sábado, 20 de septiembre de 2014
Sueños de sonrisas y asombro. Historias de brujería.
Mi amiga Flor solía preguntarme con frecuencia como era "la Varita magica" de mi abuela. Lo hacia con toda la candidez de sus diez años y muy convencida que si mi abuela se llamaba así misma bruja, debía también coincidir con la imagen mental que tenía sobre la brujería. Una muy vaga por cierto, basada en su mayor parte en los cuentos de Hadas que solíamos leer y los temores de su madre. De manera que cada cierto tiempo, Flor insistía sobre el tema: la cuestión parecía causarle temor y curiosidad a partes iguales.
- Pero ¿Qué es una varita mágica? - le pregunté en una ocasión, un poco harta de explicarle que en casa no había nada parecido a lo que ella describía como una rama de árbol con misteriosos y portentosos atributos. Ella me miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera terminar de creer que yo pudiera preguntarle semejante cosa.
- Pues las brujas y magos las utilizan para embrujar - me respondió, con esa certidumbre extraordinaria que todos disfrutamos en la niñez - es una cosa de madera que te permite hacer grandes cosas.
La imagen me fascinó. Imaginé una palito de madera de Olmo - como la biblioteca de mi abuela, mi favorita - con sus vetas naturales alargadas y elegantes, resplandeciendo radiante, imbuida de una energía extraordinaria que no sabía bien de donde podía proceder. La vara flotaba en la oscuridad, como suspendida por voluntad propia y a su alrededor, los objetos de la habitación en la que imaginaba podía encontrarse, vibraban con vida propia. Un hilo de luz purísima pendía de ella, dibujando arcos radiantes en el aire. Parpadeé, asombrada por la imagen.
- ¿Y tu dices que las brujas tienen algo así?
- Eso lo dicen todos los cuentos. Y mi mamá también. Ella siempre dice que la varita mágica es una casa ten...tenegrosa.
Yo no sabía que era tenegrosa, pero supuse que se trataba de algo tan portentoso como lo que yo había imaginado. Mi abuela no pensó lo mismo cuando se le conté. Me escuchó en silencio, sin sonreír, con las manos hábiles espolvoreando la azúcar molida sobre las galletas de Avena de la tarde.
- ¿Me vas a mostrar tu varita mágica? - me entusiasmé - ¿Podré volar con ella? ¿Que cosa hacen además de brillar? ¿Podré tener una yo?
Mi abuela no respondió, lo que era extraño. Por lo general, se divertía con mis preguntas y era una de las pocas personas de la familia que no me consideraba impertinente - y a veces irritante - por hacerlas. Siguió preparando las galletas, medio inclinada sobre el mesón de la cocina. Añadió a cada una pequeñitos trozos de chocolate y luego, una diminuta cereza. Miré todo impaciente, preguntándome si tendría que preguntar de nuevo todo lo anterior o esperar que se decidiera a hablar. Al final, decidí aguardar, quizás porque la expresión de su cara no me gustó o porque había algo tenso en su silencio, que me amedrentó un poco. Además, me dije, abuela siempre me escuchaba. A pesar de que yo era una niña pequeña y ella una señora alta de cabello cobrizo de aspecto extrañamente severo, siempre tenía una sonrisa para mi, una mirada divertida. Mis primas solían decir que yo era su favorita. A mi me gustaba pensar que tal vez lo era.
La miré mientras colocaba las galletas en el horno de la cocina: era un artefacto muy viejo, de metal negro que hacia ruidos curiosos al funcionar. Cerró la portezuela con un gesto lento y se secó las manos sobre el delantal. Muchos años después, sabría que era su manera de ordenar sus pensamientos, de encontrar la frase justa para responder a esa inquieta niña de diez años que fui alguna vez.
- La palabra que utilizó la mamá de Flor es "tenebrosa" - dijo por último. Me gustó el sonido de la palabra: tenía cierto aire elegante y me pregunté que podría describir - es una manera de decir que nuestras creencias o lo que ella cree lo son, son un poco misteriosas, oscuras e incluso peligrosas.
