domingo, 9 de noviembre de 2014
De los recuerdos que se atesoran: El Cisne que alza vuelo. Historias de brujería.
Resbalé sin que luego pudiera recordar como. Sólo sé que un momento antes estaba corriendo y después, yacía en el suelo con la boca llena de sangre. No llores, me dije mecanicamente, intentando levantarme. No llores, me dije secandome la sangre con la manga de la camiseta del colegio. Pero claro que lloré. Y llorando me encontró el Padre Antolín, confesor de las monjas bigotonas del colegio donde me eduqué, un rato después.
- Pero ¿Que os ha pasado? ¡Levantaos chiquitina vamos! - me dijo. Lo intenté, de verdad, con las rodillas aún temblandome por la caída, pero no lo logré. Continué llorando - ¡Que humillante! - sentada al borde del patio de recreo, con la ropa sucia y arrugada y un reguero de sangre en la boca. El Padre Antolin me miró con sus grandes ojos acuosos y suspiró. Murmuró algo como "estos niños..." y se dejó caer a mi lado con enorme dificultad. Era gordo y orondo y aquel movimiento debió llevarle un considerable esfuerzo.
- Es una estupidez - dije en voz baja. Antolin se encogió de hombros.
- Pues vaya que tendrás que contármelo para darte la razón.
Me encogí de hombros. La historia era simple: dos de las chicas que estudiaban conmigo habían decidido que su mayor diversión era reírse de mi. De mi cabello despeinado, mis rodillas huesudas, mis manos pequeñas, mis pecas y que me llamara bruja. Sobre todo eso parecía causarles mucha risa. Me llamaban "la estupida de las escobas" entre un coro de risitas malintencionadas. Y es que buena parte del resto de la clase parecía encontrar muy gracioso reirse de mi. O al menos eso es lo que suponía. Quienes no, además, parecían muy aterrorizadas para evitarlo. Me miraban desde las esquinas, avergonzadas y preocupadas, pero sin mover un dedo para ayudarme.
Antolin me escuchó en silencio. Nunca me lo dijo, pero sabía que fumaba. El olor del tabaco parecía ser parte de su ropa y su cabello blanco e hirsuto. En ese momento, me pareció un aroma reconfortante, aunque siempre lograra irritarme y hacerme estornudar. Pero hoy, en ese desolado silencio del patio solitario, me consoló de alguna manera muda que yo no podía comprender muy bien.
- ¿Por qué no te defiendes? Puedes hacerlo y lo sabes: gritar, empujar - me preguntó. Eso era lo que más me gustaba de Antolin. A pesar de su alzacuellos y ser un hombre muy pio, no era en absoluto beatífico. Era un tipo grande, de mejillas rollizas y con un durísimo acento español que me recordaba tierras de fuego y un sol quemante. Me había dicho una vez que había nacido en Madrid, pero a mi me gustaba imaginarmelo en un lugar mucho más agreste y salvaje, una tierra indómita llena de lineas mudéjares y arena brillante. Con sus ojos glaucos, sonrisa de dientes amarillos y fuertes manos, tenía un aspecto indómito que se re correspondía muy poco con esa visión tradicional del Sacerdote remilgado y educado.
- Porque... - suspiré - porque odio me vean de esa manera.
- ¿De cual manera?
Apreté los labios. No sabía como explicarle lo mucho que me dolía la manera como las otras niñas se burlaban de mi. Como me inquietaba no poder más normal - lo que sea que significara ese término - o incluso más parecida a lo que una niña debía ser. Al contrario, era respondona, preguntaba mucho, siempre estaba moviendome de un lado para otro, intranquila y nerviosa. Eso parecía irritar a las perfectas, como les llamaba mi amiga Flor, el grupo de niñas impecables y preciosas que todos en el salón envidiaban un poco. Aunque no entendía muy bien el motivo, sabía que esa cualidad mía tan diferente - por llamarlo de alguna forma - era lo que les hacia burlarse, intentar menospreciar siempre que podían.
- Quiero ser normal - dije por último. Se me escapó un sollozo que habría encantado contener. Me pregunté que diría mi abuela, que siempre insistía en que había que levantar la frente y caminar con paso firme por la vida, viendome así, toda lágrimas y preocupación. Quizás por ese motivo es que no le había hablado sobre la desagradable situación que soportaba. No podía - no quería - admitir que aquello me sobrepasaba, que las risotadas y frases hirientes me habian lastimado como nunca pensé nada lo haría - quiero...quisiera que ninguna de ellas me miraba como...si fuera un bicho raro.
