miércoles, 1 de octubre de 2014
Alienados y desnudos: La nación de los epítetos.
Durante décadas, la amenaza “bajarán los cerros” ha sido utilizada con frecuencia — y de manera indiscriminada — por diferentes interlocutores políticos. La frase parece resumir esa visión sobre la pobreza y marginación de una sociedad adolescente, llena de prejuicios y más allá, profundamente ingenua con respecto a sus propias diferencias y desigualdades. Y es que el “Bajarán los cerros” demuestra que para la política Venezolana, el liderazgo social y mucho peor, el propio ciudadano el quienes somos — y mucho más preocupante aún, el por qué lo somos — es una reflexión incompleta, siempre a medio construir, un trozo de historia caótica que carece no sólo de sentido sino incluso, de verdadera connotación.
Vivo en el Oeste de Caracas. El Oeste clase Media, digamos. Esa franja inclasificable que ni el discurso oficialista ni la propuesta opositora parecen incluir con demasiada frecuencia. Pertenezco a esa población joven, que se educó para aspiraciones culturales y sociales muy occidentales — independencia económica, especialización académica — y ahora parecemos de la crisis coyuntural como victimas anónimas. Y también claro, escuché con temor muchas veces la admonición tan criolla que “los cerros bajarían”. Una imagen que dibujaba un panorama caótico, una grieta insalvable entre ellos — los hombres y mujeres sin rostro habitantes de la periferia de una ciudad árida — y nosotros, los temorosos de la ira de la pobreza. Una noción que parecía sugerir un tipo de violencia inusitada, una agresión y un enfrentamiento de proporciones incalculables para el Venezolano de a pie, ese tan ingenuo como para predecir el futuro a base de rumores y temores fundados en sus propios prejuicios.
Desde la terraza del edificio donde vivo, puedo ver los cerros de Caracas. Al menos un par de ellos. Miles de pequeñas casas que se elevan sobre lomas y montañas. Cientos de pequeños puntos de luz y color que a la distancia poseen una cierta solemnidad. Una panorama desolador y sin embargo, con un ingrediente de belleza. Los cerros de Caracas, con toda su carga de culto urbano, de región fronteriza de una ciudad incomprensible y la mayoría de las veces durísima. Los cerros que representan no sólo la amenaza, sino la Venezuela desconocida, la que se creó lentamente a partir de un proceso de descalabro espontáneo. Los “Cerros”, así en general, con toda su simbología y su importancia, sobre todo ahora, cuando la ideología asumio la pobreza como una forma de enfrentamiento social directo. Los “Cerros”, ese anónimo enemigo de esa otra Venezuela, la que pretendía ser próspera, la que se mira así misma con cierta arrogancia, la que sin duda, es un rostro escondido de nuestra propia fragilidad.
— Los “cerros” son la representación de un temor colectivo y brumoso — me comenta A., mi profesor de sociologia en la Universidad y a quien visito aún de vez en cuando en su oficina de Montalbán. Nos encontramos sentados frente al amplio ventanal que mira hacia la montaña, donde los cerros son bien visibles, con su estructura imposible, su arquitectura del desastre. Cuando era su alumna, A. solía decirnos que comprender el barrio era la manera más inmediata de comprender quienes somos. Me llevó década y un poco más entenderlo — son una materialización del desconocimiento de nuestra identidad cultural, de los cambios y transformaciones que ha soportado el país durante los últimos años y lo que es aún peor, su consecuencia.
