jueves, 2 de octubre de 2014
Basta de balas: El país de los deudos.
Hace unos meses, me convertí en una estadística. En una de las tantas que engrosan las cifras rojas del país. Fui víctima de un asalto en un transporte colectivo de Caracas: Un desconocido me apuntó a la cara con un arma y por unos interminables segundos, estuve convencida que moriría. Se trató de un episodio traumático que me afectó a una serie de niveles que aún no puedo precisar pero que definitivamente cambió mi visión sobre la ciudad y sobre el valor de mi vida en Venezuela. Una toma de conciencia de mi vulnerabilidad.
Sobreviví a lo ocurrido por simple casualidad. Recuerdo que el pensamiento inmediato que tuve una vez que todo acabó, fue el de encontrarme en tierra de nadie, donde cualquier cosa podría haberme ocurrido. De haber sufrido alguna herida, agresión o incluso, de haber muerto, sólo habría sido otro número en una larga sucesión de sucesos inciertos y anónimos de una ciudad árida y sometida a la violenta. Fue un pensamiento que me obsesionó durante horas y que me hizo escribir en mi cuenta Twitter: “No me merezco un país donde siempre sienta miedo. No me merezco comprender que mi vida tiene tan poco valor”. Abrumada y desesperada, me pregunté en voz alta por qué los Venezolanos debíamos padecer de un tipo de violencia deshumanizada y directa, de ser victimas propiciatorias de la indiferencia gubernamental y sobre todo, de un sistema de valores que premia la agresión y sustenta el saldo sangriento antes que el respeto a la vida. Una y otra vez, me cuestioné sobre la manera como el país se percibe así mismo en medio de una batalla ideológica donde la vida del ciudadano no es una prioridad.
Recibí enormes y multiples muestras de solidaridad. O tan sólo, esa inmediata empatía entre victimas. Pero también, comencé a recibir insultos por mis comentarios. Al principio se trató de alguna que otra crítica a lo que llamaron “mi visión local de la violencia” hasta que alguien me acusó directamente de mentir. Me señaló como una “actriz de pacotilla” por “dramatizar” lo que había vivido. Más de un usuario anónimo me acusó de utilizar un “hecho normal” como el un asalto para atacar al gobierno. Leí todos los comentarios, entre horrorizada y desconcertada. Me sentí profundamente herida, no sólo por el hecho de descubrir hasta que punto el Venezolano normalizó la violencia, sino también, la manera como se concibe y se comprende el crimen y la agresión de manera ideológica. Una y otra vez, le pregunté a cada una de las voces que me reclamaba mi “exagerada reacción”, si consideraban normal que un país pudiera asumir el costo de vidas y de dolor que significaba la inseguridad en todas partes, como un debate ideológico. Una y otra vez, insistí en la necesidad de comprender la violencia como un problema general, que no distingue ni discrimina ideologia o el color del voto. Una circunstancia cada vez más grave, incontrolable que afecta a cada venezolano, que nos hace victimas aún sin saberlo. La respuesta fue la trivialización de la esa noción de encontrarnos en medio de una batalla ciega, de una guerra anónima en la que todos, alguna vez, resultaremos afectados. A pesar de la ideolología, no importa la ideologia que se profesa. El horror de perder la identidad, de ser parte de un temor colectivo, doloroso que nadie puede afrontar en realidad.
Una de las respuestas, fue la de un usuario que una y otra vez, me indicó debía leer las declaraciones del diputado del PSUV Robert Serra sobre la violencia. “Hablamos de generalidades” me insistió, “No hay cifra ni fuentes”. Cuando intenté mostrarles los cuidados estudios y análisis sobre los altísimos indices de Violencia que padecemos, cuando le mostré las reflexiones de reputadas Organizaciones sobre el preocupante auge de la agresión como recurso político y de retaliación en Venezuela, mi interlocutor se burló. “Todos los países del mundo son violentos, en Venezuela tenemos una derecha dramática que se escandaliza, eso es lo que pasa” me respondió. Lo hizo hasta que simplemente, el argumento dejó de tener validez, una disonía sin sentido que terminó por convertir la discusión en el habitual juegos de argumentos vacíos de una ideología absurda. Una visión del país a mitades, donde cada elemento y circunstancia se debate a gritos, con una visión y un sesgo específico. “El hampa es sólo una condición cultural” me recriminó por último” y añadió “los pobres de este país tenemos poder y eso se considera violencia”.
