domingo, 30 de noviembre de 2014
El libro de los espejos y otras sonrisas misteriosas. Historias de Brujería.
La primera vez que cosí sobre el edredón familiar, me herí los dedos con la aguja. Me sobresalté, me llevé las yemas a los labios. Lo intenté de nuevo, con los dedos apretados sobre la pequeña aguja de metal con fuerza. No resultó sencillo, deslizarla por la lana curtida, sorteando los pequeños nudos e hilos retorcidos que se extendían a todas direcciones. Más de una vez, el pequeño cuadrado de tela roja que intentaba coser pareció deshilacharse, abrirse en su centro entre hilos desordenados. Me detuve. Saqué la aguja. Lo intenté otra vez. Finalmente, logré rodear mi trozo de tela con una serie de puntadas desordenadas. No tenía idea si lo estaba haciendo bien o mal, o si mi abuela esperaba que fuera algo más que el zurcido torpe que se extendía por la tela como una cicatriz extraña y zigzagueante. Se lo mostré avergonzada. Ella río a carcajadas.
- Se ve hermoso. No te preocupes.
Miré el pequeño cuadrado de radiante tela roja. Tenía un aspecto desigual, con los bordes desilachados y el hilo anudado de manera muy poco elegante en las esquinas. La palabra "hermoso" no parecía describir en absoluto mi primer intento en la costura. Pero me alivió que mi abuela no pareciera importarle que no tuviera especial habilidad para coser: en realidad, tuve la impresión la alegraba el solo hecho que hubiese cosido el pedazo de seda roja a la extraña reliquia familiar. No entendí muy bien por qué. Acaricié con cuidado la enorme pieza de tela acolchada, que tenía un curioso vegetal. Después sabría que alguna bruja de la familia había cosido su parte del edredón con hojas de albahaca y romero, para saludar a la prosperidad del futuro.
- Ahora, vamos a coser tu nombre. Así todas las mujeres que cosan después el edredón, sepa que tu también lo hiciste.
Me mostró como usar la aguja curva con el hilo grueso y muy fuerte. En sus dedos, lo que me había parecido un largo y desordenado proceso, fluía con una delicadeza asombrosa. Puntada a puntada, mi nombre apareció ribeteado con hilos de plata bajo el cuadrado carmesí. Me asombró leerlo allí, en medio del mar de pequeños trozos de telas tan distintos entre sí. De las decenas de nombres que llenaban cada lugar y esquina de la tela. Pasé la yema de los dedos sobre cada uno, percibiendo las cuentas, los hilos bordados, las pequeñas particularidades de cada pequeño trozo de tela que alguna mujer de mi familia había cosido al edredón. Ahora el mio se encontraba allí, como parte de una historia extraña y vistosa, que parecía completarse a trozos que no encajaban en ningún lugar pero eran necesarios para crear otra cosa. Un paisaje de tela multicolor y espléndido que me hizo sonreír. Era como si la historia familiar estuviera plasmada allí, entre los hilos, los bordados, la primorosa labor de pasamaneria que alguna pariente desconocida había llegado a cabo entre las ondulaciones de la tela. Una historia diminuta, anónima que me pregunté si descubriría alguna vez.
-¿Quién comenzó a coser el Edredón familiar? - pregunté. Mi abuela lo dobló con cuidado, estirandolo con la palma de las manos. Cuadro a cuadro. Cada vez que la tela se sacudía en el aire, el curioso olor vegetal parecía flotar en el aire caliente de la tarde que entraba por la ventana, ilumuinado por la luz del sol.
- Lo hizo María, la primera mujer de nuestra familia que llegó a America - me explicó. Con cuidado, revisó los bordes del edredón. En ocasiones se deshilachaban o la tela se caía en pequeños pedazos, de tan vieja que estaba. Entonces abuela se lo ponía sobre las rodillas para coserlo: lo hacia con una delicadeza cariñosa que siempre me asombraba. Diminutas puntadas casi invisibles que lograban devolver a la colcha su precioso aspecto habitual - quería recordar de donde venía y celebrar su esperanza sobre lo que le esperaba en las décadas que vendrían después.
Conocía la historia de Maria. Había abandonado junto a su madre y sus dos hijas su diminuto pueblito de Italia para llegar a Venezuela durante las primeras décadas del siglo XX. Había huido de la Gran Guerra, su reciente viudez y quizás a la tristeza, para llegar a un país exótico, extraordinario y recién nacido. Y había traído con ella la herencia de sus mayores, la esperanza de confiar y crecer en esta Tierra Nueva y sobre todo, de construir con esfuerzo y con tesón una nueva vida. Me la imaginé, a solas en su pequeña casa solitaria del pueblo de Villa de Cura donde había vivido tantos años, cosiendo aquella colcha humilde, en la oscuridad de las noches cálidas del verano eterno, quizás soñando con las generaciones que esperaban por ella en el futuro. Las puntadas en los dedos ya no me dolíeron tanto, viéndola con los ojos de mi mente así.