En una ocasión, A. nos habló en clase de cuando Perez Jimenez tomó la determinación de “arrasar” con los incipientes cerros de Caracas y reubicar a sus habitantes a viviendas dignas. Con su mentalidad militar, el dictador intentó ordenar el caos heredado de décadas completas de pobreza, de exclusión, de ignorancia gubernamental sobre el fenómeno de los Venezolanos que emigran, que avanzan hacia una visión de si mismo carente de verdadera sustancia. Porque Perez Jimenez, usando maquinaria pesada y el poderío militar, logró destruir las casas endebles y las construcciones espontáneas y obligó a sus habitantes a aceptar su visión de progreso. Pero la interpretación sobre la pobreza, el menosprecio del poder hacia el ciudadano, continuó. Poco después de su salida del poder, los Cerros de Caracas volvieron a llenarse de habitantes y en esta ocasión, nadie volvió a intentar enfrentarse a esa noción de la ciudad endeble, frágil, al margen, rota en medio del caos. Después de Perez Jimenez, nadie volvió a intentar desalojar las barriadas y tampoco, a comprender su naturaleza. El poder se transformó en una idea amplia en manos de pocos y la Venezuela próspera ignoró de nuevo la fractura histórica.
— Las barriadas caraqueñas tienen su propio ritmo, historia y sentido — me explica A., señalando a las que podemos ver desde la ventana de su oficina. Cientos de casas se agolpan unas sobre otras, en un complicado equilibrio. Cada vez más altas, numerosas, abirrragadas, sin forma. Una sobre otra, el padre, el hijo con su propia familia. Una relación endogámica que se trasluce en la arquitectura. La Venezuela que se enfrentó como pudo a la pobreza durante medio siglo, la que lucho por sus propios medios — hay algo concreto en esa independencia del barrio por el barrio, de esa noción de “puertas adentro” de cerro. Sus propias leyes, sus propios parámetros y costumbres. La otra Venezuela, la que se asumió así misma al margen de esa visión es incapaz de comprenderla.
Tal vez por ese motivo, la descarnada crudeza de la amenaza repetida hasta el cansacio. El “Bajarán los cerros” como metáfora de esa ignorancia de ese país que surge en medio del caos, que se enfrenta al desorden y a la indiferencia del poder — y también del compatriota — como puede. En una ocasión, una de mis compañeras de Universidad, cuya familia residía en Mamera, me explicó la sensación que le producía ese racismo crudo, ese prejuicio elemental del Venezolano hacia el Venezolano. Ese menosprecio sutil que parecía definir la opinión social sobre buena parte de la población del país.
— Es como si fuéramos soldados de la pobreza. Algo humillante. Hablan de los “cerros” en plural, como si todos los que viven en Barrios somos la misma cosa, una masa sin nombre y amenazante al servicio de una ira biblíca — me explicó — mi familia es decente. Mis padres son trabajadores, mi hermano mayor está a punto de graduarse en la Universidad. Mi otra hermana tiene una tienda propia. Son todos hombres y mujeres honrados, que no merecen ese insulto “del cerro” como arma de violencia.
Pensé muchísimos sobre sus palabras en los años siguientes, cuando se analizó el llamado “caracazo” como génesis de los cambios políticos y sociales que el país sufriría durante la primera década del año 2000. Las recordé sobre todo, cuando se insistió que la violencia desbordada que llenó las calles durante las terribles jornadas del 27 y 28 de Febrero de 1992, se consideró el inicio de un largo proceso social que permitió la llegada al poder de otro tipo de percepción sobre la inclusión y la visión de la pobreza en el país. Y es que quizás, el “Caracazo” es la imagen perenne y muy clara de ese temor subyacente de los “cerros” ejerciendo el poder de la violencia, la agresión a ciegas, el resentimiento convertido en ataque. Más de una vez, se ha insistido que durante la revuelta social, el país conoció los verdaderos alcances de la violencia posible de una porción de la población tradicionalmente ignorada y vituperada por el poder. La anarquía convertida en una herramienta de fuego, en un enfrentamiento inimagible que redujo a cenizas — y no sólo de manera metafórica — esa perspectiva del Venezolano benevolente, pacífico y sobre todo, carente de verdadera vocación por el enfrentamiento que hasta entonces, fue parte de un tipo de gentilicio imaginario. Violencia desde la violencia, las calles de Caracas convertidas en un campo de batalla espontáneo y primitivo.
