martes, 25 de noviembre de 2014
De las Batallas silenciosas y otros pequeños sinsabores culturales.
Cuando mi amiga Paula (no es su nombre real) le pidieron en la oficina donde trabaja que “mejorara su imagen física”, no se sorprendió. Después de todo, nuestro país brinda una considerable atención e importancia a la estética y su trabajo de atención al público como asesora de administración, requería cumpliera con ciertos requisitos al vestir. Ella, desde luego, los cumplía: siempre había vestido de manera sobria y llevaba maquillaje discreto, como parte su imagen como ejecutiva. Por ese motivo, lo que no esperaba, es que el recién nombrado jefe de Recursos humanos de la empresa le señalara específicamente que debía ser “mucho más femenina e incluso, un poco pícara” y mucho menos que le recomendara “ser más maliciosa”. El hombre, a quien no conocía y que le pidió sostener una entrevista para analizar su “rendimiento profesional” le indicó que tenía varias quejas sobre el hecho que Paula era, a los efectos de la oficina a la que pertenecía, una mujer “austera y sin iniciativa”.
— No entiendo que quiere decirme — contestó Paula — ¿Alguno de los clientes se ha quejado de la manera como trabajo?
— Le hablo sobre su actitud. Se comporta como si no entendiera su papel como empleada. Usted es mujer, atienda a los clientes para que le queden ganas de regresar.
— Lo hago: trabajo bien.
— Eso no es suficiente. Muestre un poquito, sea agradable. Más se pesca con miel que con hiel.
— Trato a todos los clientes con amabilidad y respeto.
— Sea más mujer, es todo lo que le digo.
Paula me cuenta que esa extraña y ambigua conversación fue el principio de una serie de presiones con respecto a su imagen y comportamiento que comenzó a recibir directamente del Jefe de Recursos humanos, siempre disimuladas a través de la oficina que dirigía. Se le reclamó su “poca capacidad para identificarse con la empresa” y se le exigió “seguir los lineamientos corporativos sobre indumentaria y protocolo” que Paula no solo respetaba de manera muy estricta, sino que además, pocas veces habían sido debatidos como parte de su desempeño laboral. En todas las ocasiones en que reclamó la situación, sostuvo entrevistas con el funcionario, que crítico no sólo su aspecto físico y estético — insistiendo que ambas cosas estaban relacionadas con su desempeño laboral — sino que además, comenzó a insistir sobre la conveniencia “de una conversación privada” sobre el particular. Una conversación que según le explicó “debía realizarse fuera de la oficina”, para “relajar el ambiente”. Paula se negó de inmediato a aceptar la sugerencia. El hombre le recordó que de su opinión podía “depender” su estabilidad como empleada en la empresa.
— Yo se lo dije, sólo tiene que ser un poco más amable y todo marchará mejor — le insistió — usted sabrá que hacer.
Durante las semanas que siguieron, Paula recibió múltiples llamadas telefónicas del hombre, exigiéndole se encontraran fuera de las oficinas de la empresa para “conversar de manera más intima”. Paula no sólo se negó, sino que amenazó con denunciar lo que ocurría a la gerencia administrativa de la empresa. El sujeto se burló.
— No juegues con fuego ni te las des de correcta. No ha pasado nada que puedas denunciar. Si sigues, lo más que puede pasar es que te despidan.
Paula se aterrorizó. Envió dos memorandum tanto al departamento jurídico como al administrativo de la empresa. No recibió respuesta. La tensión comenzó afectó su desempeño: perdió un cliente debido a un informe crítico sobre su trabajo que provocó la sustituyera uno de sus compañeros. Después se enteraría que el Jefe de Recursos humanos había enviado un comunicado a varios de las oficinas con que colaboraba, explicando su “Conducta errática” y “problemas de convivencia”. En una ocasión Paula reaccionó de manera agresiva: envío un correo electrónico tanto al Gerente de la empresa como al resto de sus compañeros de oficina, explicando su incomodidad, su preocupación por una situación insostenible y sobre todo, la necesidad de recibir una respuesta apropiada sobre lo que estaba viviendo. En lugar de eso, recibió una sugerencia de parte de la junta directiva de “tomarse un tiempo de distancia”. Dos días después de enviar el correo, Paula fue sustituida en su cargo y relevada por uno de sus compañeros. Recibió una comunicación que debía tomar dos semanas de vacaciones remuneradas. Paula se negó y continuó asistiendo a la oficina. Varios de sus compañeros le recomendaron aceptar la propuesta y uno de ellos llegó a insistirle que “sólo causaba problemas”. Finalmente, la circunstancia se tornó insoportable. Dos meses después fue despedida, a pesar del decreto de inamovilidad que vigente en el país. Luego de denunciar su situación al Ministerio del trabajo y al Ministerio de la mujer, se le aconsejó no aceptar ninguna negociación de la empresa. Un año más tarde, aún no ha recibido el pago por compensación de su despido y tampoco, respuesta legal a su situación. Ahora trabaja por su cuenta como contadora, porque varías empresas se negaron a contrarla al conocer su estatus laboral. Me cuenta que finalmente, comprendió se está enfrentando contra una visión corporativa y administrativa que menosprecia a la mujer y que es, cuando menos, una interpretación social muy frecuente en nuestro país.