- ¿Y como fue que...llegó a nosotras? - miré fascinada como mi abuela envolvía el edredón en hojas de papel y después lo guardaba con enorme delicadeza en una caja de madera que siempre conservaba en su habitación. Mi abuela río en voz baja.
- Lo dices como si te sorprendiera - bromeó. Sabía a que se refería. Nuestra casa estaba llena de todo tipo de objetos curiosos y singulares. Traídos, heredados, encontrados, guardados, por generaciones enteras de mujeres que les consideraban tesoros, simbolos o simplemente, le tenían afecto. Pero la colcha de retazos era algo más. Mucho más significativo que una extraña máscara de madera que nadie sabía como había llevado a casa y que resultó pertenecer a una vieja obra de teatro que nadie recordaba. La colcha rebosaba de historia, de ideas, de pensamientos, de recuerdos, de escenas. Era como si cada mujer de nuestra familia hubiese dejado una huella en la tela, una palabra misteriosa entre la tela - llegó a nosotras porque de alguna manera, la historia de Maria es la nuestra, es la que compartimos por años, alegrías y dolores. La recibí de las viejas tías del pueblo. Y lo recuperé para asegurarme que esa visión de María sobre el futuro - siempre en renacimiento, siempre en descubrimiento - no se perdiera nunca. Ella llegó a nuestra vida, como una lección que cada una de nuestras intenciones y decisiones, prevalecen a través del tiempo y la distancia. Somos quienes decidimos ser.
- ¿Todo eso lo dice una colcha? - dije sin poderme contener, aunque me habría gustado hacerlo. Y es que a mis jóvenes diez años, una colcha era una colcha. Incluso la nuestra, que tenía decenas de retazos de tela cosidos a lo largo y ancho de su extensión, con nombres, símbolos e incluso pequeñas escenas que muchas mujeres de mi familia habían cosido a mano durante años. Me pareció ofensiva mi incredulidad, pero también muy sincera. Pero mi abuela no se molestó. Sonrío, a su manera misteriosa y casi traviesa.
- Cada objeto al que brindamos poder, dice todo lo que querramos diga sobre nosotros - me explicó - en Brujería, los recuerdos se celebran con pequeñas herencias que se transmiten de generación en generación. Objetos únicos que transmiten un mensaje hacia el futuro: te imaginamos, te regalamos nuestra historia. María decidió coser el primer retazo de tela en esta colcha, pensando en que su hija lo haría también, en que cada pequeña puntada de hilo y tela con la que decoraría sería una visión de lo que añoraba heredar. Porque se hereda el conocimiento, mi niña querida. Se hereda lo que soñamos y que creemos. Se hereda las pequeñas nociones sobre lo que creemos y lo que asumimos es el mundo. Y quien lo recibe, lo reescribe a su manera, lo recontruye. Crea algo por completo nuevo.
Yo había cosido un retazo de seda rojo. Lo había tomado de mi disfraz de fin de curso en la Escuela. Me había disfrazado, contra la severa opinión de mi madre y con la alegre complacencia de mi abuela, de Super mujer. Un traje rojo que había encontrado en algún rincón de la casa, al que había añadido collares, cinturones y una capa de tela verde carcomida que mi abuela usaba para cubrir una de las mesas de madera de su cuarto. Era un atuendo sin sentido, extraño pero totalmente mio. Que me hizo sonreír cuando me miré al espejo, que me hizo sentir poderosa cuando caminé entre las niñas disfrazadas de princesas y bailarinas. Que nadie pudo entender, pero que yo lucí con una emoción dificil de explicar. Así que me pareció lógico que la colcha familiar llevara esa historia, esa radiante sensación de triunfo, ese rarísimo poder que me había brindando ese traje incomprensible lleno de sueños.
Entendía lo que quería decir mi abuela, pensé asombrada. Entendía su significado profundo. Y aunque no lo pensé en terminos tan profundos, imaginé que pensarían las brujas del futuro - ¿Quizás una de ellas mi hija? - mientras miraba ese pedazo de tela rojo mal cosido en una esquina. Desafiante seda roja. Con mi nombre bordado en plata más abajo. Sentí un tipo de emoción radiante, llenandome el pecho, los dedos, el corazón.
- La brujería es una tradición que se nutre de las lecciones del pasado - dijo mi abuela acariciandome las mejillas - pero cada uno de nosotros toma el camino de su preferencia. Eres tu historia, tus decisiones, la manera como asumes el futuro, el poder de crear y creer. La belleza de lo que aprendes, de cada paso que das hacia lo que aspiras crear. La brujería es en realidad, historia viva. Tu historia, mi historia. La de cada una de nosotras.
Me hizo sonreír esa imagen. Aún lo hace. Y probablemente lo hará cada vez que recuerde que el poder del conocimiento, reside en esa insistencia que cada uno de nosotros tiene por encontrar su propio camino, por construir uno según lo que aspira, por concebir el tiempo y el futuro a su manera. Porque la vida es un trayecto, uno largo, extraordinario y profundo. Cada aprendizaje un nuevo paso que avanzar. Cada sueño que cumplir, una forma de magia.
C'est la vie.
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