lunes, 24 de noviembre de 2014

Mapa de ruta a la cobardía.


La Feria del Libro en Altamira (Fotografía de Hugo Londoño)


Me enteré de la noticia sobre la protesta en las calles de Altamira el domingo veinticuatro de Noviembre, por una llamada. “Están arrasando la Feria” me gritó un amigo, con la voz deformada por el ruido de la calle y lo que reconocí como el sonido de sirenas. Me quedé con el teléfono apretado contra la oreja, aterrorizada y confusa.

— ¿Qué pasa? — logré preguntar.
— ¡Un par de pendejos! ¡Cerraron la calle y ahora la policía cerró la Feria y están saqueando un puesto! — logró explicarme antes de colgar. Me quedé con esa sensación de abrumadora sorpresa que últimamente es tan común en Venezuela. Cuando intenté llamarle de nuevo, no me contesto.

Eran las once de la mañana del día de Clausura de la Feria del Libro de Caracas, que durante diez días había logrado remozar el rostro humano de una ciudad árida y agresiva como la nuestra. De inmediato comencé a leer mi TL de Twitter. Como siempre, la información era confusa, abundante y confundida con una maraña de opiniones. “Viva la protesta”, “Renace Altamira”, “de nuevo, la violencia”. Apresuradamente, logré entender que un grupo de manifestantes se enfrentaban a la policía y que, la Feria del Libro, que se llevaba a cabo en la vecina plaza Altamira, sufría las consecuencias. Ni la alcaldía de Chacao o cualquier funcionario oficial, explicaba la situación. De nuevo, la única información disponible era esa mezcla de media verdad y melodrama virtual que suele llenar las redes sociales. Aún sabiéndolo, aún con la experiencia de tres meses de haber aprendido a desconfiar de la información, me encolericé. Me dolió profundamente el hecho que la Caracas posible de nuevo fuera atacada por el desorden, por esa idea abierta a interpretación que hay en nuestro país sobre la protesta. Porque en Venezuela la protesta no se orquesta ni se organiza, sucede. Ocurre sin otro motivo que la oportunidad y casi siempre, con la única intención del reconocimiento. La voz ciudadana resumida a su mínima expresión.

“¿Exactamente en qué beneficia a la oposición “arrasar” con la Feria del Libro? Escribí en Twitter, de manera muy apresurada y sobre todo emocional. Utilicé la palabra “arrasar” por cuenta propia. La información continuaba insistiendo que había una buena cantidad de manifestantes “saboteando” el evento de Plaza Altamira, enfrentándose a la policía Municipal. Alguien comentó las temidas lacrimógenas. Todo el escenario de los primeros e infructuosos meses de protesta de principios de año, me abrumó. La sensación de frustración, de ese enfrentamiento desarticulado y caótico que había convertido la necesaria lucha ciudadana en algo más brumoso y accidental. Me preocupó el pensamiento que continuábamos no sólo cometiendo los mismos errores, sino que eramos incapaces de afrontar — como oposición, como ciudadanos en pleno derecho — el hecho que la protesta que necesitamos, que podría aglutinar el descontento genérico en un enfrentamiento directo al gobierno, debía ser un planteamiento ordenado, metódico, eficaz. Con la sangre caliente del trópico, con años de frustración entre las manos, la protesta se convirtió en algo sectario y absurdo. Una manifestación de opinión política que nadie escucha.

La imagen de la Feria del Libro cerrada a causa de la violencia me lastimó muchísimo. Continué haciendo comentarios al respecto en mi TL de Twitter, donde las críticas a la protesta eran cada vez más evidentes y contundentes. Se habló de “saboteo”, del “irrespeto a la cultura”. La indignación era patente y otra vez, las opiniones se convirtieron en un hervidero de críticas no sólo contra el papel de la oposición sino contra la manera como afrontamos la protesta ciudadana. Me sentí profundamente decepcionada, y más aún, irritada que otra vez la noción de manifestar la opinión se redujera a un diálogo de convencidos, a esa reiteración de un discurso vacío. De la protesta sin objetivo, el caos que había fracturado no sólo la oposición como propuesta sino que había mostrado los puntos débiles de esa insistencia en la “lucha democrática” que buena parte del país necesitaba llevar a cabo, sin saber cómo. Una visión desoladora de la oposición sin mensaje, de esa propuesta país que sólo parece existir en la reacción inmediata a las políticas del Gobierno. ¿Qué aprendimos en casi tres meses de propuestas ininterrumpidas y que dejó un altísimo saldo de victimas y heridas morales que llevarán años sanar? ¿Seguimos sin asumir el costo de las decisiones peregrinas con respecto al discurso político?

“Creo que estás exagerando en todas tus opiniones sobre la protesta de Altamira y además, haciendo el ridículo. El verdadero problema no es la protesta.”

Leí el mensaje privado con cierto sobresalto. No es que me sorprendiera recibirlo: durante los últimos meses me he acostumbrado al discurso violento y pendenciero vía Redes Sociales. Lo que si me asombró fue que el autor fuera uno de mis profesores Universitarios más queridos, con quien aún mantengo el contacto y suelo sostener largas discusiones sobre la situación que vivimos. Me pregunté si la dura frase era una crítica a mi postura o algo más. Se lo pregunté.

