martes, 7 de octubre de 2014

Todos los rostros de la Venezuela actual: La gran estafa histórica.





Leo la noticia que anuncia que el difunto Hugo Chavez Frías ganó el premio Nacional de la Cultura, sin sorprenderme. No es el primer premio que la figura del fallecido presidente gana: desde el premio Nacional de Periodismo hasta dedicar a su memoria el pasado festival de Poesía en Caracas, el oficialismo parece insistir en la necesidad de apuntalar la figura del líder muerto de cualquier manera posible. Lo hace, utilizando toda la maquinaria del Estado, sin que parezca importarle demasiado los medios que use para lograr esa reiteración del Chavez convertido en mito a todo nivel. Después de todo, Hugo Chavez Frías, lider eterno de una revolución insustancial parece cumplir con su muerte el destino progresivo de todo ídolo emocional: convertirse en una metáfora de la época en que vive, en una visión muy elemental sobre la sociedad a la que pertenece. En nuestro caso, Hugo Chavez Frías representa esa aspiración del Venezolano por el mesianismo o la martirización, que en algunos casos parece ser la misma cosa y entenderse de manera idéntica.

A dos cuadras de mi casa, se levanta una invasión con treinta habitantes que durante casi tres años y un poco más, han intentado demostrar que Chavez viven. Ocupan un terreno baldío árido: desde que lograron violentar la cerca de seguridad y levantar una precaría construcción de zinc y yeso quebradizo, la imagen no ha cambiado para el grupo de hombres y mujeres que se llama así mismos “pioneros”. Se trata de uno de los tantos intentos de los Chavistas de base, los convencidos en la reivindicación Social, que los espacios Urbanos deben ser reconstruídos y retomados por el llamado de Hugo Chavez a “democratizar la tenencia de tierras”. De hecho, en una de las pintas que rodean el terreno se puede leer: “Chavez nos regaló Venezuela”. Chavez, que no Maduro y es una salvedad importante. Porque el rostro que llena las exiguas paredes tambaleantes, las banderas de tela y las pancartas que rodean el terreno sólo muestran a Chavez, en fotografías en diferentes estados de deterioro. Un Chavez juvenil, vestido con uniforme verde y boina roja. El Chavez “Comandante eterno”.

El grupo de pioneros ha disminuido. Al menos la mitad de quienes habitaban el terreno al principio de la invasión, han abandonado el lugar. Ahora, el pequeño grupo se ha vuelto más cerrado y desconfiado, por lo que resulta difícil que pueda acercarme al lugar. Hay una especie de línea de seguridad formada por carteles — de Chavez, por supuesto — que evita que cualquiera que no forme parte del cada vez más pequeño grupo, pueda pasar. De manera que cuando me detengo, a unos metros, observando con curiosidad la estructura, un hombre desconocido se apresura a acercarse a donde me encuentro.

— Vayase pa’ su casa que aquí na’ se le perdió — me grita. Lleva una camiseta roja con el consabido monograma de los ojos de Chavez. Y está furioso, como si el caminar por la zona que considera suya, fuera un exabrupto imperdonable de mi parte. Varios transeúntes aceleran el paso, el vendedor del kiosko cercano inclina la cabeza. Me quedo de pie, entre sobresaltada y enfurecida, sin saber que hacer.

— Vivo aquí hace casi veinte años — le digo, señalando el grupo de edificios que rodean el terreno — tengo todo el derecho de caminar por donde quiera.

— Por eso es que Chavez jodía a los ricos — me responde, cada vez con mayor furia — Na’ esto es de nadie. Todo esto es del pueblo y a uste’ se les olvida.

Sigo caminando. Me obligo a no continuar una discusión estéril, en medio de una calle concurrida que trata de ignorarla. Cuando miro a mi alrededor, nadie me mira: todos parecen entre desconcertados y preocupados por la escena. El hombre vuelve al interior de la invasión y cierra la improvisada puerta de madera desvencijada que cierra la propiedad — o intenta hacerlo — con un sonoro portazo. El Chavez de la pancarta que cubre la puerta de madera desvencijada de la invasión, se tambalea, a punto de caer al suelo. Lo observo y me sorprende la simbología casual, que a nadie le importa, del rostro del presidente muerto roto y amarillento, a punto de desplomarse en entre la basura abandonada, entre los restos de comida que comienza a descomponerse que rodea la invasión. La Venezuela huérfana la pedigüeña. La de la mano extendida.

