Mi amigo Fernando es chavista. Lo es con el orgullo del convencido, del que asume una condición con todas sus implicaciones y consecuencias. De hecho, Fernando es chavista — lo que sea que realmente signifique el término — incluso antes que la palabra intentara definir a la militancia que apoya al proyecto del difunto Hugo Chavez. Y es que Fernando apoyó a Chavez desde su histórico “por ahora” y continuó haciéndolo, a pesar de los errores y excesos, hasta el 5 de marzo de 2012. Fue uno de los cientos de Venezolanos que formó fila durante horas para despedir a lágrima viva el cadáver del llamado “Comandante” y fue también, de los convencidos que juró a gritos que “su voto era por Maduro”. Y votó, de hecho, sin ocultar su satisfacción porque el proyecto del “Comandante” sobreviviera a su muerte.
— ¿Te parece que Maduro tiene la preparación como para ocupar la presidencia de la república? — le pregunté en una de nuestras tantas discusiones al respecto. Con frecuencia, solíamos debatir no sólo sobre la opinión política de ambos, sino el país que se estaba construyendo sobre las bases de la llamada “revolución bolivariana”. Para Fernando, la cosa siempre había estado clara: Chavez tenía una idea muy precisa sobre lo que Venezuela necesitaba y actuaba en consecuencia. Lo afirmaba casi con candidez, como si la noción sobre las actuaciones del poder fueran decisiones emocionales del líder Carismático. Por tanto, no le pareció fuera de lugar y mucho menos desconcertante, que Chavez asegurara el poder dejando a un sucesor claro, escogido a dedo por sus capacidades — o su falta de ambición, como se le mire — y sobre todo, que advirtiera a su ferviente militancia que la única manera de perpetuar el proceso era escoger a Nicolas Maduro como presidente. Muy a pesar de su discreta carrera política, de sus evidentes limitaciones para el ejercicio del poder. Lo realmente importante, era perpetuar lo esencial del Chavismo: ese poder arrebatado de las manos de las cúpulas históricas y que según Fernando — y quienes compartían su opinión — ahora estaba en manos del pueblo.
— Aunque no la tenga ahora mismo, es la alternativa que Chavez asumió viable para el momento histórico — para Fernando, aquella respuesta grandilocuente era suficiente. Después de todo y a pesar de sus clamorosos errores, Chavez se había asegurado de beneficiar y complacer tanto al elector que le había llevado al poder como a ciertos sectores de la oposición que se le enfrentaba. Desde las misiones hasta el dolar subsidiado, Chavez había sobrevivido a los avatares políticos por el método sencillo de complacer desde la base económica y había tenido éxito. Además, el elemento radical del Chavismo se sentía satisfecho por la retórica grandielocuente, nacionalista y retrógrada de Chavez. Sostenido con fragilidad desde una perspectiva esencialmente ambigua, Chavez maniobró con la suficiente ventaja para mantenerse en el poder a pesar del Chavismo militarista, el cuartelero y el ortodoxo. De manera que la opinión de Fernando sobre el momento histórico, parecía tener cierta lógica. Chavez había escogido a Maduro — miembro del ala Radical — para equilibrar fuerzas contra el Chavismo cuartelero, encarnado por Diosdado Cabello. O esa parecía ser la apreciación general del tema.
Como era de suponer, Nicolas Maduro triunfó en las elecciones electorales llevadas a cabo inmediatamente después de la muerte de Chavez. No obstante, lo hizo por una diferencia mínima que quebranto la célebre imagen de inquebrantable y sobre todo, invencible que Chavez había logrado construir luego de ganar catorce procesos electorales. Pero para Maduro, un hombre políticamente ortodoxo, discreto, sin ningún tipo de formación política más allá que la ideológica, la campaña electoral se redujo a mostrar su lealtad hacia la memoria de Chavez y dejar bastante claro que su presencia — y su futuro gobierno — aseguraban no sólo la perpetuación de la memoria del fallecido lider sino de la revolución misma. Y el Chavista de solemnidad y convicción, como mi amigo Fernando, votó por esa promesa difusa, por esa noción del poder que se sustenta sobre la perpetuación de una promesa difusa de tinte ideológico.
