martes, 21 de octubre de 2014
Historia incompleta.
El mar tiene un aroma cristalino, enorme. Tan antiguo que creo cualquiera pudiera reconocerlo incluso si nunca le ha visto. Es una sensación, que se lleva en alguna parte de la memoria residual y biológica. Una escena concreta que todos recordamos alguna vez.
Me detengo frente a la orilla. El mar me acaricia los dedos de los pies, tibio y callado. No hay nadie más que yo en esta tarde brumosa, en medio del silencio de las olas suspirando. Y pienso, que Venezuela es esto. Que es esta belleza impecable, esta instantánea de identidad de la Tierra fértil que tomos, es la manera más simple de definirla. Cuando me inclino para tomar un puñado de arena entre las manos, estoy llorando.
No sé por qué lloro. Podría ser tantas cosas: la belleza que me conmueve, el hecho de sentirme sana luego de dos semanas muy díficiles de un cuadro médico que me dejó vulnerable y como abandonada de mi misma. O quizás, no puedo contener las lágrimas cuando pienso que algún día, quién sabe si más pronto de lo que temo, recordaré este día con especial cariño. Quizás despertaré en un país nuevo, bajo un cielo desconocido y recordaré con todo detalle, el día en que decidí recorrer la línea de la Playa para sonreír a Venezuela, la que recuerdo, la que añoro, la que te atoso. Seguramente parpadearé, sorprendida que pueda recordar tan claro el cielo gris perla, la arena caliente por el sol del mediodía, el olor exquisito envolviendome. El mar en todas partes, en su eterno vaivén. Y será, un recuerdo que me hará sonreír, cuando me prepare el café de todos los días, frente a una ventana que no me reconoce, con una taza recién comprada. Miraré la calle que todavía no reconozco bien pero no veré sus ladrillos de concreto bellamente agrietado, los árboles retorcidos por el frío que se alzan en un lento espiral hacia el infinito. Veré la playa, este trozo de trascendencia, ese tranquilo deambular en medio de una belleza asombrosa y tan sencilla. Pensaré entonces que no sabía esa mujer inocente, que se remangó los jeans para caminar descalza entre los cánticos de las olas, no sabía que valioso era ese sencillo instante, esa sensación del agua latiendo entre los dedos. La línea interminable del mar, extendiendose en todas direcciones más allá de la esperanza.
Y quizás lloraré, como lloro ahora, por ese recuerdo tan preciado. Diminuto. Venezuela en todas partes, en este azul de terciopelo, en este cielo de plata. Entre mis dedos fugitivos. Estarás conmigo, porque yo estoy contigo. Porque eres parte de mis recuerdos, incluso de los que aún no vivo. Porque seré, donde sea que esté, tu hija. La que te recuerda, la que te sonríe, la que te sueña. Incluso en esa ventana de ladrillo que aún no sé donde se encuentra, aún desde aquí, en este momento sin nombre que sé que recordaré para siempre.
En Venezuela nos acostumbramos a despedirnos. De a poco, como cosa de todos los días. Nos despedimos de la Venezuela que recordamos, del futuro que construimos. Nos despedimos de ese país de las esperanzas casi inocentes. Del cielo extraordinario, de los paisajes inolvidables. Nos despedimos de nuestra propia historia. Y quizás, incluso de cosas más simples, más intimas, más sutiles: de esa identidad de la tierra donde naces, de esa noción del quien somos que forma parte de una idea mucho más fuerte y profunda que incluso el gentilicio. Nos despedimos del derecho y el deber de ser Venezolanos, ciudadanos a pleno derecho. Nos despedimos de nuestra propia concepción del país.
Antes, los Venezolanos asumíamos el país como el futuro inmediato: era parte de esa incertidumbre apenas comprendida, de la que asumimos ideal, la que creemos parte de esa esperanza de lo que ocurrirá. Era el plan inmediato y el a mediano plazo, las concepción de las cosas como parte de nuestros proyectos y sobre todo, sobre esa concepción del país como meta. Pero la generación nacida de la diatriba, del enfrentamiento, de la política del resentimiento, aprendió bien pronto a que la Venezuela que sueñas es muy distinta que la real, que la Venezuela de las expectativas se desplomó en la de las ruptura histórica. Somos una generación descreída, que perdió la inocencia muy pronto.
Hace treinta años años, mi tio obtuvo una beca para cursar estudios del Postgrado en Europa. Me cuenta que cuando la recibió, entre sus expectativas jamás estuvo abandonar Venezuela o utilizar el empujón para intentar hacerlo. De hecho, me dice que durante los tres años en que vivió fuera del país, siempre sintió una urgencia inmediata por volver, por trabajar en suelo propio, por comenzar su vida en el lugar que escogió para envejecer.
- Jamás habría pensado en la posibilidad de no regresar - me dice cuando se lo pregunto - jamás pensé en la posibilidad de continuar mi vida en otro país. ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía? Probablemente no comprendas el razonamiento, pero ese regreso era lo mejor que podía ocurrirme. Volver a mi país para trabajar en lo que mejor sabia hacer y prosperar en mi tierra.
El pensamiento me desborda, me desconcierta. Crecí en un país donde la mayoría de los jóvenes de mi edad comenzaron a replantearse el futuro, donde de hecho, el futuro parecía más relacionado con la necesidad de emigrar que con cualquier otra cosa. Me hice adulta en un país, donde la única opción de prosperidad es la que puede brindarte esta huida forzada, este abandono de la identidad a pasos forzados. Esta despedida perpetua no sólo al país, sino a quien fuiste, quizás a lo que soñaste y aspiraste.
Todos los recuerdos de una posibilidad, de una esperanza. ¡Como me duele perderla! Como me duele imaginar una vida lejos de este útero de tierra y mar donde crecí. Que herida tan dolorosa la de saber que quizás tendré que decidir sobre mi amor por ti y mi futuro, el que construyo a diario, el que sueño en cada momento de vigilia. Porque a veces pienso, Venezuela, que este vinculo misterioso y benigno que me une a tu olor, al sonido profundo de tu imagen en mi mente, entorpece mis pasos hacia lo que quiero ser, hacia lo que aspiro ser. Que cansada me siento a veces de luchar contra el temor, contra este sufrimiento discreto de comprender que probablemente llegará el momento donde deba despedirme, no sólo de ti sino de todas las cosas que representas. Porque país no es sólo la Tierra que se pisa, sino los recuerdos que atesora. País es esta extraordinaria sensación de pertenencia, de sentirte mía, tan absolutamente mía que a veces siento que no sé donde termina lo que sueño de ti y lo que eres, lo que me perteneces en mi historia.
Ah, Mi Venezuela. Lo que daría por perdonarme la duda. Lo que daría por mirarte de nuevo con una sonrisa sin lágrimas. Pero no puedo. Quizás me hice débil. Quizás me hice mucho más cínica. No lo sé, pero lloro. Con las mejillas calientes de angustia. Con los dedos rigidos de tensión. Te lloro y me lloro. Te olvido, te recuerdo. Estoy aqui cuando no lo estoy.
Dejo caer el puñado de arena. Continúo caminando. El viento me golpea el rostro. Las lágrimas carecen de valor.
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