me veo como un reflejo de lo bueno y lo angustioso. De cada sueño y vivencia. Me veo como una luchadora, una sobreviviente. Y también como una mujer feliz, que se mira así misma con amabilidad y quizás un poco de endulgencia.
Los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque no supe por qué. Ella también tenía los ojos húmedos cuando me abrazó con fuerza. El olor a albahaca de su cabello me rodeó, me recordó las tardes de infancia en que me leía cuentos, en que me preparaba mis galletas favoritos. Ah, me dije, con una pequeña carcajada que casi parecía un sollozo. Yo también tengo recuerdos que atesorar. A pesar de mi rostro pálido, de mi cuerpo joven, yo también tengo pequeñas piezas de dulzura y belleza que comienzo a atesorar.
- Hace mucho tiempo, mi madre me contó que las brujas celebraban las primeras arrugas en su piel con un ritual de bienvenida a la sabiduría - me dijo un poco más tarde, sentadas juntas en su diminuta cocina - Que ese día, en que comprendían que el Invierno de la vida había llegado a su espíritu, iban durante Luna Llena al bosque llevando un vestido blanco y las manos llenas de semillas. Y las arrojaban al aire, bailando y cantando a la luna, para recordar que cada ciclo es fecundo, que cada palabra, cada pensamiento y cada sueño, es fértil para crecer y hacerse fuerte. Una manera de asumir que incluso recorriendo la debilidad física y las primeras señales de la edad, aún hay mucho que contar en tu vida, en tu manera de crear.
Lo imaginé muy claro: La mujer hermosa de cabello largo y canoso, bailando en la oscuridad, los brazos extendidos hacia el cielo, el rostro sereno iluminado por el resplandor plateado. Y danza la bruja, danza la sabia, danza la Hija de la Luna en la Oscuridad, con los manos llenas de sueños y el corazón, lleno de esperanza y bondad.
- Un nuevo comienzo - le dije a mi tia, con una amplia sonrisa. Ella me hizo un guiño cariñoso.
- Una nueva forma de soñar.
Danza a los pétalos perdidos, los sueños que se alzan y flotan en la oscuridad.
En la tradición de brujería que practica mi familia, las canas y las arrugas se consideran huellas de conocimiento, celebraciones de la sabiduría espiritual que nos brinda cada paso de nuestras vidas. Con frecuencia, se llevan a cabo rituales para celebrar el don de la sabiduría y el poder de crear que nos otorga el paso de los años. Uno de ellos es el siguiente:
Necesitarás:
* Un puñado de pétalos de la flor de tu preferencia.
* Incienso de Azahar.
* Siete Hojas de Laurel.
Disposición:
La noche de Luna Llena, abre la ventana y escucha los sonidos que te rodean, lo que brindan sentido a tu vida cotidiana, los que forman parte de tu vida. Toma las hojas de Laurel y forma un circulo en cuyo interior permanecerás de pie, con los pétalos de flor entre las manos. Ahora, empieza a bailar. Si lo deseas, acompaña el ritual con la música de tu preferencia: Baila como alegría, con entusiasmo, arroja los pétalos de las flores a tu alrededor. Ríe con alegria, sacude tu cuerpo con energía y placer. Y recuerda, cada momento hermoso, cada momento dulce y quizás agrio, que te hizo ser quien eres, que construye lentamente tu identidad como parte de una aspiración de esperanza mucho más amplia que tu misma. Disfruta de esa libertad de crear en tu imaginación una imagen vivida de quien eres y quien serás.
Luego, come y bebe algo como celebración al ritual que acabas de llevar a cabo.
Me miro en el espejo. Descubro algunas canas en cabello, unas pequeñas arrugas en las comisuras de los labios. Y sonrío, satisfecha, poderosa, conmovida. Porque soy la imagen de mis sueños, soy la mujer que aspira a crear y que más allá de todo, también a levantar las manos para agradecer, cada enseñanza y cada experiencia que le brindan sentido a su identidad.
C'est la vie.
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