— Es probable que nunca logre cobrar mi liquidación ni que nunca pueda demostrar el acoso — me explica — seguramente seré otra estadística en un sistema laboral que no asume este tipo de casos como reales y legalmente viables.
Me lo dice con una resignación que me desconcierta y me preocupa. Como Paola, cada año cientos de mujeres en Venezuela, deben enfrentarse a la violencia de género en forma de acoso laboral. Un problema que aún carece de verdadera tipificación legal y que se analiza desde la óptica de la agresión moral o física contra la mujer. Y es que en nuestro país, los estudios, planteamientos y sobre todo, estadísticas sobre la llamada Violencia contra la mujer en el trabajo son aún muy escasos como para demostrar — y visibilizar — la frecuencia con la que ocurre y aún peor, todas las ocasiones en que la victima debe soportar una situación insoportable y degradante. Desde situaciones similares a la que soportó Paola — que incluyen ataques verbales y sobre todo, menosprecio de su desempeño profesional — hasta situaciones que incluyen agresiones directas como abuso sexual y violaciones, la mujer Venezolana aún no dispone de un instrumento legal que pueda protegerla en circunstancias donde su estabilidad laboral se ve amenazada por el menoscabo a su género. Y es que la experiencia sugiere, que el tradicional machismo en Venezuela, parece interferir e influenciar las relaciones laborales de manera directa o indirecta. En otras palabras, la situación de la mujer Venezolana que sufre de algún tipo de agresión sexual en su lugar de trabajo, carece de un supuesta legal que no sólo pueda tipificar el delito que se comete contra ella, sino además la manera como la ley interpreta su situación concreta.
Resulta poco menos que paradójico, que en Venezuela sólo exista un caso que sentó jurisprudencia sobre el particular: Un ejecutivo bancario fue demandado por siete secretarias por el delito de acoso sexual señalado y descrito en el artículo 19 de la ley sobre Violencia contra la mujer y la familia. Cada una de las situaciones por separado no fue considerada como supuesto legal y ni tampoco reconocida como delito. Todas las victimas, fueron despedidas y de la misma manera que Paola, sufrieron una agresiva respuesta legal por parte de los funcionarios administrativos de la Institución bancaria, una vez que denunciaron su situación. Finalmente, sólo a través de la insistencia de los respectivos abogados y poco después, bajo la estrategia de presentar la demanda en conjunto, lograron obtener un relativo triunfo legal: el agresor fue sentenciado a una condena en suspenso de un año, siete meses y veintidós días de prisión. No obstante, la sentencia jamás fue cumplida y las victimas continúan sin recibir retribución legal o económica por lo ocurrido. La mayoría de ellas continúan desempleadas y otra, admite que considera “Un error” haber tomado acciones judiciales contra quien durante más de cinco años la agredió sexualmente dentro de los espacios de la oficina que compartían.
Y es que Venezuela, al respuesta legal hacia las agresiones sexuales, es siempre insuficiente y sometida a las restricciones sociales y culturales que minimizan el problema. Como lo que sufrió Nora (no es su nombre real)que debió renunciar al lugar donde trabajaba, luego que uno de sus superiores inmediatos le insinuara que para obtener una promoción administrativa debía aceptar su propuesta sexual. O la inquietante situación de Monica (no es su nombre real) que fue golpeada y agredida sexualmente para el hombre con quien trabajaba. Cuando llevó a cabo la denuncia, uno de los oficiales que la recibió, le dejó claro que su relación de trabajo con el agresor disminuía dramáticamente sus posibilidades de demostrar que el delito había ocurrido.
— Llevé el informe forense, aún tenía moretones en brazos y piernas — me cuenta. Aún le tiembla la voz de miedo a pesar de que han transcurrido casi siente años desde el suceso — pero el policía insistió que el hecho que aceptara a trabajar hasta altas horas de la noche con mi jefe, hacia al menos “confusa” la situación.