Me sobresalté. No entendí muy bien que quería decir mi abuela, pero de pronto, la imagen de la bella varita radiante flotando en la oscuridad, tomó otro sentido: la oscuridad púrpura y sedosa de la noche se hizo densa, irrespirable. Y la Varita ya no tenía un aspecto bello, sino que era una rama retorcida y un poco inquietante. Apreté las manos sobre las rodillas, entre sorprendida y desconcertada.
- ¿Y por qué dice eso la mamá de Flor?
- Porque lo cree así, mi niña.
Sacudí la cabeza, asombrada y sin saber que decir. La mamá de Flor era una señora alta, delgada y nerviosa que jamás sonreía. Cuando iba a buscar a Flor al colegio, me saludaba muy rápidamente y luego se llevaba a Flor tomada de la mano, sin mirarme de nuevo, como si tuviera mucha prisa por irse. De hecho, la mamá de Flor parecía siempre estar muy cansada y preocupada. Miraba la calle con los ojos entrecerrados y conducía con las manos apretadas sobre la rueda del volante con fuerza. Flor solía decirme que su mamá siempre estaba un poco "inquieta" y preocupada por ella.
- Debe ser por lo de mi hermano ¿No? - me dijo en una ocasión en que su madre le prohibió ir al parque con el resto de la clase de primer grado. Me encogí de hombros, intentando parecer despreocupada, pero sabía que Flor tenía razón. La idea me produjo un escalofrío.
El hermano de Flor había muerto cuando ella era aún un bebé de meses. Se había caído de la escalera y se había roto la cabeza, o así me había dicho Flor a su manera directa y simple, de manera que yo sabía muy poco sobre aquel niño desconocido. En las ocasiones en que había ido a la casa de Flor, había mirado con atención sus fotografías: Un chico de unos doce años, de sonrisa desdentada y el cabello hirsuto cayéndole sobre la frente. Parecía feliz, aunque supuse que todos parecemos felices en la fotografía. Esa imagen sin edad, atemporal, me producía un poco de miedo. Me pregunté en más de una ocasión si el hermano de Flor habría imaginado que las fotografías de su niñez se harían más viejas de lo que él sería jamás. Un pensamiento inquietante y complejo que nunca supe expresar con claridad.
Lo cierto era que la mamá de Flor era una mujer temerosa, así la describía todo el mundo. Tal vez se debía a la muerte de su hijo o al hecho que el mundo le producía un inexplicable miedo, siempre estaba tensa, silenciosa, a punto de estallar. Pensandolo así, me dije mientras el olor de las galletas comenzaba a llenar la cocina, no era muy extraño que considerara nuestras creencias "tenebrosas". Quizás imaginaba a todo el mundo de esa manera.
- Es posible, el sufrimiento produce desconfianza, nos hace vulnerables a nuestro temor - comentó mi abuela cuando le comenté lo anterior - la mamá de Flor tiene miedo de volver a sentir un dolor tan terrible, o quizás, aún lo siente tan claro que no sepa mirar el mundo sino a través de los ojos entrecerrados.
- ¿Como es eso? - me extrañé. Mi abuela suspiro, sentada en su silla favorita de la cocina, revolviendo una taza de té de manzana.
- Cuando nacemos, tenemos los ojos muy abiertos y asombrados, miramos el mundo queriendo disfrutar de cada detalle, de todo lo que nos produce alegría e incluso miedo - me explicó - pero a medida que crecemos, entrecerramos los ojos. Miramos entre las rendijas, un poco temorosos de sentir dolor, angustia, que nos pueda herir de nuevo lo que nos produjo angustia. Como si el brillo del mundo fuera excesivo, casi doloroso.
Recordé la manera como me cubría el rostro en las mañanas, cuando la luz era tan radiante y limpia que me lastimaba los ojos. Era un dolor bonito, vivo. Pero quizás, para la mamá de Flor, era un dolor extraño, duro, triste. Imaginé como sería mirar el mundo entre las rendijas de los dedos, de temer siempre el sufrimiento del sol. La idea me produjo escalofrios y me dejó una amarga sensación de tristeza.