“Me refiero a que estás pontificando sobre la protesta, estigmatizando el legítimo derecho y además, culpando al ciudadano por defenderse. Te insisto el problema no es la protesta” me respondió.

“Lo de hoy fue una enorme torpeza”.

“Fue una reacción natural al clima que vivimos. Y continuará ocurriendo”.

“¿Por eso es admisible destrozar la Feria del Libro?”

“La Feria está intacta y reabrió sus puertas”.

Leí el mensaje dos veces. Aturdida, decidí telefonear al profesor. Me respondió y escuché al fondo, un saludable sonido de risas, alborozo y voces. “Estoy en la Feria” me respondió. “Y no fue arrasada, tampoco destruida. Se cerró preventivamente. Pero se encuentra abierta de nuevo”.

No supe que responder, avergonzada. Intenté explicarle las informaciones que había leído, el cúmulo de opiniones que acusaban a un grupo de manifestantes de causar destrozos y pánicos en un evento tan querido y memorable para la ciudad. Mi profesor soltó un sonoro resoplido de furia.

— Twitter dice lo que le parece es la realidad y ya estas alturas, deberías saber que esa versión puede o no coincidir con lo que realmente ocurre — me reprendió — lo que ocurrió en Altamira demuestra hasta que punto estamos heridos y atemorizados por la experiencia y hasta que punto olvidamos la importancia de la protesta, donde sea que ocurra.

Me contó que un grupo de estudiantes habían cerrado una de las calles gritando algunas consignas. De inmediato, cundió un pánico previsible entre los asistentes a la cercana feria y la multitud de paseantes en calles y avenidas. Pánico, no el previsible apoyo. Un real pánico que hizo que una considerable multitud se replegara hacia Plaza Altamira — escenario emblemático de la oposición — y que un contingente de la policía Municipal se presentara de inmediato en el lugar. De manera preventiva, la Feria cerró algunos stands y los toldos protegieron su inventario. Según mi profesor, en medio de la tensa calma que vino inmediatamente después, le preocupó el miedo que produjo la situación.

— ¿Desde cuando la protesta nos asusta? — me preguntó — ¿Desde cuando la protesta se estigmatiza sólo como un acto de violencia?

De nuevo, no supe que responder. Tenía muy claro los casi tres meses de protestas callejeras que había vivido el país este año. Tres meses en lo que la violencia se convirtió en un elemento común no sólo en la represión y control ciudadano, sino en lo que consideramos el lenguaje político de la calle. La violencia, desde la visión del ciudadano y del poder. La violencia convertida en el único vehículo de expresión de opinión y de poder que se le enfrenta. La Violencia en todas partes: en la calle, en la pancarta, en el discurso, en la propuesta.

— No creo que a nadie le asuste la protesta y usted lo sabe — le respondí — lo que sí preocupa — y quizás atemoriza — es que continúa siendo por completo vacía y sin verdadera sustancia.

— La protesta es un síntoma de lo que ocurre. Ocurrirá y sobre todo, continuará siendo desordenada y errática porque no existe un discurso que la organice. Pero lo lamentable no es eso. Lo que sí es para preocuparse es la reacción. ¿Ya leíste los comentarios de las redes Sociales?

Lo había hecho. Lo hacia en el momento en que conversábamos. No sólo las opiniones habían subido de tono entre quienes defendían el derecho a la protesta y los que lamentaban el ataque a la Feria, sino en ese sector inevitable y preocupante de radicales que parece inevitable en la Venezuela de la última década. Voces que acusaban a quienes defendíamos la Integridad de la Feria del libro de “apátridas”, de quienes no sólo insistían en que es “mejor destruir para construir de nuevo” sino que reclamaban el derecho a la protesta “Mejor si es violenta” para luchar “Por la libertad”. Había incluso, quien reclamaba que el derecho a la cultura era “una pendejada” en comparación con la “batalla contra el poder” que llevábamos a cabo”. Una virulenta, exaltada y preocupante minoría de radicales sin tolda ni otro discurso que insistir en que la violencia — de nuevo, en todas partes, sin ningún otro sentido que el ataque — es la única posibilidad de lucha. La única viable, en todo caso. Sin importar las diferencias de criterio, opinión y visión sobre lo que ocurre.

— Los radicales de siempre — respondí. Mi profesor soltó una de sus carcajadas secas. El bullicio de la Plaza al fondo de la llamada continuaba desconcertándome.

— Los radicales tienen el mismo discurso, el mismo patrón, la misma visión, vengan de donde vengan. Para cualquiera de ellos, cualquier matiz de un planteamiento es una traición. Y en esta Venezuela huérfana de propuestas eso abunda. Lo más lamentable, olvida lo que necesitamos: un país viable.