Lloré, con la cabeza apoyada en la rodilla. Antolin no dijo nada, pero se quedó a mi lado. Me pareció muy reconfortante ese silencio, esa sensación lozana de comprensión. Cuando finalmente me calmé un poco, lo miré avergonzada.
- Lo lamento.
- Llorar es liberador - dijo. Suspiro - Veamos, querida...hay varias cosas aquí...
Allí viene el sermón, me dije cansinamente. Me dirá que debo hablar con las maestras o las monjas, que debo contarselo a mi abuela. Que un adulto debe intervenir. O tal vez me dirá que él mismo lo hará, Ah, como me dolía la imagen de mi abuela escuchandome decir que un grupo de niñas me habian humillado sin que yo hiciera otra cosa que llorar. ¿Donde estaba el temple que había inculcado? "La frente muy en alto" diría. "Eso y nada más". No era tan sencillo, pensé agotada. Ojalá lo fuera.
- No entiendo por qué quieres ser normal si eres un bicho raro - continuó Antolin. Lo miré con los ojos muy abiertos y espantados. ¿Él también pensaba eso? por poco me echo a llorar de nuevo. Él debió notarlo. Levantó las manos apaciguandome - y eso es bueno. Ser bicho raro es lo mejor que puede pasarte.
Levanté una ceja, secandome con cuidado la boca herida. Antolín soltó una de sus carcajadas con olor a tabaco. Me pregunté que fumaba: ¿Uno de esos enormes cigarros de penetrante olor como mi abuelo? ¿O los pequeños y delicados como los que fumaba mi prima M. a escondidas? ¿No estaba prohibido todo eso para un sacerdote? pensé con un sobresalto. Vaya, pensé de pronto comprendiendo que Antolin tenía su manera de ver las cosas no del todo tradicional. Así que no era el único bicho raro, al parecer.
- ¿Como es eso? - pregunté, ahora con interés. Antolin rio en voz baja.
- Pero ¿Que me dices pequeña? ¿realmente quisieras ser una niñita con tu uniforme siempre en su lugar, bien peinada, que sonríe cuando se lo dicen y se calla también cuando se lo indican? - bromeó - ¡Jolines! el mundo sería muy triste sin los bichos raros. Sin la gente que se opone, que contradice, que hace las cosas a su manera.
Me gustó eso. Sin saber muy bien por qué, recordé a mi abuela cantando en la cocina, a todo pulmón, sus canciones de moda favorita. Bailando a solas mientras cosia. O simplemente leyendo los libros raros que a todos aburrian, cansaban o desconcertaban. Mi abuela, que era tan curiosa, extraña y sorprendente. Que soltaba carcajadas en los momentos menos adecuados, que hacia cosas asombrosas que a mucha otra gente avergonzaría. Vaya, ¡Que mi abuela era un bicho raro también!
- Pero... - comencé a decir. Antolin levantó sus manazas con un gesto firme.
- Pero que nada chica. Vos sois como Dios os hizo en su infinita sabiduría y risueño buen humor - dijo - mirad, sólo las almas valientes pueden ser bichos raros. Sólo las almas valientes pueden disfrutar de esa cualidad efímera y divina que nos hace distintos. Así que consideralo un prodigio, ser un bicho raro en un mundo de gente tan educada y bien portada.
Reímos juntos. La comisura de la boca me dolió un poco. Me acaricié la piel hinchada, recordando el dolor y la verguenza que me había hecho correr del patio de recreo, aterrorizada y compungida. Adriana, la niña perfecta que lideraba al resto, me había señalado con el dedo y me había acusado de "Loca come gatos". Y le había contado a todas con voz chillona de fingido miedo que "mi familia era de locos". Suspiré.
- Pero...ellas siguen atacándome...ellas...
- Venga chiquita, ¿realmente es tan fácil asustarte? - comentó socarrón - vaya que debes ser una bruja muy torpe de ser así.
Sonreí. Antolín era de las pocas personas del colegio que no le parecía grosera y ofensiva la palabra bruja. En una ocasión me había contado que su madre había conocido a una meiga - una bruja gallega - siendo muy jovencita que le había obsequiado una pequeña piedra blanca que conservó toda su vida. Solía decir que le recordaba el poder de hacer grandes cosas comenzando por pasitos pequeños.
- Pero ¿qué puedo hacer? - me quedé, agotada - No sé como detenerlas. Ni tampoco creo que pueda pelear con ellas. No sé...
