sábado, 4 de octubre de 2014
De las alas de la memoria: Historias de Brujería.
Mi abuela - la sabía, la bruja tenía una mente curiosa y despierta. A pesar de sus sesenta y tantos años - en mi mente, siempre tendrá la misma edad que tenía cuando yo era una niña - era mucho más joven que casi toda la gente que conocía. Siempre sonreía con buen humor, tenía muchas preguntas para hacer y con frecuencia, llevaba un libro entre las manos a medio leer. De ella, heredé el amor por la lectura y podría decir, que también el amor por la sabiduría y el conocimiento.
Y es que mi abuela tenía un espiritu juvenil, a pesar de sus canas y su rostro arrugado. Entre risas, solía decirme que aún no había decidido "envejecer" y que aún tenía mucho trecho que recorrer para "volver a ser una niña". La idea me sorprendió.
- ¿Por qué quieres ser una niña chiquita de nuevo? - le pregunté muy escandalizada. Nos encontrábamos en su jardin antipático, en pleno agosto radiante. Caracas, más allá de la muralla de piedra que separaba la casa de la calle, tenía un aspecto movedizo, como si el calor comenzara a borrar los bordes de la realidad - no entiendo, yo lo que quiero es crecer rápido.
Era verdad. Con diez años me parecía insoportable ser una niña. Primero estaba el colegio, con sus largas horas de clases aburridas y sus monjas bigotonas tan severas. Después, el tener que obedecer a mi mamá y a mis tias. Y por supuesto, todas las cosas que aún no podía hacer: como ir a la ciudad sola, conducir el bello automovil de mi abuelo, incluso tomar unas cuantas ropas e irme de viaje, como solía hacerlo Tatarabuela. En lo que a mi concernía, la niñez era una larguísima sucesión de días sin mayor interés. Estaba muy impaciente por ser la mujer que soñaba ser, esa imagen de mi misma que habitaba en algún lugar de mi mente. La joven de cabello largo, rostro amable y manos hábiles en la que sabía me convertiría unas décadas después.
La abuela me dedicó una larga mirada cariñosa. Estaba podando su rosal favorito, como hacia cuando se acercaba la Luna Llena, un hábito que siempre la hacia sentir meláncolica. Era toda una rutina delicada: Abuela primero cortaba todas las hojitas marchitas, limpiaba con un trapo húmedo las sanas y luego, removía la tierra de las raíces para añadir abono y algunas piedritas. Después sabría que se trataba de una especie de ritual privado, una forma de meditar sobre algunas cosas con cuidado, paso a paso, con la misma atención y delicadeza que dedicaba a sus flores favoritas.
- La niñez es la época de los grandes descubrimientos, mi niña - me respondió entonces - de mirar el mundo con los ojos muy abiertos, de intentar siempre comprender el mundo que te rodea. A tu edad, el espíritu es insaciable y la mente, inquieta. Recordar eso a la mía, me hace pensar que somos afortunados que una parte de lo que somos, aún conserva esa exuberancia infantil.
Sus palabras me asombraron. En realidad, nunca creí que un adulto quisiera ser un niño. Después de todo, el mundo estaba hecho para los adultos: los niños eramos meros observadores de todas las cosas interesantes que ocurrían en él. Pensé de nuevo en todas las cosas que quería hacer y no me lo permitían. Pensé en mi prima M., que disfrutaba de sus quince años recién cumplidos y usaba maquillaje llamativo para recorrer la ciudad. Pensé en los libros del anaquel más alto de la biblioteca de mi mamá, que tenía prohibido leer hasta que fuera "más grande". Pensé en las películas que no podía ver porque todos a mi alrededor consideraban "no podría entenderlas". Vaya, ¿qué tenía de divertido ser un niño? ¿Cómo podía la abuela, que disfrutaba a plenitud de todo lo que le rodeaba, desear serlo de nuevo? No, no entendía nada.
- Ya lo entenderás - soltó una de sus carcajadas maliciosas - habrá una época donde querrás entender mejor a la niña que fuiste para consolar a la mujer que serás.