Mónica insistió a pesar de todo. Logró realizar la denuncia y demandó a la empresa por daños y prejuicios. No recibió respuesta legal, sólo una notificación donde se le advertía que de insistir en el proceso judicial, podría perder “sus privilegios de despido y compensaciones laborales”. A pesar de eso, Mónica continuó el tortuoso camino de enfrentarse de manera efectiva contra un delito sin rostro : tuvo que desistir de la denuncia por agresión sexual — ninguna de las pruebas que consignó fueron consideradas suficientes, incluso un detallado examen médico forense — y decidió continuar insistiendo que había sufrido el delito genérico de hostigamiento laboral. Se enfrentó a la pasividad de tribunales, al desconocimiento, indiferencia y menosprecio de funcionarios judiciales, que le recomendaron desistir debido a lo que llamaron “resultados poco alentadores” con respecto a la denuncia. Finalmente, casi sesenta y cinco meses después de comenzar el proceso legal, el agresor de Mónica fue declarado inocente por un tribunal competente, que se negó a admitir pruebas al respecto e incluso, las declaraciones de nuevas victimas que Mónica logró contactar durante el larguísimo periplo legal. Aunque apeló la sentencia, duda que pueda llegar a conseguir un resultado concreto. Pero aún así insiste.
— Lo haré hasta que logre que mi caso sea visible o al menos creíble — me dice. Porque Mónica, además de su incierta situación laboral — no ha podido conservar un empleo más de dos o tres meses debido a sus antecedentes — debe enfrentarse al estigma de la victima de agresión sexual en nuestro país. Su pareja de por entonces la acusó de haber “provocado” la violencia al aceptar “trabajar con un hombre a solas” y de hecho, buena parte de su familia se opone a que continúe transitando el difícil camino de la justifica en Venezuela. Pero para Mónica, se trata de una cuestión de principios, de una mirada directa a un problema que por mucho tiempo se menospreció y se silencio puertas adentro de empresas y oficinas. Cuando le pregunto si considera que a pesar de todo, vale la pena su lucha anónima, sonríe con cansancio.
— Sí, vale la pena — me responde con sencillez — lo que me ocurrió fue un delito que destrozó mi vida y mis aspiraciones. Me convirtió en una persona distinta. Y lo mismo le ha ocurrido a cientos de mujeres más. Quizás sea inútil pero la alternativa de no hacerlo, sería aceptar que está bien lo que me ocurrió.
La miro, delgada, cansada y afligida. Y me pregunto hasta que punto, el sistema legal Venezolano puede ofrecer justicia — o al menos el supuesto de una posible compensación — a esa agresión directa a la dignidad que supone una agresión sexual. Más aún, una que supone un menoscabo al talento, la visión sobre si misma y su interpretación sobre su propia capacidad personal.
En Venezuela, la tasa de mujeres trabajadoras aumenta progresivamente año con año: para el año 2006 más de la mitad de las mujeres mayores de 15 años se incorporó al mercado de trabajo. Según las primeras y poco exactas estadísticas sobre el delito de acoso, una de cada dos, estará expuesta a sufrir hostigamiento sexual en el trabajo. Además, las mujeres suelen obtener empleos informales (contrataciones eventuales, empleo informal, horarios irregulares), lo que las coloca en una situación muy vulnerable con respecto a su situación laboral. Según datos de la Revista Venezolana de estudios de la Mujer, la mayoría de las mujeres que sufrieron de acoso sexual laboral, admitieron haber soportado conductas incómodas o directamente agresivas durante un considerable tiempo antes de denunciar. Cuando se les preguntó sobre el motivo, las respuestas fueron muy semejantes: temían por su estabilidad laboral si se enfrentaban directamente al comportamiento agresivo de sus jefes directos o empleadores.