Vaya, pero había algo que si podía hacer, pensé de pronto. Recordé la ocasión en que la mejor amiga de Adriana, Gloria me había visto trenzarme el cabello y me había mirado con ojos horrorizados cuando le dije que las brujas solían hacerlo para celebrar los días de sol y viento de montaña. O cuando ambas habían cuchicheado furiosamente al verme llevar el pentáculo de plata. ¿No me había parecido estaban un poco asustadas? La idea me encantó, pero de inmediato me preocupó también. ¿No había dicho la abuela que las creencias nunca debían utilizarse para agredir, para asustar o para menospreciar a nadie? Pero...
- Piensatelo - dijo Antolin, interrumpiendo mis pensamientos. Se levantó con un gesto torpe y un poco desgarbado. Me pareció más monumental que nunca, un coloso amable de mirada risueña - piensa que aunque es un deber moral de todo espiritu de buena voluntad evitar un enfrentamiento, tampoco hay que dejar os pateen el...ánimo ¿Eh? No olvideis eso.
Lo pensé durante toda la mañana, sentada en el pupitre muy derecha y seria. Pensé en las palabras de Antolín sobre el poder de la diferencia y en lo que siempre me insistía mi abuela. "Hay un poder enorme, contudente en apreciar quién eres y la manera en que piensas" solía repetir. Y es que mi abuela era una fiel creyente en la identidad individual, en el poder de construir y crear una nueva manera de mirar el mundo a través de la experiencia. De pronto, la sensación de humillación - que el dolor palpitante de la boca no dejaba de recordarme - se convirtió en otra cosa. En una percepción clara sobre mis posibilidades y sobre todo, ese poder mínimo y personal que me brindaba la noción de asumir mi propia personalidad. Me encontré sonriendo, con esfuerzo, pero una sonrisa al fin y al cabo. Me miré las manos, de uñas cortas y sucias y de pronto, me pregunté que podía construir desde mi perspectiva de las cosas, como podía mirarme con mayor claridad. ¿Quién eres? me pregunté en silencio ¿Quién eres más allá de este temor?
- Agla ¿estas bien?
Mi amiga Flor me miraba preocupada. Probablemente se preguntaba a que se debía esa extraña sonrisa en mi rostro, como me había lastimado el labio o sólo un poco apesadumbrada porque era de los que se escondían cuando el grupo de las perfectas me atacaba. Pareció aliviada cuando le aseguré no estaba disgustada para nada.
- Quisiera ayudarte pero no sé cómo - me confesó. Parecía triste y abatida - pero es que ellas...
Me detuve. Flor y Gloria se reían a unos metros de donde me encontraba, lanzandome miraditas maliciosas. Flor se encogió, asustada y un poco confusa. Aguardé, pensando rápidamente. También estaba asustada y un poco avergonzada, pero también furiosa. Me pregunté por qué debía soportar sus insinuaciones y groserías, por qué debía siempre retroceder a sus provocaciones. Después de todo, me dije tomando valor, ser bicho raro tiene sus ventajas.
- Aquí viene señorita escobas ¿Ya te comiste tu gato hoy? - dijo Adriana, en un tono lo suficientemente alto como para que todo el patio la escuchara. Me dedicó una de sus miradas fulminantes - ¡Que asco!
- Pues no me lo he comido - respondí. Me asombró la tranquilidad de mi voz. De hecho, me asombró que el miedo pareció comenzar a desaparecer con lentitud. Adriana me dedicó una mirada socarrona cuando me acerqué - creo que quizás debería empezar a comer...niñas.
Sonreí con todos los dientes. El dolor del labio herido me subió por la mejilla, me palpitó un momento en la sien. Pero aguanté la mirada de Adriana sin pestañar. Ella pareció desconcertada, pero no perdió la expresión de arrogancia y suficiencia.
- ¿Que cochinada me estás diciendo?
- Que debes leer más - le dije - que las brujas de los cuentos no sólo comen gatos. Comen niñas - hice enfasis en la palabra, pronunciandola con mucha lentitud, dejando que su significado calara en su mente - las brujas de todos los cuentos les encanta devorar niños. Atarlos y esconderlos en el horno para comerlos después. Tomar sus dedos y...
- ¡Estas loca! - gritó Adriana, a su lado. Tenía una curiosa expresión, mezcla de miedo y rabia - yo no sé que te pasa pero...
- Yo que ustedes me cuidaría, ya sé como se llaman, ya sé todo sobre ustedes - continué sin prestarle atención - y ustedes lo han dicho tantas veces...¡mi familia está loca! ¿quién sabe que podríamos hacer? ¿Quién sabe que...?
