domingo, 19 de octubre de 2014
Del Mapa de las estrellas a otras historias misteriosas. Cuentos de brujería.
Mi fotografía favorita de mi abuela, es una donde aparece muy joven, con una elegante mantilla cubriendole el cabello, de pie en una especie de descampado donde se puede distinguir la silueta escualida de un único árbol. Ella está de pie, con los brazos cayéndole junto al cuerpo y su rostro tiene una expresión curiosa. Debió ser muy joven cuando se la tomaron: una adolescente delgaducha y huesuda, que sonreía con cierta timidez. La imagen tiene algo de bonito y también de inquietante, a medio camino entre un paisaje arrasado y una promesa misteriosa.
A ella le encantaba contar la anécdota de cómo se la habían tomado. Había sido en algún lugar entre la pequeñísima ciudad de Villa de Cura (en el Estado Aragua) y la ciudad de Maracay. Un trayecto muy rural, rodeado de montañas muy tupidas y árboles venerables. El fotógrafo era un chico que conocía y que le gustaba mucho y que mi bisabuela - seguramente sabiendolo - había invitado a realizar el corto y bonito trayecto.
- Me asombraba que tuviera una cámara. Era un tiempo donde la fotografía era toda una rareza en Venezuela. Él llevaba la suya, una vieja Kodak gigante a todas partes. Le tomaba imágenes a todos. Me decía que podía detener el tiempo - me dijo en una oportunidad. La escuché con muchísima atención, encantada y entusiasmada. A mi lado, mi amiga Flor soltaba risitas emocionadas - cuando le dije que me había enamorado de ese árbol, me dijo que me lo obsequiaría para siempre.
Vaya, podía imaginar esa escena con toda claridad. La chica delgada y preciosa, de cabello cobrizo y ojos amarillos, de pie en medio del descampado, con la mantilla anudada debajo de la barbilla. Mi bisabuela y mi bisabuelo, esperando en el viejo Ford Fairlaind de la familia, quizás impacientes. Mi bisabuelo, seguramente malhumorado, ella abanicándose por el bochorno de la tarde. Pero el muchacho - que yo me imaginaba muy guapo y atlético - estaba ajeno a todo eso. El mundo era la cámara que estaba sosteniendo la cámara contra el pecho, para robar ese momento al tiempo. Había algo de extraordinario en la historia, como si cada cosa ocupara un lugar simbólico y muy bello, que me gustaba paladear como un buen libro.
- ¿Y que pasó después? - chilló Flor - ¿La besó en la boca Celita? ¿Como las películas?
¡Me escandalicé! ¿Cómo Flor le podía preguntar aquello a la abuela? No podía imaginar a mi venerable Celia, con sus canas y su bello rostro arrugado, siendo una muchacha de mejillas sonrojadas que miraba con ojos brillantes a aquel desconocido que tanto le gustaba. Pero así había sido, al parecer: abuela soltó una carcajada y miró la fotografía con ternura.
- No allí. No de inmediato. Pero sí, lo besé - dijo. Yo dejé escapar un jadeo de emoción - algo como un Oh....! muy sorprendido - y Flor batió palmas, encantada - el caso es que ese día, quería esa fotografía, con ese árbol, bajo esa luz. Fue el día en que mi madre decidió buscaramos a las otras brujas.
Flor se quedó muda de la impresión y he de decir que yo también. No entendí la frase ¿Qué quería decir con eso? ¿A cuales otras brujas? Aguardé, impaciente. Abuela seguía mirando la fotografía con una sonrisa meláncolica y feliz. ¡Quería escuchar que más tenía que contar! Pero sabía que la abuela lo haría cuando estuviera preparada o cuando sus recuerdos se lo permitieran, en todo caso.
- Hacia semanas que mi madre no hacia más que hablar sobre eso. Quería que viajaramos desde Caracas a Villa de Cura, para hablar con nuestras viejas tias. Quería saber un poco más de nuestra historia familiar, como había sido el trayecto de todas las antiguas historias que atesorabamos hasta sus manos. Insistía e insistia. Yo no lo veía tan importante.
