martes, 26 de agosto de 2014
Todos los rostros de una pequeña alegría.
Como tantos otros lectores, leí por primera vez “Rayuela” siendo una niña, casi una adolescente. Y como a tantos otros, me deslumbró su misterio, la osadía de su prosa, la belleza simbólica de sus personajes. Desde entonces y para siempre Julio Cortazar forma parte de mis metáforas personales, de la manera como paladeo y disfruto la lectura e incluso, como miro el mundo. Porque Cortazar, al menos en las habitaciones de mi mente con paredes cubiertas de libros, es una voz iniciática, un simbolo de lo que deseo y aspiro. En mi pequeño mundo privado, Cortazar es un dios menor.
Recuerdo esa primera lectura de Rayuela como un enigma, un sobresalto, un sueño. No entendía lo que leía y quizás por ese motivo, continúe leyendo, seguí recorriendo el enrevesado camino de la prosa de Cortazar en busca de respuestas. No siempre las encontré. Lo que sí hallé, una y otra vez, en cada página y en cada palabra, fue devoción, fue esa necesidad de comprender la escritura, el prodigio de leer y contar historias como un privilegio. Para quien lee, para quien sueña, para quien escribe, para quién crea. Una mirada profunda, dolorosa e inquieta a esa identidad frágil del espíritu humano. El lugar donde habitan los sueños, donde nos miramos como niños, en la ingenuidad del que descubre el poder de crear.
Decía Andrés Neuman que Cortazar — sus libros, su peso, su ideario — es un fenómeno adolescente. Y que puede ocurrir a cualquier edad. Porque Cortazar, profundamente juvenil e inocente siempre, a medio recordar, reconstruido cientos de veces en la imaginación, es una visión de la juventud eterna, de ese retazo de tiempo que no envejece jamás y que de hecho, es parte del imaginario fértil de la literatura que se asume como originaria. El lector que se re descubre así mismo a través de la lectura, que se asume como parte de la historia, que la recorre junto al autor con una sonrisa de asombro.
Quizás por ese motivo, de vez en cuando tengo la impresión que Horacio Oliveira, siempre existió en mi mente. Que hubo un Horacio que recorrió mi mente en silencio, a tropezones, hasta que lo encontré de nuevo al leer la primera página de Rayuela. Recuerdo tan claro esa primera lectura, que la imagen incluso parece irreal, obra de mi entusiasmo o mi imaginación. Me encontraba en un salón vacío del colegio de Monjas donde me eduqué, con el libro en las rodillas. Era una edición barata, fea y remendada que había encontrado en una librería de segunda mano, cuando en Caracas abundaban esas viejas tiendas de maravillas, de pequeños milagros al alcance de la mano. No sabía de qué se trataba el libro, tampoco lo había escuchado nombrar antes. Pero sabía que era mio, sabía que me pertenecía. Sabía que había existido para mi desde mucho antes que lo recordara y que cuando leyera su primera línea, encontraría una historia que ya había escuchado y amado mucho antes. Abrí el libro. Acaricié la primera página. La recorrí despacio, como si escuchara los mecanismos en su interior comenzado a funcionar. Los personajes murmurando entre mis dedos “¿Me leerás? ¿Vendrás por nosotros”. Una sonrisa infantil, el olor de la tarde cristalina. Los dedos acariciando la página. Y luego, leí. Con los labios temblorosos, como si recitara una vieja oración a medio recordar:
“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo de la Rue De Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz y ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts…”
Maravillada, avancé entre los recuerdos de Horacio, en los mios, en los de cientos de lectores que se habían quedado para siempre en las páginas de Rayuela. Porque de eso trata este pequeño secreto ¿verdad? de encontrar una y otra vez el secreto de lo propio en la historia de otro. Porque Rayuela es multiple, es cien veces lo mínimo, las pequeñas grietas de lo que cuenta, las cien historias que nacen de ella, lo evidente, lo doloroso, lo escondido, lo sutil, lo claro, lo directo. Lo que se atesora. Todo y eso y más fue Rayuela para mi, mientras la historia crecía en mis manos, se hacia enorme, abarcaba el mundo. Cada vez más laberíntica, elevandose en vertical para mostrarme una nueva forma de mirar, de comprender mi nombre, mi reflejo, las calles abiertas, la luz del sol radiante, el olor de la tierra. Rayuela, entre mis manos, los dedos de la niña maravilla. Rayuela en la adolescente que la releyó con cierto sobresalto, sin saber si volvería a encontrar ese prodigio silente. Rayuela en la mujer, que lee en voz altas las líneas preferidas, que encuentra el amor en un ciclope, que se llama así misma la Maga. Que nace y crece como una flor, que nace en un sueño, en un jardín de palabras.