Nunca pude recordar muy bien el momento en que Gloria se me vino encima, con los puños levantados y gritandome alguna cosa que no escuché muy bien - ¡Loca! ¡Niña horrible! -. Lo siguiente que supe es que una de las monjas nos sostenía a cada una por un brazo, arrastrándonos hacia la dirección entre gritos. Adriana nos seguía, muy pálida y callada. Flor permanecía a unos metros de distancia, boquiabierta.
- ¡Me amenazó! - gritó Gloria entre llantos - me dijo que iba a venir por mí...
Parecía que Gloria no iba a dejar de decir aquello nunca. Repitió una y otra vez que estaba loca y que era una niña ¡Horrible!. La directora, una monja especialmente rigida y dura, nos miró a ambas con sus ojos café convertidos en rendijas enfurecidas.
- ¡No quiero escuchar nada más! - Adriana abrió la boca, supongo para apoyar a su amiga e insistir en qué tan loca estaba yo, pero la directora levantó un dedo sarmentoso en un gesto rápido y elocuente - ¡Basta! Todas se han ofendido entre sí y se han dicho locuras. ¿Entienden? ¡Basta de este tipo de comportamiento!
No respondí. Gloria me dedicó una miradita rencorosa.
- Ella dijo que comía niños - insistió. La monja se acarició las sienes, al parecer harta de todo aquello.
- Berlutti, ¿Dijiste eso?
- Dije que las brujas de los cuentos se comen a los niños, como Hansel y Gretel - indiqué. Adriana soltó un jadeo de sorpresa - no sé por qué ella...
- Todas están castigadas - me cortó la monja, dando por zanjado el asunto. Nos dedicó a todas una de sus largas miradas duras - y no quiero escuchar una sola palabra más sobre brujas que comen niños o sobre familias locas...¿Me escucharon?
Contuve la sonrisa. ¿Cómo sabía la hermana Rosa aquello? Gloria dejó escapar un sonidito frustrado y compungido. La monja se sentó muy rigida en su silla de madera.
- Todas merecen el mismo respeto, todas merecen el mismo tipo de trato educado ¿Me están entendiendo? No quiero escuchar una sola palabra más entre ustedes, o las castigaré.
Señaló la puerta con su dedo extrañamente pálido. Su asistente, una novicia de rostro pecoso y regordete se apresuró a entrar para acompañarnos afuera. No me sorprendió distinguir la figura del Padre Antolin, aguardando con expresión pacifica en uno de las sillas. No me miró al pasar pero tuve la extraña sensación que sonreía, aunque no podía verle.
- ¿Le dijiste a la hermana Rosa lo que te dije? - le pregunté unos días después, ambos sentados en el banco de metal junto a la bella escultura de la Virgen María que tanto me gustaba. Me recordaba esa presencia magnánima de la madre Naturaleza en todas partes. Antolin sonrío con sus dientes amarillos bien visibles. Le dio un mordisco al chocolate que compartiamos.
- La verdad es que me pareció que la hermana Rosa debía saber toda la información disponible - comentó. Ambos reímos en voz baja. No dije nada, pero tuve una sensación clarísima que Antolin podía comprender mi alivio y sobre todo, la rara sensación de liberación que aún sentía luego de enfrentarme a Adriana y a Gloria. De ese pequeño triunfo de finalmente vencer el temor y mirarme más allá de él.
Más tarde, pensaría que esa fue la primera vez que comprendí en el poder de lo original, en esa maravillosa cualidad que nos hace distinto a cada uno de nosotros. Lo pensé cuando Adriana y Gloria se alejaron de mi en el patio del colegio con expresión arrogante y tensa, pero jamás volvieron a burlarse en voz alta. Lo pensé cuando comencé a sentirme mucho más cómoda en mi piel, en mi cuerpo, en esa diminuta singularidad que nos hace a todos únicos, distintos, poderosos. Esa enorme identidad que nos brinda un rostro nuevo bajo el sol. Un aprendizaje de inestimable valor que quizás la niña delgaducha e inquieta que fui no apreció realmente de inmediato pero que a la mujer que soy, aún hace sonreír. Después de todo, me digo con frecuencia, con una sensación de profunda e intima satisfacción, todos luchamos por encontrar un lugar en el mundo pero sobre todo, por celebrar lo que esencialmente nos hace únicos.
Una pequeña forma de fe.
C'est la vie.
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