Porque en realidad Hugo Chavez nunca aclaró lo suficiente en que consistía el “Socialismo del siglo XXI” que formuló a golpes de inspiración luego de decidir de manera sorpresiva su inclinación hacia el socialismo. Y es que Chavez, como producto político, manejo su identidad social desde un ingenioso punto de vista: a pesar de sus evidentes vínculos con la izquierda tradicional del continente y de su intentona golpista, se mostró como un moderado centro izquierdista durante las elecciones que le llevaron al poder. Efusivo, entusiasta, firme, envestido en un singular aire de Héroe social, llevando traje y corbata, el Hugo Chavez de la década de los noventa logró convencer no sólo a los indecisos de una clase media desconcertada por su candidatura sino a los intelectuales de un país medio enamorado de la izquierda histórica. Y logró un resonante triunfo, una colación antipolítica que pulverizó los partidos tradicionales y además, convirtió el mensaje chavista en una alternativa viable para el descontento genérico que el Gobierno de Carlos Andres Perez heredó a un envejecido y politicamente débil Rafael Caldera. De manera que la promesa electoral de Chavez se basó no sólo en la re fundación de la República a nivel legal — que convirtió la Constituyente en símbolo de participación política — sino en la reconstrucción del Estado en un modelo mucho más equitativo pero aún así, esencialmente democrático.
De manera que, para el momento en que Chavez proclamó que el Socialismo era el único sistema viable para “salvar” a Venezuela de las condiciones económicas y políticas que padecía, sólo ofreció un punto de vista parcial sobre su posible proyecto. Habló que se encontraba basado en sus aspiraciones elementales de paz y justicia y sobre todo, el proyecto original que había motivado la intentona golpista del año 1992. Pero no especificó bajo que esquema económico real planteaba este nuevo híbrido social ni tampoco, explicó a su militancia cual era el camino a seguir para lograr la visión de un proyecto que continuaba siendo una promesa abstracta. Para Fernando, entusiasta y sobre todo, ferviente admirador de la retórica militarista y pugnaz de Hugo Chavez, la decisión presidencial de transformar la propuesta política original en algo más enrevesado, era lógica. Incluso previsible.
— Obviamente el presidente llegó a la conclusión que la democracia partidista no es capaz de sostener la situación de la Venezuela que padecemos — me comentó en una ocasión — es inevitable que Chavez asumiera el socialismo histórico…
— ¿Votaste por esa opción? — le pregunté. Fernando sonrío con cierta impaciencia.
— No tiene mucha importancia. Voté por…
— ¿Votaste por el socialismo? No recuerdo que Chavez lo hubiese anunciado o mencionado en ninguno de los programas de Gobierno que se publicaron.
— Voté por confiar las decisiones de la República a un hombre que creo capaz de ejercerlas — me respondió casi con brusquedad. Corría el año 2006 y el férreo Control de Cambio comenzaba a mostrar los primeros signos de representar una importante fisura económica: la escasez. Varios artículos de primera necesidad comenzaron a desparecer de los anaqueles y lo que pareció una reacción del músculo productivo a los controles económicos, se convirtió en un indicador obvio de la incapacidad del gobierno para reactivar la red de distribución y comercialización de alimentos y productos básicos. Además, Chavez comenzaba a maniobrar con el lento desencanto de su militancia, que a pesar de apoyarle electoralmente, comenzaba a criticar los pocos avances reales de una revolución basada en promesas a mediano plazo. Con todo, Fernando parecía convencido que sólo se trataba de una vuelta de hoja a un planteamiento original muy obvio.
— Chavez prometió crear un estado mucho más humano y cercano a lo equitativo y eso es lo que hace — me explicó — el socialismo es la consecuencia inmediata de eso.
Una visión muy optimista, pensé, en un país sacudido por una considerable inestabilidad social y sobre todo, una brecha social cada vez más evidente y dura de soslayar. Una y otra vez, la pugnacidad interna del país, parecía convertir las calles y barrios en un caldo de cultivo ideal de consecuencias imprevisibles. Pero para Fernando, aquello era una persistente señal que la “Revolución” estaba logrando cambios apreciables que provocaban “reacciones presumibles” dentro de la burguesía.
— Hablamos de una jerarquía económica que ha conducido a Venezuela por décadas — me insistió — no puedes esperar que no haya una reacción directa.
— ¿Yo soy burguesía? — le pregunté en una oportunidad. Nos encontrábamos en un restaurante de un centro comercial de la ciudad, rodeados de grupos de comensales que reían y conversaban en voz alta. Venezuela aún disfrutaba de ese aire próspero que por décadas había logrado mantener a pesar del duro trayecto económico. Parecía desconcertante, casi inverosímil, hablar sobre prosperidad e incluso, socialismo en medio de una cultura tan descomplicada y banal como la Venezuela del nuevo milenio, enfrentada a una lucha de clases de artificial cuyos alcances no terminaba de comprender en realidad. Fernando soltó una carcajada un poco amarga.
