sábado, 15 de noviembre de 2014

Alas de Mariposa y otros enigmas sin nombre. Historias de brujería.




En una ocasión leí que "Las brujas aceptaban la vejez, como la caída lenta de la hoja del estío, el lento aliento del viento entre las ramas". No entendí muy bien de que iba la frase, de manera que le pregunté a mi tatarabuela P. si se sentía como una hoja seca al caer de la rama. Mi abuela, casi centenaria por entonces, con su cabello muy blanco trenzado cayendole sobre los hombros, soltó una de sus escandalosas carcajadas.

- ¿Te parece que soy una hoja seca? - me preguntó con voz seria. Pero sonreía. Sus ojos lo hacian. Me encogí de hombros.
- No, pero...
- La vejez es la época de comprender lo que has obtenido en tu vida, de revisar las cicatrices, de celebrar los recuerdos. De reír y llorar por lo perdido y lo ganado. Desde luego que no me siento como una hoja seca, niña.

Nos encontrábamos en el jardín antipático de la casa de mi abuela, en el lugar favorito de P. junto a las enormes begonias llenas de mosquitos. Se la veía hermosa, con su pantalón de dril de corte varonil, sus zapatos de charol - de ancianita, decía mi prima M. con cierta crueldad - y su blusa blanca, siempre nívea y bien planchada. De hecho, P. siempre tenía un aspecto inmaculado, con las manos pálidas y arrugadas muy bien cuidadas y el rostro radiante, maquillado con delicadeza. A menudo me pregunté para quien se vestía tan guapa, pero claro está, no se lo pregunté. No quería que P. se enfureciera conmigo o algo semejante.

Porque P. era lo que mucha gente podría comprender como una bruja malvada. O a ella misma le encantaba llamarse así. Tenía un gran carácter: le gustaba discutir en voz alta, golpeando con el suelo su bastón y tenía un humor muy mordaz y sarcastico que yo pocas veces entendía, pero había aprendido a temer un poco. También era cascarrabias: era altanera y arrogante - o eso decía mi prima M. con quien se llevaba muy mal - y toda la familia procuraba no buscarle las cosquillas. Era una mujer imponente, además,  con su bello cabello blanco - había encanecido muy joven y jamás quiso teñirse - cayendole sobre los hombros, los labios pálidos levemente apretados, los ojos duros de mirada severa muy atentos. A mi me lo parecía al menos, y procuraba quitarme de su camino siempre que podía. No obstante, a veces me gustaba escucharla hablar, con ese raro acento suyo europeo que le brindaba cierto aire misterioso a las palabras más sencillas. Porque P. extraña y levemente salvaje, era una mujer inquietante, quizás incluso temible, pero seguía siendo mi venerable Tatarabuela. Mirarla, significaba para mi comprender algunas cosas sobre mi familia e incluso sobre mi misma.

Pues bien, a P. le encantaba llamarse "Una bruja malvada". Ella no cantaba en las mañanas, tampoco celebraba la Luna con delicadeza, tampoco quemaba hierbabuena y romero en el caldero. Ella te miraba, con sus ojos garzos, y podía decir con bastante propiedad que habías hecho durante el día o que pensabas en ese preciso instante, aunque trataras de ocultarlo. Muchos años después, entendería que P. simplemente había aguzado el arte del buen observador, pero  aún así, para ese habito suyo tenía algo de inquietante y misterioso. La recuerdo sentada en su butaca favorita, siempre muy erguida, sonriendo con cierta malicia. Contemplando el mundo con una atención feroz.

- ¿Como revisar las hojas de un libro que acabas de leer? - pregunté, intentando entender lo que me decía. Tenía ocho años y acababa de descubrir la maravilla de las palabras, esa mundo espléndido que parecía contener toda la sabiduría del mundo. De manera que para mi, todo lo hermoso y poderoso tenía la forma de un libro, de una página abierta, de una palabra creando un universo nuevo. Tatarabuela me dedicó una de sus famosas sonrisas malvadas.

- No. Como la de una vieja que disfruta haber disfrutado el camino que recorrió.

No me atreví a reirme pero ella sacudió la cabeza, con aire alborozado. Miró a su alrededor, la expresión de su rostro arrugado convertida en algo más profundo y dulce que la mera malicia.

- Cuando tenía tu edad, mi madre, que era una bruja extraordinaria, me dijo que llegaría un día en que agradecería todos los errores, las indiscresiones, los temores y dolores. Que miraría atrás y pensaría que cada uno valió la pena.

Vaya que idea curiosa esa, pensé. Yo siempre estaba preocupada de decir algo incorrecto, de hablar en voz demasiado alta, de cometer un error en el colegio. Mi madre era de carácter muy severo y durante mucho tiempo, había aprendido a cuidar muy bien lo que hacía para no disgustarla. Ahora que vivía en casa de mi abuela, seguía sin acostumbrarse a esa libertad radiante de sus pasillos abiertos para correr, de la escalera donde podía hablar en voz alta sin molestar a nadie, del jardín donde podía correr hasta caer exhausta. Me imaginé que sería bonito eso...sentir que los errores no eran pequeños dolores sino un profundo aprendizaje. Me pregunté si llegaría a creerlo alguna vez.