La imagen de Chavez fue explotada aún durante su vida. Desde su segunda campaña Presidencial, una enorme fotografía suya llena oficinas de Ministerios, instituciones Gubernamentales, dependencias administrativas. Es siempre la misma imagen: el Chavez vestido con un traje impecable, que parece incomodarle, llevando la banda presidencial. Mira al frente y no sonríe. Es la imagen de ese poder incómodo que detengo, conseguido a fuerza de inspiraciones carismáticas y osadía política. Chavez, el hombre fuerte de un país muy débil.

— Lo tenemos pa’ que nos recuerde que en la Revolución hay que trabajar — me dice la encargada del lugar donde intento renovar mi cédula de identidad. Es un improvisado punto de identificación, provisto de un par de portatiles, mesas y sillas de plástico, atendido por seis funcionarios uniformados con camisetas con el logotipo del SAIME (Servicio Administrativo de Inmigración y Extranjería) bordado sobre el pecho. La imagen de Chavez, ondea desde una pancarta de papel colgada en la puerta de la camioneta en la cual se trasladan.
— ¿Como se lo recuerda?
— El Presidente Chavez nunca dejaba de trabajar. No dormía por estar pendiente del país — me explica la mujer con una sonrisa casi triste — tomaba muchísimo café y se desvivía por echarle el hombro al país. La foto nos recuerda que hay que trabajar mucho pa’ sacar a este país para adelante.

No respondo. Otro de los funcionarios que participa en el operativo, ríe en voz alta mientras conversa entre susurros por su teléfono celular. Una larga fila de hombres y mujeres atraviesa la avenida, dobla la esquina. Pero el funcionario, continúa sacudiendo la cabeza, apretando el teléfono entre el hombro y la oreja, acariciando con torpeza las teclas de la portatil frente a la cual está sentado. La mujer que me atiende, le echa una mirada también y después sacude la cabeza. Le grita algo — “Ponte a trabajar que tienes un gentio esperando” — , el hombre la ignora, continúa enfrascado en su conversación. Ella vuelve a lo suyo, con los labios apretados, aparentemente avergonzada.

— Contra la flojera, el Comandante nos advirtió mucho — me dice por último, cuando me extiende la cédula plastificada. La fotografía tiene un aspecto irregular, desigual y borrosa, la impresión es deficiente — pero no todos hacen caso.

Tampoco respondo a eso. Le agradezco en voz baja su eficiencia y me apresuro a salir del pequeño tumulto, donde un hombre reclama en voz alta al funcionario del teléfono su “vagancia”. El hombre le da la espalda. El monograma de los ojos de Chavez le mira ceñudo.

En la comandancia General de la Guardia Nacional de Venezuela, hay una enorme pancarta de Hugo Chavez Frías, besando con un extraño gesto torcido una bandera medio envuelta en un mastil. No es una fotografía hermosa, mucho menos edificante. De hecho, la imagen es un poco inquietante, tiene algo de incómoda, como si el Chavez de la fotografía estuviera a punto de desplomarse al suelo, con los mofletes cubiertos de sudor y los ojos entrecerrados. Cuando me detengo a mirarla, logro leer la pequeña frase impresa a un lado “El Comandante eterno, con su ejemplo siempre”. Lo leo, mientras a mi alrededor, el olor nausebundo de las aguas negras parece elevarse desde las esquinas taponeadas de basura. De hecho, la bella casa que sirve como sede a la Comandancia, está rodeada de una línea de desperdicios que tengo la impresión, nadie ha recogido durante al menos una semana. El olor me supera, me abruma. Retrocedo, cubriendome la nariz como puedo. Camino unos cuantos metros. La imagen de Chavez se deforma a la distancia. Ahora noto que en el Cartel, también hay otra leyenda, una transparencia con la conocida firma de Chavez y también lo que parece ser un paisaje de Venezuela. La superposición de símbolos me aturde un poco, me enfurece aunque no sé muy bien por qué. Continúo mirándola, intentando comprender mis propias reacciones. ¿Qué es lo que me molesta tanto? ¿La obvia provocación del mundo militar que declara su fidelidad no al país que dice representar sino a una figura política? ¿Que simplemente se trata de una opera bufa, la imagen incómoda de un hombre fallecido, que intenta representarse como la Venezuela que le sobrevive? No lo sé. Cual sea la respuesta, la imagen me perturba, me angustia. No sé exactamente como interpretarla.