Que palabras tan extrañas esas. Las recordé por semanas enteras, preguntándome que habría querido decir la abuela. Me miré en el espejo, tratando de imaginar como sería esa mujer misteriosa que me esperaba en el futuro. ¿Tendría mi cabello alborotado y rebelde? ¿La misma cara pálida y pecosa? ¿Los grandes ojos un curiosos? No lo sabía, pero gustaba pensar que la Aglaia en la que me convertiría, sería probablemente una mujer de las que tanto me asombraban y admiraba. Quizás trabajaría en una oficina, entre libros interesantes y con hojas blancas para escribir. O llevaría una cámara enorme a todas partes, tomando fotografías impactantes que asombrarían a quien las mirara. Por las noches, me dormía pensando en esa imagen, embriagada por ella, impaciente por llegar a ser esa visión de bienestar que yo creía sería real a no tardar.
Y tal vez por encontrarme tan impaciente, decidí que bien podía apresurar las cosas un poco. A escondidas, comencé a probarme los zapatos altos de tia E., a maquillarme como podía con los cosméticos de prima M. y a tratar de ensayar para convertirme en la mujer que deseaba ser. A solas frente al espejo, me miraba y me esforzaba por ver ese futuro borroso, con una sensación de impaciencia que apenas podía contener. ¡Y es que necesitaba tanto abandonar la tediosa niñez! Con frecuencia, esa impaciencia me resultaba dolorosa, en otras ocasiones solo irritante. Mi prima M. encontraba el asunto muy divertido.
- Ya sabes que una mujer adulta es independiente y fuerte - me dijo en una ocasión. La miraba probarse sus faldas y blusas favoritas con una pesarosa envidia. En esa ocasión, se ciñó a las caderas una falda muy corta en combinación con una camiseta de colores muy vivos. Con el cabello suelto y abundante, me pareció el símbolo de todo lo que yo quería ser y aún no era - tu todavía vives pegada a las faldas de mi abuela y de tu mamá. Cuando decidas no hacerlo, si que serás mayor, ya verás.
La escuché boquiabierta ¿Como no se me había ocurrido antes? Los adultos iban solos siempre. Nadie les llevaba de la mano - como a mi - o les cuidaban todo el tiempo - como me ocurría -. Caminaban airosos por la calle, con los ojos en alto y la sensación que habían encontrado su lugar bajo el sol. Me acusé de torpe, al intentar parecer una mujer probandome a escondidas los zapatos de tacones altos y maquillaje estrafalario. Lo que realmente hacia a un adulto serlo, era esa energía solitaria, esa fuerza de tomar una decisión por si mismo. Y yo podía hacerlo, pensé entusiasmada. Era el primer paso para alcanzar ese futuro con que tanto había soñado y anhelaba a toda hora. Podía convertirme en mujer con un sólo paso.
La hermana Josefina me miró desconcertada. Era la encargada de abrir y cerrar las puertas del colegio a la hora de la salida y conocía las rutinas de cada una de las alumnas. Más que portera, era una especie de vigilante feroz que parecía muy atenta y muy consciente de todo lo que ocurría en su territorio, es decir, las puertas de la Escuela y la calle inmediatamente siguiente. De manera que cuando le dije que mi abuela me había permitido regresar a casa a pie a solas, se sorprendió. Faltaba casi media hora para que mi abuela llegara - justo después de tomar su té favorito y a tiempo para que ambas tomaramos un vaso de jugo de parchita en la esquina - y supuse tendría el tiempo suficiente de recorrer las seis calles que me separaban de casa a la carrera. ¡La cara que pondría! me dije emocionada. Lo sorprendida que estaria cuando abriera la puerta y me encontrara allí, sonriendo y demostrándole que ya era casi una adulta. Que ya no tenía que cuidarme y que muy pronto, ya no sería una niña en realidad.
- Tu abuela no me avisó nada.
- No sabíamos que tenía que hacerlo - le respondí con el tono más respetuoso que pude. Con la hermana Josefina había que andarse con cuidado. Tenía unos feroces ojos grises que te podía sacar la verdad a miradas duras y fijas y también dedos rápidos para sujetar del brazo a las alumnas desobedecientes. Pero yo nunca había dado verdaderos problemas - como no fuera mi irritante habito de hacer muchas preguntas - así que supongo, se tomó un momento para meditar la cuestión antes de enviarme de regreso al interior del colegio.
- ¿Por qué decidió que ya no necesitabas que alguien te acompañara? - preguntó suspicaz. Puse mi mejor cara de mujer adulta. Me imaginé a la Aglaia mujer, de pie a mi lado, inclinandose un poco para decirme lo que debía responder.