- ¿Lo sientes ahora Tatu?

- A veces - Tarabuela suspiró. Por un momento su bello rostro sólo fue el rostro de una anciana venerable, sin atisbo de su chispa y travesura - pero a veces todavía me lleva esfuerzo aceptar que he llegado a ese momento de mi vida donde debo llamarme anciana, donde debo...mirarme a mi misma como una. Es complicado. No piensas en ti misma como la venerable, jamás.

Se levantó con esfuerzo. Recientemente había sufrido un accidente de cadera del que aún no se recuperaba. Había sido un día angustioso: llegué del colegio para verla débil y fragil sobre la camilla de la ambulancia, con el cabello despeinado y el rostro contraído de dolor. Me había aterrado verla así y jamás le dije nada al respecto. Me habría detestado de haberlo hecho, pensé sobresaltada. Pero pensé en esa imagen con frecuencia, en su debilidad, en la noción que la fuerte e inteligente P., era una anciana cansada y un poco maltrecha.

No lo pensé en términos tan complejos, claro está. Pero comencé a preocuparme por ella. Cuando volvió a casa luego de su corta estadia en una clinica privada, me dejaba caer por su habitación para llevarle galletas, hacerle compañía, acercarle uno de sus amados libracos de filosofía. Ella se tomó las atenciones con muchisimo mal humor.

- ¿Qué te ocurre niña impertinente? ¿No te gusta cuidar a tus muñecas? ¡Sal de aquí! - me gritó en una oportunidad. Yo me quedé paralizada, dolida y asustada, mirándola con los ojos muy abiertos y luego salí corriendo de su habitación, conteniendo las lágrimas. Me tropecé con mi abuela, que me miró sorprendida. Le expliqué entre jadeos de angustia lo que había ocurrido.

- Oh, no te preocupes, P. no te detesta - me susurró en voz baja, porque nos encontabamos cerca de la habitación de P. y podía escucharnos - sólo está asustada.
- ¿Asustada? ¿De qué?
- De ella misma.

Pensé en esa respuesta durante mucho tiempo mientras caminaba a su lado por el jardin. Me cuidé mucho de parecer preocupada de su paso lento, su respiración trabajosa. Pero lo estaba claro. Me pregunté si debía ofrecerle mi hombro para caminar, pero preferí no hacerlo. Seguramente me habría dado un bastonazo o algo así, pensé un poco angustiada.

- ¿Como te piensas? - le pregunté en cambio. Tatabuela río.
- Como una tipa insoportable - rió y yo no pude evitar hacerlo también - me miro como la mujer que se educó para ser ella misma. En mi época, que una mujer deseara estudiar era cuando menos una locura. O algo tan raro que me llevó mucho tiempo y esfuerzo lograrlo.

La tatarabuela había estudiado en una reputada Universidad de mi país. Y nada menos que filosofía. Lo había hecho de mayor, cuando la mayoría de las mujeres disfrutaban a sus hijos adultos y de una tranquila madurez. Toda una rareza para su época, para nuestra familia, llena de cientificos y artistas, y sobre todo para el mundo que le había tocado vivir. Mi abuela solía contarme que muchas veces la recordaba leyendo a solas, mientras su padre la miraba un poco angustiado por " sus obsesiones" y que más de una vez, había escuchando grandes discusiones en casa sobre la "locura de P. por lo académico". "Hay que trabajar, en esta época más que nunca. Una mujer no vive solo de palabras" solía gritar el tatarabuelo, un hombre muy trabajador y noble, que sin embargo, parecía no entender muy bien a la mujer con quien se había casado. Tatarabuela jamás le hizo caso y continuó estudiando durante toda su vida adulta.

- No eres insoportable, eres lista - le dije. Y era verdad. Era la mujer más inteligente que había conocido. No sólo era capaz de discutir sobre temas muy profundos y singulares que yo encontraba fascinantes, sino además podía coser, pintar, cantar. Era una mujer formidable, un espíritu inquieto que yo admiraba y también temía. Tatarabuela sonrío, con los dientes apretados.

- Es la misma cosa para la mayoría de la gente. La malvada, la insoportable. La bruja del cuento recién escrito - río otra vez - pero sí, jamás me concebí anciana. Mi madre fue anciana desde que la recuerdo: me concibió siendo mayor y pasé la infancia viendola encanecer y arrugarse. Así que me dije: "Oye, jamás seré así". Pero lo soy.

Se detuvo, sin aliento. La imité, con discresión. Se secó el sudor el labio superior con el dorso de la mano.