Casi a la altura de la Estación del Metro de Capitolio, en el Centro de Caracas, hay una imagen muy parecida de Chavez. También, tiene un gesto torcido, con la cabeza levemente ladeada. Es una fotografía de su último acto de masas, durante el cual estuvo bajo un torrencial aguacero. La imagen, melancólica y con un aire trágico, se eleva en una gigantografia monumental en el muro derecho de una dependencia oficial. Bajo la imagen la frase “De tus manos brota agua de vida” parece describir una escena mágica, cuando en realidad se trató del último gesto público de un hombre agonizante. Para entonces, Hugo Chavez Frías atravesaba la fase terminal de un cáncer especialmente agresivo que finalmente lo llevó a la muerte. Pero la imagen, exaltada a los altares de la imaginación popular, tiene un brillo casi religioso, despierta una devoción muy cercana al fanatismo en sus seguidores.

Camino en la calle que cruza exactamente bajo la inmensa imagen. Un grupo de vendedores ambulantes ocupan casi por completo la acera: Ofrecen los artículos que desde hace unos cuantos meses, desaparecieron de los anaqueles de los supermercados del país. ¿El precio? El quintuple — en el mejor de los casos — que el indica la  celéberrima ley de precios justos. Desde la Harina Pan — que se vende en locales comerciales de manera restringida — hasta artículos de belleza y de limpieza, la variedad de lo que ofrecen los buhoneros es casi infinita.

— Bueno Mija, nosotros también tenemos que vivir. El Gobierno sabe que somos los que votamos y que no estamos haciendo na’ contra nadie. Quien quiera comprar, compra. Nadie los está obligando — me dice una vendedora, una mujer de unos sesenta años que se abanica con un trozo de cartón mientras cuida bajo el sol inclemente del medio día la mercancia que vende: pasta de dientes, pañales para niños, paquetes de azúcar refinada. Cuando le pregunto como logra obtener productos que desaparecieron de los anaqueles comerciales hace meses, suelta una carcajada y sacude la cabeza.

— Al parecer ustedes están mejores surtidos que cualquier supermercado — le digo.
— Aquí hay de to’ si sabe donde buscar — me dice — mija, este país es del que sabe donde meté la mano.

No sé que responder a eso. Siento una rara combinación de amargura y algo más elemental, concreto. Una cólera que tiene mucho que ver con esa sensación del país en escombros, que se derrumba en medio de un caos progresivo, bajo la sonrisa cómplice del ciudadano. La mujer parece notar mi malestar y se encoge de hombros.

— Hay que sobreviví… — me dice. Lo hace en voz baja, como una pequeña oración o quizás, algo más confuso, una admisión de culpa que no es otra cosa que una simple mirada al país real, al de todos los días, al de la calle agresiva, al de la política del odio. El país donde todos nos enfrentamos contra un enemigo invisible. Una nueva dimensión del gentilicio o mejor dicho, una reinvención del país a medio construir, el que siempre está de paso, el prometido, el de la esperanza, el de la promesa incumplida.

Junto al Mercado de Quinta Crespo, justo donde se encuentran las últimos mercados y pequeños locales, se encuentra una enorme valla con la imagen de Chavez: saluda al posible transeúnte con un saludo militar, la expresión tranquila, los ojos entrecerrados. La fotografía ha de ser muy vieja: comienza a romperse por los bordes, el papel descolorido se cae a pedazos. Las viejas glorias electorales del Difunto presidente se acumulan una sobre otras: “Chavez no se va”, “Chavez corazón del Pueblo”, “Chavez Para Siempre”. Una pinta desdibuja a la otra, se transforma en una mezcolanza de palabras y de consignas sin el menor sentido. Al pie de la valla, un hombre vestido con harapos, duerme, cubierto por cartones. A su alrededor, un grupo chillón de vendedores ambulantes ofrecen artículos de tocador al triple de su valor. Y en medio de la cacofonía, del bullicio y del desastre, hay una especie de metáfora evidente. O quizás yo quiero verla, pienso, mientras la cacofonía del mercado me llega clara, en ráfagas de voces y gritos, entre los cornetazos y el sonido de los vehículos de la calle. El Chavez de la pancarta parece mirar todo también, desde su eternidad quebradiza, la que va perdiendo bajo este sol radiante de la Venezuela que no existe, de la irreal. De esa noción de mesias y martir que construyó otra cosa: Un símbolo de lo que no es, de lo que probablemente jamás será.

Chavez, no como un símbolo lo del país que intenta encontrar su rumbo político — que tiene que enrumbarse, en palabras textuales del Difunto Hugo Chavez — sino del proyecto a medias, siempre incompleto, difuso y movedizo. El lider de una revolución que se desploma bajo el peso de su muerte y quizás, bajo esa memoria insuperable del martir por conveniencia y el Santo de ocasión.

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