— El 27 de Febrero fue probablemente el hecho social más contudente de casi un siglo de paz relativa — me dice A. cuando le comento lo anterior — y además, tuvo características tan atípicas que aún es imposible de comprender en toda su extensión, de asumir sus consecuencias y sus visiones desde una dimensión única. Tenemos una idea vaga de lo que pudo haberlo provocado pero no sabemos exactamente que puede ser el detonante de una reacción en cadena que transforme una población civil en una masa enfurecida y destructora. Y eso poco o nada tiene que ver con la Barriada sino con las condiciones sociales que soporte el país. No obstante, fueron “los cerros” los que encarnaron esa temor subyancente, informe. Fueron “los cerros” a los que se les responsabilizó del ataque y de la destrucción. El pobre contra el rico. El rico contra el desposeido. Una relación de valores y nociones sociales imposible de definir a primera vista.
Venezuela siempre ha sido un país clasista. Tal vez en menor proporción que otros sociedades del hemisferio, pero sin duda, el elemento del prejuicio ha sido parte de una interpretación muy concreta de la realidad Venezolana. Quizás se deba a nuestra herencia directa como Colonia española, como se ha teorizado más de una vez o al hecho, que somos una sociedad en plena formación, con piezas sueltas de vicios y temores de otras latitudes que aún no logramos encajar en ninguna parte. Cual sea el motivo, la sociedad Venezolana tiene sus propios prejuicios y la discriminación es notoria. Sin embargo, fue inofensiva durante buena parte del siglo XX, donde ambas visiones de la realidad y de la identidad del gentilicio coexistieron a pesar de la brecha — no obstante la brecha — y de alguna manera, lograron interpretarse una a la otra sin un conflicto real. Pero el enfrentamiento siempre estuvo latente, muy cerca de la superficie, rozando esa definición de un país desigual y con diferencias cada vez más notorias. Y es que mientras la vieja Caracas Rural se llenaba de edificios y estructuras modernas, mientras la improbable bonanza petrolera construía una ciudad a la medida de las aspiraciones de una generación irresponsable, la pobreza rodeó a Caracas como un cinturón ajustado, cerrando los límites, definiendo las nuevas fronteras. El “cerro” se transformó entonces el enorme desconocido que parecía mirar con inquietante paciencia la prosperidad de esa clase media pujante, de esa motilidad social desconocida hasta entonces en Venezuela. La barriada como simbolo de la Venezuela olvidada.
— Somos un país que suele tener una muy buena opinión sobre si mismo —dice A., casi con amargura — por ese motivo, siempre nos asumimos mucho más fuertes, más conscientes de nuestra ruptura y más prósperos de lo que realmente somos. Nuestros miedos también están dibujados a la medida. Tenemos a lo que el Barrio representa, sin conocerlo realmente, sin asumir e interpretar lo que es ralmente un “Cerro caraqueño”. Somos egoistas e inmaduros y pagamos las conscuencias.
Gladys me escucha en silencio cuando le cuento lo anterior. A Gladys la conocí durante los meses de protesta, mientras me dedicaba a repartir volantes a un par de cuadras de mi casa y ella se acercó curiosa para intentar comprender el mensaje que intentaba difundir. Desde entonces, somos amigas. O mejor dicho, cómplices de una misma visión del país. Ambas nos encontramos en extremos contrarios de nuestra percepción sobre lo que ocurre en Venezuela, pero procuramos escucharnos, decidimos intentar encontrar un punto en común entre ambas interpretaciones de un país a fragmentos. A Gladys le parece sorprendente mi curiosidad por su opinión política, por su manera de comprender lo que ocurre en el proceso político en que aún confía. Yo aprecio su respeto hacia mis críticas, su buena voluntad para intentar consolar mi incertidumbre. Somos testigos de la historia cotidiana, victimas quizás de las transformaciones de un paisaje social cada vez más incierto y movedizo.
Gladys vive en Antimano desde hace más de treinta años. Crió a sus dos hijos allí y siempre me insiste que “ama al barrio”. En Febrero, cuando visité su pequeña casa, encontré un hogar cálido, sólido. Una calle de vecinos sonrientes que se apresuraron a hacerme preguntas y respondieron las mías con amabilidad. Gladys es sin duda el rostro de muchos de los Venezolanos que la frase “bajarán los cerros” ignoran y denigran. Como tantos otros, es parte de la estadistica turbia de un país sin nombre.