La bisabuela era una mujer formidable. Alta, de cabello aún más cobrizo que el de abuela, tenía un porte imponente: el rostro anguloso, los grandes ojos oscuros de mirada dura. Sonreía sólo a veces y siempre que lo hacía debía haber un buen motivo para hacerlo. Uno que ameritara descubriera sus dientes blancos y un poco torcidos y que le llenara el rostro de arrugitas. Si no, era sólo ella: extraña, altiva y distante, con el rostro bello sereno y apacible. Me gustaba mirarla. Ella decía que yo era una gran curiosa y me hacia salir de su habitación. Nunca supe si me lo decía por halago o como reprimenda.
- ¿Y que pasó? - preguntó Flor. Abuela sonrío y colocó la fotografía de nuevo sobre el anaquel de la biblioteca.
- Fuimos a Villa de Cura, claro. Es un pueblito muy pequeño. O lo era. Ahora ha crecido. Pero antes, hace décadas, era sólo tres calles con muchas casitas en mitad del descampado. Allí estaban nuestras viejas tías, las primeras que habían llegado a Venezuela.
Esa parte de la historia la había escuchado antes: las primeras mujeres de nuestra familia habían llegado al país luego de la primera Gran Guerra Mundial, huyendo de una Europa hecha pedazos. La tia M. (que no era realmente mi tia y a decir verdad, no sabía que parentezco tenía conmigo ) había tomado a sus hermanas y a su madre viuda para hacer el peligroso trayecto hacia America, hacia una Venezuela muy joven y fértil que prometía vida en lugar de muerte. Había escuchado sobre sus largos días a la deriva, en un barco pequeño y frágil, en cómo una de sus niñas había enfermado de fiebres tropicales a bordo y estuvo a punto de morir antes de desembarcar. Me gustaba la parte de la historia que narraba como tia M. había descendido del barco, con la piel quemada y el cabello en desorden, para mirar esta Tierra nueva, recién hecha, con olor a belleza y a promesas: "Esta es mi casa" había dicho en su bello italiano de provincias. "Este es el lugar que soñé".
- ¿Y que te dijeron? ¿Tu mamá les preguntó sobre las otras brujas Celita? - Flor estaba tan entusiasmada que tenía los dedos clavados contra las mejillas. Yo escuchaba todo muy atenta, impaciente. Pero abuela se tomaba su tiempo, mirandonos con sus bellos ojos amarillos llenos de la reposada luz de los recuerdos.
- Las abuelas se alegraron de vernos. Nos prepararon almuerzo y nos pidieron quedarme. A mi me dieron la habitación junto a mi madre y a mi amigo, lo hicieron dormir junto al patio - se echó a reir - no sé que pensaron, pero se preocuparon que él fuera tan raro, tan guapo y tuviera una cámara.
Sonreí. Flor soltó otra de sus risitas, con las palmas de las manos pegadas a los labios.
- Se asombraron por las preguntas de mi madre. Para ellas, la historia era sabida, parte de la sangre. No sabían por qué le preocupaba tanto. Pero mi madre se los explico: "Llegó el momento de ordenar todo. De hacerlo comprensible. La nueva generación llegará pronto".
Muchos años después, sabría que la bisabuela se había comenzado a preocupar por esas cosas, cuando su hija mayor se casó y tuvo a mi madre, una niña hermosa a quien de inmediato le siguieron mis dos tias. A los pocos, su hija menor también se convirtió en madre. Y también, su hijo más pequeño. De pronto, la vieja casa de El Paraíso, en Caracas, se lleno de niños. Las nuevas ramas de un árbol muy viejo.
- Las tias entendieron. Así que comenzaron a buscar. Fueron días de días, de revisar viejas cajas y muebles. Y de pronto, al historia comenzó a surgir.