- Porque ya tengo diez años y su casa está cerca - razoné. Diez años era un número abultado. No lo suficiente, claro. Pero vaya, ya era una niña grande, una de las de camisa blanca y falda azul, de las que llevaban la insignia de primera enseñanza. Eso tenía que bastar ¿No? me dije ufana, muy derecha y aguardando que la hermana Josefina me despidiera con un gesto y volviera a su microfono y a su puerta.
Pues no bastaba. O tal vez, la hermana Josefina no era tan fácil de engañar como había supuesto. O realmente mi excusa era muy fragil, tanto que a la monja de duros ojos grises no le llevó mucho esfuerzo descubrir que mentía. Me tomó del brazo con sus dedos helados y finos, como de metal.
- Pues que me lo diga ella misma. La vamos a llamar y preguntarle...
- ¡Yo me puedo ir sola! - comencé a forcejear. De hecho, estaba tan herida y humillada como podía estarlo cualquiera a quien descubren en una falta muy blanda y absurda. Me intenté sacudir sus dedos, el apretón obediente, pero claro está, no pude. Las niñas a nuestra alrededor me miraban boca abierta y sus padres cuchicheaban entre ellos. Pero no me importaba nada. Seguía debatiendome con furia, intentando convencer a gritos a la Hermana Josefina que debía dejarme ir. No lo logré, claro. Lo único que conseguí fue que sus dedos de metal me apretaran más fuerte y me devolvieran al interior del colegio.
- ¡Vamos a llamar a tu abuela y le preguntaremos que ocurre! - me dijo entonces, con su tono frío de monja iracunda. Con el cabello despeinado y el uniforme arrugado, me senté a esperar en la sala de espera de la recepción. El corazón me latía muy rápido y me sentía muy avergonzada, a pesar que intenté no mirar a nadie y poner cara de ofendida mientras esperaba a mi abuela. Pero cuando ella llegó y me dedicó una mirada muy severa y calma, las mejillas me quemaron de miedo.
- Abuela, déjame que te explique...
- Dijiste una mentira - me respondió. Caminaba muy rápido y me llevaba esfuerzos alcanzarla. Se había disculpado en voz baja con la hermana Josefina y le prometió tendría "una conversación" conmigo sobre lo que había ocurrido. Luego me tomó de la mano y salimos juntas a la calle. Ella con los labios apretados de furia y yo cabizbaja y un poco furiosa. Un coro de niñas que habían visto mi berrinche en plena calle, soltaron risitas al verme pasar.
- Pero es que quería sorprenderte.
- No sé que querías, pero esto ha sido bochornoso.
No respondí. Sabía que tenía razón. Mi abuela siguió caminando a grandes zancadas, sin detenerse junto al vendedor de jugo de parchita y con la expresión muy seria bajo el sol. Comencé a tener deseos de llorar.
- Abuela, lo que pasó fue que...
- Que le dijiste una mentira a la hermana Josefina.
- Quería irme a casa sola y demostrarte que podía.
No dijo nada. Me extendió la mano y se la sujeté, aliviada que no estuviera tan molesta como para hacerlo. Pero cuando me apretó los dedos con un gesto seco, los ojos se llenaron de lágrimas. La abuela pocas veces se había disgustado conmigo y sin duda, esta era una de las ocasiones en que lo estaba más. No supe que decir, de manera que me callé y me limité a seguirla por la calle.
- Explicame por qué querías venir a la casa sola - me insistió otra vez, ahora en la cocina de la casa. Me había servido el almuerzo y había esperado mientras comía. Asustada, me había comido sin chistar los brocolis que tanto odiaba e incluso la sopa que en cualquier otro día, me habría hecho quejarme en voz alta. pero ahora, sabía que estaba metida en un buen lio y sabia que no debía empeorarlo.
- Quería demostrarte que ya soy grande.
- No eres grande. Eres una niña de diez años.
- ¡Pero yo no quiero serlo! - extallé - ¡Quiero ser grande e ir a la calle sola y ver las peliculas solo-para-gente-grande y leer los libros del anaquel alto! ¿Por qué no puedo hacerlo ahora?