Me llamé a mi misma Cronopio por años. No recuerdo muy bien cuando lo hice por primera vez. O quizás siempre fue un Cronopio, a punto de nacer, brotando lentamente de la tierra. Una pequeña criatura vulnerable, mirándose desde un espejo de puro asombro. Una palabra desconocida para describir un sentimiento nuevo. Porque fui Cronopio desde la primera vez que sonreí en verde, que me miré desigual e incompleta, en contra, siempre contra la corriente. Gritando mi nombre al viento, avanzando con dificultad por el valle escarpado de crear y creer. Un Cronopio sin duda, que nació incluso antes de inventarse, que se concibió así mismo por obra y gracia de la página de un cuento, de un mundo de palabras.
Y crecí, como un jardin, leyendo de nuevo a Rayuela, redescubriendola siempre. Cortazar inevitable, Cortazar para el recuerdo. Quizás ese sea la mayor aspiración que pueda tener escritor alguno sin duda: formar parte de la sustancia del que sueña, acompañar las pequeñas imágenes del dolor y alegría del lector devoto. Ser parte del bosque de símbolos y metáforas que le acompara de por vida. Tal como insistía Neuman, sin duda Cortazar es el simbolo del adolescente eternizado en esa fragilidad de la primera lágrima y la primera sonrisa. En un amor apasionado de una Uruguaya perdida en París, de un Horacio misterioso y cansado, de piezas que lentamente arman una nueva historia. El privilegio de los que sonríen al escribir quizás o de los que leen , para crear, para aspirar, para tener esperanza.
Somos Cronopios en la imaginación de otro. Somos pequeños fragmentos de un poema que no termina que escribirse. Entre un modelo para armar que apenas se recuerda y una breve emoción atrapadas entre letras. Ya lo decía el Cronopio mayor, para que no quedara dura de ese elemento originario, ambivalente, que nace en todas partes:
No es fácil ser cronopio. Lo sé por razones profundas, por haber tratado de serlo a lo largo de mi vida; conozco los fracasos, las renuncias y las traiciones. Ser fama o esperanza es simple, basta con dejarse ir y la vida hace el resto. Ser cronopio es contrapelo, contraluz, contranovela, contradanza, contratodo, contrabajo, contrafagote, contra y recontra cada día contra cada cosa que los demás aceptan y que tiene fuerza de ley. Y ser cronopio es difícil e intermitente, igualmente difícil es representar a los cronopios, dibujarlos o esculpirlos. Muy pocas veces he visto imágenes ante las cuales se pudiera decir: “Buenas salenas, cronopio cronopio”. El club (el de Estocolmo) me envió hace mucho los dibujos de un niño llamado Miguel; ese niño había visto, estaba del lado de ellos. Y cuando Pablo Neruda fue a Estocolmo para recibir el premio Nobel, el club le regaló un cronopio de felpa roja que Pablo guardó con amor y celebró en un mensaje que ya he citado en otra parte pero que repetiré aquí: ¡Cronopios de todos los países, uníos! Contra los tontos, los dogmáticos, los siniestros, los amarillos, los acurrucados, los implacables, los microbios. ¡Cronopios! ¡De frente, marchen!
Y es que Cortazar, es Cortazar. Un escritor devorado por sus personajes, convertido en uno de ellos. Cortazar el enamorado de París, el torpe romántico que es tan Horacio como la Maga, entre el puente y la enterna enseñación. O Cortazar, escritor inspirado, creando y desdibujando los límites de lo literarario para aspirar a algo más, para ensamblar la realidad en fragmentos únicos, siempre completamente nuevos. El Cortazar sin edad, el Cortazar recién nacido, el Cortazar de los dedos abiertos para asumir su simplicidad. El clásico, el escritor. El de la fotografía a medias tintas. El símbolo, el trovador, el Cortazar que se construye a piezas. En todos ellos, el mismo fervor. Mirar el punto como es para luego crearlo otra vez ¿No ese el sentido de todo? Podría preguntarse Cortazar mientras Rayuela avanza, definitiva y concreta, mientras se hace cada vez más dulce, más hermosa, más dolorosa, más incomprensible. El contra escritor de la contranovela.
Y vuela Cortazar, ilimitado, irredimible. Cortazar que es un nombre sin nombre, una página sin página. Cortazar que forma parte de no sólo la adolescencia eterna, sino de la niñez perpetua y de la adultez que se mira con benevolencia. Cortazar niño, Cortazar hombre. Siempre entre palabras. Y la Rayuela abierta sobre el suelo, en una París de ensueño, en la mente del lector, en la imaginación de quien admira, en todas las pequeñas cosas que Rayuela es y no es. Así de pequeño y así de simple.
La niña que fui cierra el libro. El corazón le late tan rápido que le lleva esfuerzos respirar. Sonríe, como lo hará al abrirlo de nuevo, como sonreirá siempre al saberse marcada por el nombre de la belleza, con el nombre de los jardines en Flor y de las pequeñas epopeyas. Cronopio, desde la palabra y bautizada por Cortazar. La voz que se eleva, libre e infinita, como un pájaro en el viento.
Rayuela, quizás para siempre.
Gracias, Cronopio nuestro, por el amor y la locura. Por cientos de veces Rayuela y la que vendrán.
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