Sólo a partir del 25 de diciembre del 2006, la llamada “Ley orgánica para el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia” tipifica como delitos el acoso sexual, el hostigamiento laboral y la violencia en el lugar de trabajo, además de señalar medidas preventivas que deben tomarse para su erradicación. De la misma manera , la Ley orgánica de prevención, condiciones y medio ambiente de trabajo (LOPCYMAT), detalla en su artículo 56, numerales 5, 8 y 9, los deberes de los empleadores y empleadoras para evitar la discriminación en el trabajo, el hostigamiento laboral y el acoso sexual:
Abstenerse de realizar, por sí o por sus representantes, toda conducta ofensiva, maliciosa, intimidatorio y de cualquier acto que perjudique psicológica o moralmente a los trabajadores y trabajadoras (Nº 5) Tomar las medidas adecuadas para evitar cualquier forma de acoso sexual y establecer una política destinada a erradicar el mismo de los lugares de trabajo (Nº 8) Abstenerse de toda discriminación contra los aspirantes a obtener trabajo o contra los trabajadores y trabajadoras (Nº 9) Art. 65 LOPCYMAT
No obstante, la violencia de género y el acoso laboral continúan ocurriendo y siguen siendo considerados delitos menores dentro de la burocracia judicial que padece nuestro país. Ya sea casos de especial gravedad como los sufridos por Paula, Nora y Mónica, o de índole más discreta, como sabotaje y menosprecio de la actividad laboral debido al género, el acoso a la mujer en el trabajo continúa siendo un secreto a voces considerablemente peligrosos. Y es que las implicaciones de un delito anónimo, que la mayoría de las veces no se denuncia pero que ocurre con una lamentable frecuencia, parece condenar a la mujer Venezolana a sufrir un tipo de acoso y limitación profesional que la ley no parece evitar de manera tajante. La violencia de género es un hecho generalizado en los ambientes laborales mundiales: a pesar de eso, no se cuenta con un sólo estudio pormenorizado que muestre la magnitud del problema y sus numerosas aristas. Tal vez por ese motivo, la problemática continúa siendo cada vez más frecuente, y sobre todo, disimulada entre cientos de supuestos legales semejantes que sin embargo, parecen resumirse en una única visión del problema: la vulnerabilidad de la mujer que sufre de una situación semejante.
Sofia es licenciada en Letras. Desde que egresó de las aulas de la Universidad, ha trabajado en diversas publicaciones nacionales e internacionales, como columnista y colaboradora ocasional. Cuando recibió la invitación de colaborar en una revista de considerable circulación, se entusiasmó. Me cuenta que dedicó buena parte de su tiempo y esfuerzo en enviar artículos y textos al editor en jefe de la publicación y de preocuparse no sólo por la frecuencia en que su columna podía ser publicada sino la calidad que podía brindar. Por ese motivo, se inquietó cuando sus textos dejaron de incluirse en el temario de la publicación.
— No encontré una explicación al problema, de manera que escribí. Y uno de los redactores me dejó claro que la única manera en que podía publicar, era “siendo simpática y dulce” — me explica con cierta amargura — cuando le pregunté directamente si mi columna no se publicaba por un problema en mis artículos o aproximación a los temas que debía tocar, me escribió un correo dejándome en claro que “me tienes que agradar para publicar”.
Sofia no publicó de nuevo en la revista — en la cual era columnista acreditada — y de hecho, se negó a enviar algún nuevo artículo. Cuando solicitó asesoría legal al respecto, el abogado al que consultó le dejó claro que aunque podía intentar algún tipo de acción legal contra la página, sus posibilidades de triunfo eran escasas. “Lo más probable es que se ponga en tela de juicio tu talento y no el comportamiento del editor” le explicó. Sofia aún se debate en la disyuntiva de hacer público lo que le ocurrió y proteger su incipiente carrera profesional.
— A veces es difícil tomar decisiones desde la conveniencia con respecto a lo justo — me explica con tristeza — pero en este caso, debo decidir si quiero aspirar a justifica o continuar trabajando.
Una disyuntiva a la cual se enfrentan millones de mujeres en el mundo cada día. Y es que la visión de la protección legal de la mujer en hechos aún de naturaleza jurídica tan confusa, hace que las decisiones de indole legal que deban tomar, se confundan con esa otra visión social sobre su identidad y su desempeño. Una especie de análisis cultural contradictorio que coloca a la mujer en una díficil y compleja situación personal además de profesional.
— Todo se trata de asumir el coste a futuro por una decisión semejante — me dice Paola. Hace unos días su abogado le informó que lo más probable es que el juez que lleva su causa difiera de nuevo la muy pospuesta decisión al respecto de su caso — no hay un mecanismo que realmente te proteja: cuando tomas el riesgo de intentar obtener justicia por tu cuenta. La obtengas o no, forma parte de un planteamiento sobre lo que harás a partir de entonces muy preciso. Y que quizás, no puedas controlar en realidad.
— ¿Que harás si la decisión del juez no te beneficia? — le pregunto. Paola suspira, mira la ciudad a través de la ventana de su pequeño apartamento. Tiene una expresión agotada y pesarosa.
— Pensar que al menos lo intenté.
Una interpretación dolorosa sobre el papel de la mujer que trabaja y más allá, su manera de comprenderse así misma como parte del mundo laboral actual. O quizás, me digo con cierto pesimismo, una inevitable escollo con que toda mujer que aspire al progreso económico y personal, debe lidiar.
C’est la vie.
0 comentarios:
Publicar un comentario