- Como si siempre todo fuera menos brillante de lo que es - dije en voz baja. Mi abuela, me dedicó con una de sus largas miradas apreciativas.
- Me preguntaste de las Varitas mágicas, ¿no? - preguntó de pronto. Casi había olvidado el tema. Asentí, de nuevo interesada. No obstante, la conversación sobre la mamá de Flor me había dejado un poco melancólica - Te voy a enseñar como puedes hacer una. Pero para hacerlo, tendrás que prometerme algo.
- ¿Qué? - pregunté curiosa. La campanilla del Horno me sobresaltó y me enfurecí en silencio, esperando que mi abuela sacara la nueva fuente de galletas, las envolviera en un pedazo de lana limpio y las dejara en la ventana, enfriandose en la brisa del Ávila verde. Cuando se sentó a mi lado en la mesa, bullía de impaciencia.
- Tienes que prometer le regalarás tu varita a la mamá de Flor.
Me desinflé. Imaginé a la mamá de Flor, con su mirada dura y sus manos heladas, recibiendo una vara de Madera. Una muy parecida a la que temía tanto y que llamaba Tenegrosa. Imaginé como frunciría los labios, con el rostro pálido y tenso. Miré a mi abuela con el ceño fruncido.
- Abuela, pero ¿para qué? La mamá de Flor no le gustará...
No solo se tratara que no le gustara. La mamá de Flor tenía una opinión sobre nuestras creencias, como las llamaba mi abuela, muy dura y severa. Recordé su casa, tan ordenada, tan bonita, tan limpia. No podía imaginar que allí tuviera lugar una rama de árbol o algo semejante, algo tan simple como primitivo. No supe como completar la frase.
- No te importa si le gusta o no. Prometelo.
- Te lo prometo - dije con desgano. Mi abuela sonrío, con esa sonrisa radiante suya que terminaba haciendome sonreír a mi también.
- Te enseñaré como hacer una varita mágica.
El jardin de mi abuela me encantaba. Era desordenado, un poco descuidado, con maleza crecida por todas partes, árboles de ramas muy altas y verdes, un rosal en la muralla derecha y un perro precioso llamado Capitán. Pero a mi me encantaba. Tenía un aspecto salvaje, radiante que yo suponía debía tener todo jardín. Pero también era antipático. Tenía piedrecitas colocadas en lugares misteriosos, desniveles de terreno y a veces tenia la impresión que usaba todos sus pequeños trucos para hacerme caer cuando hacia mucho escándalo al jugar y al correr. Con todo, quería mucho al jardín y seguí a mi abuela cuando me llevó al extremo norte, allí donde las ramas del Árbol de Mango se alzaban hacia la montaña.
- Una varita mágica es un simbolo de bienestar - dijo mi abuela. Buscó con cuidado entre las raíces del árbol hasta que encontró una ramita con aspecto lustroso y bonito. La acarició con el dedo - durante siglos, se uso para demostrar el poder de la Tierra, el paso del tiempo y las estaciones, el poder de la vida.
- ¿Como es eso?
- Para los pueblos antiguos, la floración de primavera era un milagro. ¿Lo imaginas? de la bellota al árbol, del árbol al fruto, la rama más alta. Un portento que no podían explicarse sino con magia. De manera que para ellos una rama simbolizaba ese poder, esa capacidad de crecer y construir.
Regresamos a la cocina. Con un paño suave limpió el palito y después, lo lustró con un poco de aceite de azahar oloroso. La ramita dejó de parecer vulgar y endeble. O al menos a mi, me comenzó a parecer bella y radiante. Pero ya sabemos que con diez años, mi imaginación era salvaje. Lo cierto es que me asombró como la madera captaba los rayos del sol, como si estuviera viva.