— No lo eres, ni yo tampoco. Pero ambos fuimos educados bajo los valores de la burguesía, del capitalismo y sobre todo, de esa indiferencia hacia el mundo real que te rodea.
Pensé en el bipartidismo tradicional Venezolano, su burocracia clientelar, el papel del político habitual, que parecía resumirse a una mera repartición del poder. Pensé en el gobierno chavismo, con sus cuotas de poder ideológica y su visión tan retrograda sobre las funciones de Estado. Y en medio de todo, una generación creciendo en medio de una diatriba confusa y amarga, en un interminable debate cada vez más violento. ¿Hasta que punto eramos conscientes de esa lenta transformación de la sociedad Venezolana en un proyecto social desigual y tan cerca de la agresión como para que forme parte del discurso oficial? ¿Cómo concibe el ciudadano a este nuevo planteamiento de Estado, todopoderoso y justiciero? ¿A este nuevo tipo de líder a mitad de camino entre funcionario público y mesías social? La idea me provocó escalofríos, aún por entonces, cuando la verdaderas consecuencias del manejo caótico del poder no habían comenzado a mostrarse en realidad.
— ¿Eso quiere decir que se me castiga por mirar el país de una manera distinta a la oficial ?— pregunté — ¿Qué soy un enemigo en lugar de un adversario?
— Sólo necesitas un tiempo para comprender al nuevo país que está construyéndose — me aseguró con una confianza desconcertante — la Revolución es un hecho y sus consecuencias son el plan a largo plazo de las cuales disfrutaremos.
La frase me preocupó, sobre todo porque parecía basado en esa abstracción sin mucha coherencia que Chavez continuaba anunciando como un proyecto político esencial. No obstante, por el momento no necesitó otra cosa: impuso su opinión sobre la relección y afianzó su interpretación sobre el poder personalista a medida que acumuló atribuciones y se convirtió en la cabeza visible de un país cada vez más acostumbrado a los extremos, al enfrentamiento directo. Y es que a medida que la revolución avanzaba parecía más evidente que nunca que Chavez tenía una clara visión sobre lo imprescindible que era su figura para la preservación no sólo del poder sino de esa concepción de la Venezuela Revolucionaria que tanto esfuerzo le había llevado construir.
Entonces enfermó.
Como a buena parte del país, la noticia del gravísimo cuadro médico de Hugo Chavez tomó por sorpresa a Fernando, que por entonces trabajaba en una institución gubernamental y desempeñaba un caso de mediana importancia dentro de la enrevesada burocracia chavista. Su primera reacción ante la noticia fue la de un atolondrado optimismo que me pareció no sólo preocupante, sino irreal.
— Chavez tiene a su disposición la mejor medicina de cualquier lugar del mundo — me insistió — no morirá. Pero su enfermedad…si representa un golpe, desde luego.
Se refería desde luego a las cercanas elecciones presidenciales, en las que Chavez, único candidato del Partido Único Socialista, intentaría alcanzar una tercera reelección. Se especuló sobre la posibilidad que Hugo Chavez, debilitado y cada vez más débil, decidiera no llevar a cabo la extenuante campaña y enviara al ruedo un candidato que asegurara la transición del poder sin mayor problema. Pero finalmente Hugo Chavez se proclamó de nuevo candidato de la Revolución y decidió enfrentarse a la coalición opositora. La mayoría del país asumió su decisión como una prueba de su recuperación, pero a medida que la campaña avanzó, fue evidente que no se trataba del Chavez poderoso y enérgico de años pasados. La campaña tuvo contadas apariciones públicas y fue muy notorio que se encontraba considerablemente mermado en sus capacidades físicas.
Fernando, como otros tantos seguidores del Presidente Hugo Chavez, interpretaron su esfuerzo como una manera de asegurar la supervivencia de la Revolución. Y le apoyaron de la misma manera abierta que en otras ocasiones. No obstante, a medida que la campaña transcurrió, fue evidente la posibilidad no pudiera ejercer el tercer cargo que probablemente lograría y que aún peor, la Revolución no estaba preparada para quizás, para afrontar su ausencia. Fue entonces cuando el anuncio de Nicolas Maduro como sucesor, no sólo tranquilizó a una militancia confusa sino que dejó claro, que la Revolución necesitaba reinventarse para prosperar.
— Maduro continuará la obra de Chavez lo mejor que pueda — me aseguró Fernando, con ese optimismo inquebrantable del Chavista promedio — tiene todos los recursos para lograrlo.