Le colgué al profesor con la sensación inquietante de encontrarme de nuevo en ese terreno de nadie de no comprender al país donde vivo, de no lograr ordenar las piezas de manera coherente para asumir mi cuota de responsabilidad en esta visión inmediata sobre la Venezuela que intentamos construir. Y es que no sólo se trata de esa necesidad de transformación que buena parte del país reclama, sino la manera como ese cambio podría articularse. E incluso algo más simple ¿Cómo entender este país donde cada situación y circunstancia parece sometido al debate? ¿Como construir una opinión válida en una Venezuela fracturada en decenas de fragmentos irreconciliables? ¿Qué ocurre con la real visión del país posible? ¿Existe al menos?

Ya no hablamos de la protesta, de nuestro apoyo o no al grupo de jóvenes que cierran la calle en una muestra — otra de tantas de frustración —, tampoco del escritor, el poeta, que se queja con legítimo derecho de la perdida de esa Venezuela que aspira a la cultura, que olvidó el real valor de humanizar y trabajar en la identidad de un país real. Hablamos del país que no admite opiniones en contra, del país que no se reconoce así mismo, del país que simplemente se enfrenta con violencia contra lo que no entiende, contra lo que teme y contra esa preocupante concepción sobre si mismo a que no termina de ser otra cosa que temor. ¿Qué ocurre en un país donde la manifestación se transformó en algo más, donde asume como algo más turbio? Por años manifesté a pie, en la calle, pancarta en alto. Ejercí mi derecho ciudadano. Ahora me pregunto si ese derecho también lo confisco esta confusión, esta sensación de luchar contra la nada, de avanzar en medio de los destrozos de un planteamiento país que no existe.

Pienso sobre lo anterior mientras escucho y debato todo tipo de opiniones sobre lo ocurrido ayer en Altamira, cuya importancia no radica en la contundencia de la protesta que no logró cristalizar, sino en la reacción que sufrimos, como ciudad, como ciudadanos, como parte de esa opinión anónima que se esgrime a diario. ¿Qué significa una protesta de veinte estudiantes reprimida de inmediato? ¿Qué significa el temor que sentimos hacia lo que podría ocurrir o no? ¿Cómo interpretarse esa noción ciega de la “violencia necesaria” que se esgrimió de inmediato para describir lo ocurrido en Altamira?

Un amigo Librero me contaría después que sólo se había tratado de veinte jóvenes que intentaron manifestar en plena vía pública. Me describiría el terror y la tensión que se vivió en la Plaza. Y luego como tuvo que enfrentarse a las agresiones de un país dividido, de un país donde la protesta se considera la panacea a una situación insostenible. No obstante, creo que lo que mejor resume lo vivido ayer — ese síntoma del país en plena ebullición — lo escribió mi amigo John Manuel Silva, en un dolorosísimo texto que deja muy claro aún somos incapaces de afrontar el país real y construir un planteamiento de lucha coherente:

En las calles había veinte jóvenes, en las redes cientos de pajúos tuiteado: “COMO ES POSIBLE QUE PREFIERAN UNA FERIA ANTES QUE SALVAR Y LIBERAR A VENEZUELA”, “AY SÍ, LOS SIFRINOS QUEJÁNDOSE DE QUE NO LES DEJARON LA FERIA ABIERTA PARA COMPRAR LIBROS DE PAULO COELHO”, “LO QUE LES DUELE A LOS ESCRITORES ES QUE LE TUMBAMOS EL NEGOCIO, PREFIEREN HACERSE RICOS VENDIENDO LIBROS QUE APOYAR A LOS QUE DEFIENDEN LA LIBERTAD”, “LA CULTURA NO ES NADA SIN ACCIONES VALIENTES COMO LAS DE ESOS JÓVENES”, “¿Y TÚ QUE HACES MARIQUITO, SOLO LEER POESÍA? A LA CALLE YA”, “MÁS IMPORTANTE QUE UN PEAZO DE LIBRO ES LA LIBERTAD DE VENEZUELA”.

Y así, en mayúsculotas, en un derroche de tetosterona 2.0 que se parece mucho, ¡demasiado!, a las payasadas del señor de Calle 13. La misma ridiculez: una rebeldía políticamente correcta y bastante cobarde. El que se rebela para obtener RT, el que se rebela desde su casita, como el buen pusilánime, mientras ve a otros haciendo el trabajo sucio. Porque, de nuevo, allí había veinte jóvenes, mientras que los apoyadores están en sus casas, rascándose las bolas con una mano y fanfarroneando estupideces en su smartphone con la otra (puedes leer el resto del texto aquí)

Casi al anochecer, caminé junto a los últimos toldos abiertos de Plaza Altamira. Los libreros recogían sus últimos libros, había un clima de definitiva tristeza. De la protesta, sólo quedaba el sobresalto y la sensación — otra vez — de confusión. De las piezas perdidas de un debate político que se desintegró a medias, que en realidad quizás no existe aún. Y me pregunto por cuanto tiempo más soportaremos esa abrumadora sensación del país roto, herido, sin nombre que padecemos a diario. La incertidumbre como futuro, el caos como expresión política. La confusión como única propuesta.

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