- Lo está - dijo mi abuela cuando se lo comenté. Tomó sus pinceles - tenía montones de ellos, de cerdas cortas y abundantes - y comenzó a pintar la madera de verde. Pero no un verde así sin más: era un color espléndido, tan vivo y risueño que me hizo recordar a las manzanas ácidas, a la hierba fresca. El olor de la pintura tenía algo de ingrávido. Magia, pensé, con un parpadeo - cada cosa que tomamos de la Tierra, está llena de historia. A muerto y renacido tantas veces como para crear el mundo que habitas, el que sueñas, el que imaginas, el que vivirás en el futuro. Cada cosa sobre la Tierra vive y muere para crear una sonrisa.
Siguió pintando. Aplicó un amarillo muy vibrante, unos tonos rojos. Después le colocó pequeñas plumas tornasoladas que guardaba del jardín, en la punta. Y por último, tomó una cinta blanca. Con dedos agiles, la tejió alrededor de la madera, poco a poco, hasta que la varita tuvo un aspecto curiosamente bonito, como si se tratara de una rara pieza de artesania. La tomé entre las manos, fascinada.
- Vaya que esta super - dije. Mi abuela soltó una carcajada.
- Super...está bien, tendré que acostumbrarme a las brujas de la nueva generación.
- ¿Se la tendré que regalar a la mamá de Flor?
- Lo prometiste mi niña.
- No la va a querer.
- Tu regalasela. Pero asegurate de decirle por qué lo haces. Lo que haga después con ella, no te incumbe.
Acepté con un leve encogimiento de hombros. Era más fácil decirlo que hacerlo, pensé al día siguiente, llevando la varita en el morral. Estaba tan nerviosa que hasta Flor lo notó y me preguntó que me ocurría. La miré con cierta angustia.
- Tengo que darle un regalo a tu mamá.
- ¿A mi mamá? - se extrañó.
- Se lo prometí a mi abuela.
Flor silbó por lo bajo. Parecía asombrada y encantada.
- ¿Puedo verlo?
- Cuando se lo de a ella.
Se enfurruñó y se fue a jugar con las otras niñas. Ya habría querido yo que fuera tan sencillo todo, pensé incomoda y tomando mi jugo de naranja de la mañana. A medida que avanzaba el día, pensé en el momento en que me encontraría con la mamá de Flor. Si me atrevería a entregarle aquello, que le diría para que aceptara. Como haría para que no me dijera alguna palabra inquietante, como tenegrosa. Me dije que quizás no tenía que ser ese día, que seguramente podría ser cualquier otro. Casi pude ver la mirada penetrante de mi abuela, recordandome que se lo había prometido. Asi que al final de clases, resignada, me obligué a esperar en la puerta de la escuela a la mamá de Flor.
La vi llegar, con su rostro pálido y cansado, los labios apretados. Se sorprendió cuando la salude y me dedicó una pequeña sonrisa que me pareció incómoda. Estuve a punto de dejarlo todo allí mismo, de pensar en alguna excusa para decirle a abuela y romper mi promesa. Pero no lo hice. Con el corazón en un puño, seguí a la mamá de Flor y le tomé de la mano.
- ¿Que pasa Agla? - me preguntó sorprendida. Allí vamos, me dije. Abrí el morral con manos temblorosas y le extendí el pequeño paquete. Mi abuela había incluído varias galletas de Avena y también, una hoja de albahaca. El olor me rodeó, me reconfortó, me consoló. Me sentí más fuerte y segura. Esperé, con el paquetito extendido.
- Le regalo esto.
Ella parpadeó. La boca muy tensa. El rostro juvenil y pálido subitamente severo. Sólo entonces noté que la mamá de Flor era muy joven. Casi tan joven como la mía, diría yo o incluso más, con el cabello oscuro y abundante cayendole sobre los hombros, el cuerpo delgado, las manos frías. Una niña muy grande de aspecto cansado y un poco endeble.
- ¿Qué es?
No se movió. Siguió mirándome con sus ojos claros un poco duros. ¿Qué había dicho mi abuela? Dile por qué lo haces.