— La gente cree que el barrio son sólo los malandros y las matazones, mija — me dice mientras compartimos un café en la panaderia donde nos reunimos cada tanto para conversar — un barrio es un sitio fuerte, pero también es la casa de mucha gente decente.
Nos quedamos en silencio. Recuerdo que cuando me llevó a conocer su casa — “Mija, para que entienda” me había dicho al invitarme — me sorprendió el entusiasmo y la energía de un lugar que hasta entonces, había imaginado temible y esencialmente peligroso. Y el peligro existe, claro está. Es imposible olvidarlo, en cada esquina, en la escalinata empinada, en el callejón, incluso en la puerta misma de la casa. Pero el riesgo y la amenaza se perciben como otra cosa: lo inevitable, parte del pasaje diario. Un elemento a tener en cuenta. Pero jamás, la versión total de la historia.
— ¿Que piensas cuando insisten en el “bajarán los cerros”? — le pregunto. Gladys se rie en voz baja, toma un sorbo de café del vaso de plástico. No me responde de inmediato. Cuando nos conocimos, a Gladys la ponían nerviosa mis preguntas. Más de una vez me insistió en que no entendía “lo interesante” que podría encontrar en su punto de vista. Pero finalmente comprende que necesito entenderla para entender al país donde vivo, para construir una opinión de la identidad del país que muchas veces me resulta desconocido, quizás a través de ella.
— Pienso que es una grosería pa’ toda la gente que trabaja, que le echa pierna todos los días pa’ llevar el pan para la casa — me responde — una ofensa pa’ toda la gente que tiene su casita lo mejor que puede, que cada bolivar que gana es pa’ pintar la casa, para hacerla más bonita. Un insulto pa’ los que creemos que el barrio es la casa, es el lugar donde vivimos y seguiremos viviendo. Porque el cerro baja, pero pa’ volver a subir. Caracas no entiende que mucha gente del barrio tampoco la quiere mucho.
Sus palabras me sorprenden, aunque no del todo. Las pienso, mientras regreso a mi casa y miro la ciudad destrozada, abierta en trozos. La ciudad de las calles rotas, del tráfico enmarañado, de la algarabía grosera, del miedo. La ciudad de los cien muertos cada fin de semana, olvidada por el gobierno y tal vez, por sus propios ciudadanos. Pienso en esa visión de la ciudad malquerida, que rechaza y olvida, a los ciudadanos al margen, los que denigra y lo que insulta, los que somete a un ostracismo disimulado casi tan doloroso como un prejucio elemental. Y me pregunto, si somos conscientes que “El cerro” no es otra cosa que la medida de nuestros temores, de nuestra visión sobre la discrminación, el temor a lo diferente y sobre todo, nuestro incapacidad para entender al otro. No lo sé, me digo con cierta angustia, quizás ningún Venezolano lo sabe aún.
Desde la terraza de mi casa, miro el barrio que parpadea a una buena distancia. El mar interminable de lucecitas muchas veces ha sido con un pesebre navideño. Y en el momento que lo miro, tiene el mismo aspecto inocente: con sus resplandores amarillos y blancos, los perfiles de la casa apenas distinguiendose con dificultad. Romanticismo arcaico, pienso con cierta ira. El mismo romanticismo ignorante que dibuja una ciudad falsa, una amenaza grosera y más allá, una percepción del país rota.
¿Quienes somos? me pregunto de nuevo, porque no puedo dejar de hacerlo. ¿Quienes somos como Venezolanos y como nos comprendemos como parte de una sociedad desigual y confusa? Sigo sin saberlo, pero mientras miro “El cerro” con toda su solemnidad, simbolo del país fragmentado, me pregunto si la respuesta será suficiente para consolar nuestra simple percepción de nuestra identidad nacional.
C’est la vie.
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