No respondí a eso. De hecho, me negué a seguir respondiendo cualquier discusión que mezclara la interpretación política con un elemento tan crudo y sensible como la violencia y la posibilidad de sufrirla. Recuerdo que durante ese día, me angustia lo indecible el pensamiento que la violencia en Venezuela es un concepto que se mimetiza bajo la visión del otro, del enfrentamiento debido, de la diferencia ideológica. La sufres porque la mereces. La sufres porque la provocas. La sufres porque es la consecuencia histórica de un país que se desploma lentamente sobre la ideología de la agresión. Me inquietó sobre todo la noción que el tema de la inseguridad había dejado de ser un tema general, para convertirse en una guerra de indices y de interpretaciones, en un debate cada vez más hueco e insustancial sobre las razones y los temores de un país que desconoce los límites del flagelo que lo ataca a diario. Somos un país donde la Violencia es parte del lenguaje, que se asume corriente y cotidiano, que se ampara en la Impunidad esencial. Porque en Venezuela la ley ya no protege, ataca. La ideología no condena la agresión. La permite y la analiza como un elemento fundamental de su planteamiento general. Somos un país herido, lleno de deudas cotidianas con la muerte y con el dolor. Un país de victimas, presentes y futuras, donde cada ciudadano al parecer tiene una bala con su nombre.
El sesgo de violencia en el país no es reciente como tampoco el debate que provoca. Durante décadas, Venezuela se ha enfrentado a un parorama que ha convertido al ciudadano en un rehén del temor. La ciudad rodeada de rejas. Las ciudad oscura y vacía. Esa inevitable sensación de vulnerabilidad, de enfrentarse cada día a una circunstancia que sobrepasa cualquier idea que la sostenga, que obliga a cada uno de nosotros a concebir que nuestra vida tiene un precio, que nuestra integridad está sometida a una situación cada vez más insostenible. Y aún así, la violencia no figura en la agenda política de nadie, no es un punto prioritario para ninguno de los actores políticos, no es un debate de primera mano e imprescindible en medio del enfrentamiento diario. Ni gobierno ni oposición asumen la violencia como real, como parte de un entramado cada vez más complejo y peligroso que condena al Venezolano, de cualquier estrato y creencia, a convivir con el miedo, a comprender la violencia como un elemento cotidiano. Somos un país que no sólo asume la violencia, sino que la permite, la acepta, sin jamás combatirla.
A principios de año, la muerte de Mónica Spears sacudió al país. La actriz viajaba con su familia por carretera, cuando fue atacada a balazos durante un asalto a mano armada en el que murió asesinada junto con su esposo. Le sobrevivió su hija, que permaneció junto a los cadáveres de sus padres durante horas hasta que finalmente fue encontrada. La escena dantesca, sacudió la consciencia de un país acostumbrado al miedo: el debate se encendió en redes sociales — único vehículo de expresión que sobrevive a la censura — y dejó muy claro que el problema era algo más que una postura política y mucho menos, una interpretación ideológica. Aún así, el diputado Robert Sierra simplificó el gravísimo panorama con una frase desconcertante: “Las cifras de inseguridad son estadísticas sin fuentes”. De hecho, llegó a agregar en una preocupante trivialización del tema “¿Quién mandó a Mónica Spears a manejar de noche”. La polémica volvió a tintarse de política, a perder el norte de la necesidad real de una postura concreta sobre el peligro latente de la inseguridad y finalmente se diluyó, entre las cientos de noticias que saturan el acontecer diario, en un país donde la normalidad se sobrevive con dificultad.
Recordé su frase hoy al conocer la noticia de su muerte. O mejor dicho, recordé su despreocupada postura sobre la amenaza inminente, el peligro constante que corre cualquier ciudadano del país. Leo sobre su asesinato — una escena violentísima y poco clara cuyos motivos probablemente jamás conoceremos — y siento una extraña mezcla de tristeza y amargura. Y es que Robert Serra, revolucionario, paladín de la revolución a ciegas y de la obediencia debida, es la más reciente victima de la política indiferente, de sumisión al debate ideológico. Robert Serra, diputado y figura visible y polémica del Oficialismo, muere de la misma manera que cientos de Venezolanos cada semana, sufre las consecuencias de la violencia que se admite, que se acepta, que se usa como herramienta de poder. Robert Serra se convirtió hoy en otro símbolo del terror del Venezolano rehén, de la inseguridad que cierra puertas y destruye la esperanza. Otro rostro en medio de los miles, que cada día forman parte del dolor de un país que se desangra lentamente.
Hoy Robert Serra, es una estadística.
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