- La brujería es muy poética, muy metafórica. Imaginamos la vejez como un gran remanzo de paz, como un sueño a medio construir, la vida en un suspiro - sacudió la cabeza - es difícil asumir tanta belleza. Pero un día despiertas, y comienzas a recolectar el conocimiento. Como la hierba, como la siembra. Con los huesos doloridos, las primeras señales de la edad en el rostro. En brujería le llaman a esa etapa "despertar a la Luna", una manera amable de anunciarte que dejaste la plenitud y comienza el lento declive. Ah, pero la Tierra te llama, la tierra te ama, dice las viejas invocaciones.

Seguimos caminando. Me pareció más imponente que nunca, con su rostro angulosos radiante al sol y las manos fuertes vibrando al viento. La imaginé como una mujer joven, espléndida e imaginé que debía haber asombrado a mucha gente, con su elegancia, con su belleza, con esa vitalidad suya tan impactante. La bruja malvada, como solía llamarse, riendo. Decía que bisabuela era la bruja La Sabia, y mi abuela La misteriosa. Una vez le pregunté que era yo y me miró, con los ojos entrecerrados. "El retoño" dijo. Y no sonreía cuando lo hizo. Me gustó esa palabra.

- Y entonces sabes que debes comenzar a comprender el mensaje que te deja la vida - continuó - sabes que debes apreciar lo que viviste. Hace siglos, a las brujas que envejecian las veneraban por haber sobrevivido a lo doloroso y a lo bello. Por haber logrado luchar contra todo lo que duele y abruma. ¿Lo imaginas? Un circulo de hombres y mujeres vestidos de blanco rodeando a la mujer anciana, obsequiandole un objeto que recordara su largo paso por la vida. Una imagen espléndida y dolorosa.

Si, podía imaginarlo. Tatarabuela tomó una lenta bocanada de aire. El viento le alboroto los mechones del cabello que se le salían de la trenza.

- Me gusta pensar que heredé a esta familia mi necesidad de conocimiento, mi manera de ver el mundo - me dijo - me gusta pensar que críe a mi hija para enfrentarse a cualquier idea que pudiera limitarla, que la eduqué para ser libre, para aspirar al poder de construir su vida a su manera. Es una buena cosecha, es un fruto de inestimable valor que espero sea parte de esa interpretación de quienes somos que tiene esta familia.

Capitán, el perro de la familia, que dormía en un rincón del jardin, despertó con el sonido de nuestros pasos y soltó un ladrido amistoso. Mi abuela sonrío y extendió la mano: el perro corrió para acercarse a ella y Tatarabuela le acarició las orejas con una ternura que jamás le había visto dedicar a nadie. Pensé que tal vez no era tan malvada, después de todo. Pero no dije nada, claro. A tatarabuela probablemente le habría molestado mucho ese pensamiento.

- Entonces ¿Te miras como una mujer feliz Tatu? - dije. No sé exactamente por qué le pregunté aquello, porque de entre todas las cosas que me había dicho y sabia sobre ella, esa era la que había escogido para definirla. ¡Pero ni siquiera sabia que era la felicidad! era una niña callada, intranquila, un poco pesarosa. Siempre caminando nerviosamente de un lado a otro. ¿Qué podía saber yo sobre la felicidad adulta? ¿La manera como podía concebirse esta mujer formidable?

Pero ella no pareció molestarle mi pregunta. Se detuvo otra vez, junto al árbol más grande del jardín, el árbol padre que todas las brujas de la casa amaban especialmente. Aún colgaban de sus ramas cintas de colores de la celebración del renacimiento y en sus pies, había pequeños guijarros pintados en acuarela para celebrar los buenos augurios. El árbol que representaba la vida, el poder del conocimientos, los secretos y misterios de la tradición de mi familia.

- No me considero feliz, en realidad. Sólo satisfecha - me dedicó una mirada de soslayo, sus grandes ojos brillantes de sagacidad - y eso, mi querida brujita, es mucho mejor.

Rio y yo la miré asombrada, sin saber porque reía con tanta libertad, una carcajada plena, rotunda. Pero me gustó que lo hiciera, claro. Me encantó que aún tuviera las fuerzas para reir de esa manera y lo que podía significar esa risa como el fuego, tan poderosa como abrasadora.

A veces, pienso en mi tatarabuela cuando veo las primeras señales de la edad en mi rostro. Una pequeño pliegue de piel por acá, una cana por allá. Y me pregunto, que brindaré yo al mundo. Que crearé a partir de este conocimiento que crece entre mis dedos.  Como concebiré el futuro inmediato. Como crecerá el árbol de los misterios en mi mente cuando vuelva a visitarlo. Y sonrío. Porque sé que lo que sea que ocurra después, ahora mismo soy parte de un sueño que se crea así misma, que se levanta más allá de mis brazos abiertos, que sueña con las estrellas, que aspira a la esperanza.

En mí, la bruja, el retoño recién nacido de una historia muy vieja.

C'est la vie.


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