Me recorrió un escalofrio. Esta parte de la historia si no la había escuchado nunca. Abuela seguía mirando su fotografía. Tenía una extraña expresión lejana, remota. De pronto, de entre sus arrugas y sus mechones de cabello blanco, reconocí a la muchacha de la fotografía. La jovencita de ojos amarillos y entusiastas. La imaginé sentada junto a mi bisabuela y mis tias muy ancianas, revisando cuadernos, cartas, hojas de papel sueltas, fotografías que nadie reconocía. Sentí una extraña mezcla de anhelo e impaciencia. ¡Yo también quería conocer lo que habían descubierto!
- Fue entonces cuando tia M., a quien sólo conocía por las historias de casa, tomó cuerpo y rostro - murmuró por fin - Ya no era un nombre al azar, uno entre tantos de una familia muy grande. Era una mujer fuerte que había huído de su Napoles Natal para evitar a la muerte, para encontrar un nuevo suelo que pudiera pisar sin temor a la sangre derramada. Era como si viviera de nuevo, en sus cartas apasionadas, en sus meticuloso Libro de las Sombras. Ella y sus hijas sin padre, su madre viuda. Mujeres solas en un país remoto y muy joven. Casi tanto como ellas. Mujeres que llegaron para trabajar. Y lo hicieron, en todo lo que pudieron. Decididas a crear un nuevo hogar aquí, en esta Tierra bendita de luz y verde.
Suspiro. Yo me estremecí, como si subitamente, asumiera que mi familia había existido mucho antes que yo naciera. Una idea desconcertante para mis jovenes diez años, una sensación extraordinaria que me hizo sentir de pronto muy pequeña, frágil. Era como si comenzara a tantear los límites del mundo, de lo que crea la vida, lo que la sostiene. Ese fuego elemental que nace y se eleva por encima de los sueños a medio realizar. Vida pura, de la Tierra, del árbol recién nacido. Hombres y mujeres que estuvieron aquí, antes que mi historia siquiera comenzara a dibujarse en las líneas del mundo. Un pensamiento alucinante.
- También encontramos el nombre de su madre, G., que nadie conocía hasta entonces o lo recordaba. Y él de su madre también, que había muerto en Napolés, durante la Guerra. Poco a poco, reconstruimos la historia, a piezas. De una familia feliz en un país radiante de sol, que había tenido que enfrentarse a un continente herido por la violencia y el miedo. Poco a poco, comenzamos a atar cabos, a construir algo más grande que el todo los días.
Miré a mi alrededor. Creía haber escuchado esa historia antes, aunque no sabía quien me la había contado. La de cómo mi abuela y mi bisabuela, se dedicaron a recopilar los viejos libros de M., a reconstruirlos, cosiendo sus tapas de cartón con tela, limpiando sus páginas retorcidas por la humedad. De como les llevó años, traducir sus rituales, volverlos a copiar. La manera como habían pulido y recuperado cada uno de sus objetos tradicionales, para que formaran parte de nuevo de su familia. Así, había llegado su retrato a casa, pensé, mirándola otra vez. Una mujer de cabello largo y oscuro, parecido al mio, que desde la pintura medio borrada, me contemplaba con ojos tristes. Era el motivo, por el que abuela utilizaba su pequeño caldero de metal para quemar especias o que tia E. usara su daga para celebrar la Luna. Su historia ahora era parte de todas, de todos los recuerdos que heredaríamos a quienes vinieran después de nosotras, quien mirarían su pintura ajada para celebrar a esa mujer valiente que había luchado para vencer el temor.
- ¿Y las otras brujas? - dijo Flor. Sentada muy erguida en la silla de madera del estudio, parecía atenta a cada expresión y palabra de mi abuela - las que vinieron antes de tia M. ¿Las descubrieron?