Resultó que los recursos ilimitados del Estado, el apoyo de una militancia que le consideraba el sucesor del lider muerto y un piso político más o menos estable, no logró que Nicolas Maduro pudiera remontar las grietas de un país cada vez más vulnerable y sometido a las inevitables consecuencias de un sistema económico inviable. No sólo dilapidó el capital político que Chavez le heredó durante su cortísima campaña presidencial ( la difencia de apenas un 1% con el candidato opositor decepcionó a buena parte del electorado chavista ) sino que además, demostró bien pronto que carecía de la habilidad de maniobra para enfrentarse a un chavismo fragmentado, cada vez más enfrentado a sus propios errores y sobre todo carente de liderazgo. Poco a poco, el Gobierno de Maduro pareció sucumbir a sus propias grietas — las heredadas, las provocadas por el manejo ineficaz del aparato administrativo y las propias, una combinación de desconocimiento y confusión — y convertirse en una especie de experimento fallido de una propuesta política que jamás insistió.
Fernando y yo compartimos un café juntos. Hace seis días, fue despedido de la Institución publica donde trabajaba. Cuando me lo comentó, lo hizo con el tono apacible de quien acepta lo irremediable, pero ahora, tiene un aspecto tenso y cansado. Colérico incluso. Aguardo, sin saber muy bien como abordar el tema.
— Casi en diciembre — me explica, en un murmullo — no me lo esperaba. Pero luego de la fusión de ministerios era previsible. No creí que me ocurriera a mi.
Lo miro, no sé que contestar a eso. Durante los últimos meses, Fernando y yo hemos debatido como siempre lo que ocurre en el Gobierno, el reacomodo del poder luego que la crisis económica comenzara a cerrar limites y a definir nuevas interpretaciones del control económico y político. Poco a poco, comencé a comprender que su desencanto tenía mucho que ver no sólo con el hecho de considerarse defraudado sino también, con la incertidumbre. De pronto, para Fernando el futuro no está tan claro. El proyecto Chavista parece venirse abajo y lo que es aún más preocupante, su propia concepción sobre el país también. Para Fernando, como tantos otros Chavistas, la crisis que atraviesa Venezuela es un despertar a una realidad caótica que por años soslayaron o trataron de justificar a través de la ideología y la fidelidad. Hoy, ambas cosas no son suficientes.
— Es absolutamente normal que te sientas confuso y furioso — le digo entonces, con toda la delicadeza que soy capaz. Me contengo de censurarlo de cualquier forma, de insistir en el punto que debatimos durante casi una década y que finalmente, construyó este presente desigual y cada vez más duro. Pienso en la década y media de transformaciones políticas que anunciaron la debacle, la obsesión por la figura del líder que creo una dependencia emocional hacia un vocero carismático y esencial. Pienso también en la inevitable consecuencia de asumir el país como una batalla entre dos bandos en disputa. Una visión que terminó por cuartear las bases de cualquier proyecto alternativo, de cualquier visión conjunta.
— No sé que haré de ahora en adelante — dice simplemente. Lo dice con una sinceridad casi dolorosa. Lo dice con esa sensación de puro agotamiento que deja la desesperanza. Y de pronto, comprendo a Venezuela — a la Venezuela chavista — con mayor claridad. El sinsabor de la batalla cada vez más confusa y sin sentido. Ese enfrentamiento diario con el país real.
Silencio. Nos encontramos en el mismo Centro Comercial que solíamos visitar con frecuencia hace cinco o seis años. Ahora, la mayoría de las tiendas están cerradas y el número de clientes es mucho menor de lo que solía ser. Hay un cierto aire de tierra arrasada ahora mismo, en este mediodía cualquiera, en este silencio de país incompleto, a punto de derrumbarse. Fernando se encoge de hombros, termina su café, me dedica una mirada larga.
— Cuesta afrontar que vives en un país que no reconoces.
Después, cuando camino a solas por la calle, rodeada de una multitud de rostros cansados y borrosos, recuerdo todas las veces en que he pensado en la misma frase durante los últimos años. Todas las veces en que he mirado a mi alrededor sin comprender el país que vivo. Y esa sensación me hace sentir de pronto huérfana de gentilicio, a solas con un temor que me supera y me deja como abandonada, herida. Me pregunto cuanto tiempo más transcurrirá antes que el país sea incapaz de continuar mirándose como un proyecto basado en una promesa irrealizable o mejor dicho, cuanto más podremos soportar la desesperanza, la simple sensación de desconocimiento del país que llamamos nuestro. Esta visión de nuestra propia identidad nacional.
No lo sé, me digo con un nudo amargo cerrándome la garganta. Y quizás el mismo hecho de cuestionarme a ciegas, sea la respuesta más inmediata a esa disyuntiva. Una planteamiento de país a medias, sin verdadera definición.
C’est la vie.
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