- Es una Varita de vida - dije. No sé por qué la llamé de esa forma. Fue la primera imagen que tuve en mi mente, como si fuera algo mucho más fuerte y poderoso que una simple varita de madera - todas las cosas buenas, las bonitas, las que sanan, las que sonríen, vienen de la Tierra y de los árboles. De los pájaros que cantan y del viento sabroso de la Ventana. La varita representa esas cosas. Hace sonreír. Hace que todo sea bonito y cálido. Hace que las cosas huelan a cosas ricas para comer y soñar.
Ella se acercó con timidez. Levanté el paquete hacia sus manos, casi con delicadeza. Ella lo recibió con un gesto torpe, un poco de niña. Yo sonreí.
- Mi abuela dice que la vida es magia, que todo está vivo y que hay que recordarlo - le expliqué - esta Varita representa eso. Las cosas buenas que siguen pasando en los árboles, en el sol, en el mundo todos los días.
Ella sostuvo el paquete sin decir nada. De hecho, el tiempo pareció detenerse, hacerse tenso, un poco extraño. Me pregunté si me lo devolvería, si sonreiría de esa manera lenta y dura suya y me diría que Gracias, pero gracias. Pero en lugar de eso, apretó el paquetito contra el pecho. Un gesto limpio y amoroso. Seguramente así abrazaría a Flor, pensé con una sonrisa. Y sentí cariño por su mamá, por esta niña mujer tan frágil que me miraba en silencio.
- Gracias - dijo entonces. Sonrío. Una verdadera sonrisa. Una bonita sonrisa. Su voz me sorprendió, el tono amable, lento. Sonreí yo también, encantada y aliviada.
- Comase las galletas, están ricas. Mi abuela hace las mejores.
Me fui corriendo. ¡Que alivio! había cumplido mi promesa y no había estado tan terrible como había pensado. Me sentí feliz y liviana, como si regalar la varita también hubiese sido un regalo para mi. Tal vez así lo era, pensé esa tarde, mientras bebía mi café con leche y comia mis galletas en la cocina de mi abuela, aunque no sabía por qué. Mi abuela me escuchó con una de sus expresiones misteriosas, encantadoras.
- Cuando hacemos feliz a alguien, nos regalamos luz - comentó. No entendí la frase, pero me gustó escucharsela. Me gustó pensar que la mamá de Flor había recibido también un obsequio de sonrisas que quizás no sabía estaba esperando.
- ¡Es super! ¡Mi mamá la puso en el aparador de la cocina! - me contó Flor al día siguiente - ¡Una varita de verdad, de colores y con plumitas! ¡No lo podía creer!
Solté una carcajada. No podía imaginarme la humilde varita en la cocina lujosa de la mamá de Flor. Pero al parecer allí estaba. Me gustó la imagen, la sensación que parte del verde de mi jardin, de la radiante luz de la tarde de la cocina de mi abuela, estaba allí.
Pocas veces volví a hablar con la mamá de Flor después de regalarle la varita. Siguió saludandome apresurada y distraída siempre que me encontró en la puerta del colegio, esperando que mi abuela viniera por mi. Pero desde que lo hice, siempre sonrío. Una sonrisa amplia y franca que tan joven como ella lo era. El cabello radiante cayendole sobre los hombros, vestida como la mujer alegre que había sido alguna vez y volvería a ser.
¿Magia? me pregunté en una ocasión, unos años después. La mamá de Flor llevaba un vestido amplio y holgado, unas zandalias muy finitas y su vientre de embarazada abultaba amplio y redondo sobre la tela. Como siempre me sonrío radiante y siguió su camino, para tomar la mano de Flor. Magia, pensé con una sensación de bienestar que no podría definir.
- Magia - dijo mi abuela cuando se lo conté, ambas sentadas bajo el árbol de mango - la vida, en todas partes.
Magia, me digo trenzando con cuidado mi propia varita, en el silencio de mi apartamento, sonriendo al recordar mi niñez. Magia, sin duda, me digo con una amplia sonrisa de satisfacción. De la pequeña. La real.
Magia, para siempre.
C'est la vie.
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