Mi abuela suspiró y ladeó la cabeza, contemplándome aún enfurecida. Sin embargo, había un brillo humorístico en sus ojos que me calmó. No sabía que significaba en realidad, pero si que significaba que lo peor de todo había pasado ya. Tomé una bocanada de aire, aliviada y descubrí que durante todo el rato había estado muy asustada y triste.
- Mi niña, tu edad es perfecta para ti. Y la siguiente también. Hay que disfrutar de cada edad de la vida como lo que es: un libro abierto - dijo. Me tomó de las manos y la apretó afectuosamente entre las suyas - Cada edad es un recordatorio que el mundo está hecho para que puedas comprenderlo, crearlo, soñarlo. Para que puedas crecer y atesorar el tiempo entre tus recuerdos. Nada puede apresurarlo pero tu si puedes disfrutar cada momento.
- ¿Qué tiene de bueno ser una niña? - pregunté con cansancio - no le encuentro nada, la verdad.
Mi abuela sonrío. Se acercó al anaquel de la cocina y tomó un tarro de vidrio. Era verde y tenía unas pequeñas volutas que se extendían hacia arriba, imitando un árbol, me pareció. Siempre me había gustado ese tarro. A pesar de que tenía un aspecto raro y que nunca había conocido su utilidad, me parecía tenía cierto aire encantador que siempre me había intrigado. Mi abuela sacó el tapón de corcho que lo cerraba y luego, lo sacudió. Escuché un leve tintineo en su interior.
- Todos somos proyectos de futuros, expresiones de esperanza - me dijo - en brujería, el crecimiento se compara con el de los árboles y la yerba fresca. Cada momento es un anuncio de lo bello que vendrá, de todas las cosas espléndidas que te esperan mientras creces. Poco a poco, como si crearas una historia a partir de hilos de pequeños momentos y soñaras con lo que vendrá a partir de lo que eres.
Inclinó un poco el tarro. Un puñado de semillas color marron cayeron sobre la mesa de la cocina. Eran alargadas y tenían un rico olor a tierra fértil, a hojas flotando en el viento de la montaña. Tome una: Bajo la luz del sol, tenía un aspecto grueso y fuerte. Prometedor.
- ¿Qué son?
- Son semillas de Cedro. De ellas nacen árboles extraordinarios como ese que tanto te gusta en casa de la bisabuela F.
La miré asombrada. Los árboles del jardin de la bisabuela siempre me habían asombrado por robustos, maravilloso, venerables. Me encantaba mirar el cielo entre sus enormes ramas retorcidas, escuchar la voz del viento entre las hojas chocando entre sí. Miré la semilla, sosteniendola entre los dedos casi con respeto.
- ¿Y un Cedro nace de aquí?
- Puede nacer. Es un proyecto de algo grandioso. Una promesa. Como cada semilla, como cada niño - tomo el puñado de semillas en el cuenco de la mano con una sonrisa - todos somos la esperanza recién nacida. Cada quien tendrá su historia, elevará las ramas por encima de su cabeza, hacia el sol y las estrellas. Pero todos empezamos como una semilla, un pequeño secreto a punto de crecer.
Acaricié la semilla con la punta de los dedos. Sentí una rara sensación de ternura y de portento, como si acabara de descubrir un secreto asombroso, desconcertante que no terminaba de entender. Mi abuela me tomó de la mano y con un gesto, me hizo cerrar el puño, con la semilla oculta en su interior.
- La tierra es el primer paso para un sueño - me dijo - y cada semilla es una historia a punto de comenzar. Como tu la eres. Eres un sueño, eres un momento perfecto en el tiempo. Y cada uno de los que vivas, lo será también. Toma la semilla y cada vez que te preguntes por qué necesitas ser niña justo ahora, recuerda que la semilla está esperando también su momento. Un eterno renacer.
Sentí la semilla palpitandome en la mano. Viva, tan viva. Y sonreí, asombrada, como si todos los secretos del futuro se me revelaran en un pensamiento único: seré. Creceré. El mundo espera por mi.
De vez en cuando, aún miro mi semilla. La contemplo, aún fuerte y cálida, símbolo de todos los secretos del mundo. La mujer que soy, sonríe como la niña que fui y juntas soñamos con lo que vendrá, con el tiempo entre los sueños y la aspiración de bondad. La esperanza, más allá de todo.
Tal vez, una manera de soñar.
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