Abuela no respondió de inmediato. Se quedó de pie, frente a la enorme biblioteca. Era un mueble enorme, repleto de arriba a abajo de libros en diferentes estados de deterioro, hojas de papel, pequeñas ramas de hierbabuena seca y albahaca. También había muchas esculturas diminutas de Dioses y Diosas, lápices de madera, boligrafos de metal y plástico. Era como un pequeño Universo, vasto y complicado que de niña me enseñó que el conocimiento es el poder de crear, de tomar tu imaginación y brindarle todos los colores del mundo. Era el símbolo de muchas cosas en mi vida, aún cuando era niña, pero sobre todo, de nuestra historia, de todas las cosas que nos unían, ese hilo enorme y venerable que pertenecía a cada una de las mujeres por igual.
- Sí, claro. Hubo muchas historias. Una tras otra que nos hablaron de un fragmento de historia que aún estaba por contarse - respondió por fin - un misterio diminuto que habría que descubrir. Pero eso ya eso es parte de otra historia.
Flor y yo nos quejamos, entre gemidos y suplicas medio susurradas. Pero mi abuela río en voz alta y sacudió la cabeza. Nos tomó de las manos y nos condujo a la cocina. La miré enfurruñada mientras nos servía leche y galletas.
- No es justo ¡Yo quiero saber! - me quejé con mucho melodrama. Flor asintió con expresión dolorida y trágica. Abuela soltó una risita.
- Y lo sabrán. Pero no hoy.
Más quejas. Mi abuela las ignoró todas. Nos dejó allí, mientras salía a su jardín antipático, para mirar los últimos rayos del sol. Flor se encogió de hombros, masticando las galletas con cierto aburrimiento.
- Cuando te lo cuenten ¿Me lo vas a contar?
Miré por la ventana. El sol caía en lentos relumbrones sobre la hierba verde y mal cortada. La luz lo inundaba todo, como una gran explosión, con olor a montaña fértil, con el sonido de la ciudad como telón de fondo. Vi a mi abuela caminar entre el resplandor dorado, con su acostumbrado paso reposado. Me gustó mirarla, tan solitaria y a la vez, tan unida a cada cosa a su alrededor, a cada hoja elevandose en el viento, a esta casa que era suya y nuestra, a la historia que atesoraba, que nos pertenecía y guardaba con reverencia para el futuro. Tuve una sensación de profundo cariño, no sólo hacia ella, sino hacia la palabra ancestral que guardaba nuestros secretos, nuestros rostros a la distancia.
- La historia de las brujas es del mundo - dije. La palabra bruja resonó clara y diáfana, en ese atardecer inolvidable - Claro que te contaré.
La luz menguó, parpadeó. Se hizo carmesí y caliente. La belleza como un risueño parpadeo en medio de la línea azul de la oscuridad de la noche.
***
Miré a mi abuelo boquiabierta. Él me devolvió la mirada, un poco desconcertado.
- ¿Qué pasa niña?
Lo había encontrado en el cuarto de las herramientas, sentado frente a su mesa de trabajo, inclinado sobre un objeto que reconocí de inmediato. Era una vieja cámara Kodak de aspecto venerable, cuyos remaches de metal brillaban bajo la luz cruda del techo.
- ¿Y esa cámara?
- Ah, esto - soltó una de sus carcajadas dulces - es mía. De jovencito me encantaba fotografiarlo todo. Estaba obsesionado con eso. Quería atesorar cada momento. De manera que mi padre me obsequió una cámara y empecé a coleccionar tesoros.
Como una bella muchacha, de pie en un descampado, frente a un árbol olvidado, pensé asombrada. Me senté a su lado. Abuelo me pasó un brazo por los hombros.
- Debería contarte más sobre esa época. ¿Sabes esa foto de tu abuela en su biblioteca? se la tomé yo. Te contaré como pasó.
Sonreí, encantada. De pronto pensé que todas las historias son mágicas, las pequeñas, las delicadas, las olvidadas, las dolorosas. Y yo quería contarlas todas, me dije, con una rara sensación de emoción que no pude explicarme bien. Yo quería llevar esas historias como M. había llevado la esperanza: una forma de soñar.
Quien sabe, quizás lo haría, me dije escuchando la voz dulce de mi abuela. Quizás lo haría la mujer en quien me convertiría.
Quizás.
C'est la vie.
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