miércoles, 24 de diciembre de 2014
Ala de Mariposa, vuelo hacia el infinito.
Querido niño Jesús,
¿Recuerdas la primera vez que escribí esta carta para ti? Yo lo recuerdo y en ocasiones la imagen es tan clara que me pregunto si se trata de una escena que imaginé, los detalles tan vivaces y cercanos aún me hacen sonreír. Era muy pequeña, tanto que me llevaba esfuerzos sostener el lápiz entre los dedos, inclinada con esfuerzo sobre el escritorio enorme de mi abuela, la hoja de papel manoseada por mis manitas sudorosas. Y sentía tanto asombro. ¡Imagínate! ¡Podría dedicar una carta al Niño Divino! ¡Yo, una niña cualquiera, podría conversar contigo a través de las palabras! que diminuto prodigio, que gran momento en mi día a día ingenuo, en mis días plácidos de infancia, todos llenos de color y de extrañas aventuras. Todos a medio construir, entre fragmentos de un mundo que parecía enorme a mi alrededor, inabarcable. Y allí, en medio de todos los gigantes de la imaginación, de los sueños a medio recordar, de la mano temblorosa y la hoja sucia, estaba yo, sonriéndote. A ti, a esa esperanza recién nacida, de confiarte mis deseos, junto a tu mejilla de bebé y convencerme que las estrellas podrían escucharme. A ti, el milagro entre todos los milagros, el portento que aún no comprendía pero ya me hacía sonreír.
No sé que escribí, que cosas te pedí en mi confianza absoluta que lo recibiría. Sólo recuerdo el alborozo, la maravilla. Cada palabra redondeada con esfuerzo, los labios apretados, los hombros doloridos de tan rígidos. Y las palabras, apenas legibles, fluyendo a toda prisa. Recuerdo también el corazón latiendo muy rápido, la gotita de sudor sobre la nariz — en mi país, Diciembre está lleno de días azules y sol radiante, de olor a montaña fresca, a ciudad vital — y ese apremio, esa aspiración de bondad. Querido niño Jesús, seguramente escribí, como todos los niños de mi edad. Querido niño Jesús, este año que me porte tan bien…
Han transcurrido tantos años desde entonces y hoy te escribo de nuevo. Querido niño Jesús, aunque no me he portado bien o quizás sí, pero no es la bondad a lo que aspiro. O a la que soñaba de niña, tan diminuta y rígida. Te escribo, sonriendo, a solas, en esta pequeña intimidad de las palabras, para agradecer. Ese podría ser un gran regalo, la capacidad de comprender todo lo que cada día simboliza un gracias infinito, a medio susurrar ¿No es ese el mejor regalo que puedo recibir? Saber agradecer, cada día radiante en esta tierra bendita donde nací, que a pesar de todo el dolor, las pequeñas tragedias cotidianas, el miedo y la angustia, sigue siendo mía. Tan mía como para que me haga llorar y reír. Tan mía, como para que me enfurezca verla herida, fragmentada, rota, cruzada de grietas intangibles y abiertas. Tan mía como para que se derrame entre las manos como un deseo. Te agradezco entonces este gentilicio privilegiado, a pesar de todo o quizás por todo lo que implica sostenerlo entre las manos abiertas, atesorarlo junto a mis sueños y aspiraciones. Apretarlo con fuerza, con los ojos cerrados. E imaginar el futuro, aún por construir, pieza a pieza. Por avanzar, a pesar de la dificultad y el peso sobre los hombros, hacia lo que espero. Gracias Divino niño, por este país interminable y sin fronteras, no el que sacude el odio, no el dividido por la desazón y la tragedia, sino el que llevo en el espíritu, el que recuerdo, en el que crecí, el que me educó. Gracias por las montañas interminables y los mares azul añil, por el sol que se confunde con el Oro, entre montañas carmesí. Gracias por aún poder mirar a Venezuela con amor, por continuar creyendo que tal vez, hay un camino que recorrer, una travesía que continuar. Gracias, por brindarme la oportunidad de aprender — entre lágrimas y dolores — que la Tierra que me vio nacer es quizás también la parte más preciada de mi historia.
Gracias también por este año extraordinario, donde lloré a lágrima viva. De un miedo insoportable, de un dolor tan profundo como personal. En un año donde reí hasta quedarme sin aliento, doblada sobre la cintura, riendo y riendo, las manos extendidas de pura felicidad. Gracias por este año donde recordé que el mar es bendito, que la tierra puede ser cálida y maternal, donde aprendí a escribir con mayor furia, donde fotografié hasta hacerme una herida que no tardo en cicatrizar. Gracias por haber aprendido el sabor de la montaña que se escala, las piedras que te lastiman las rodillas, el miedo del farallón a los pies, la belleza extraordinaria del cielo cuajado de estrellas. Por haber comprendido la dulzura del agua tan fría que te quema la piel, del silencio ultraterreno de encontrarte más allá de todo lo que conoces y temes, por extender las manos para tocar el cielo interminable y la piedra que lo sostiene.
Gracias por los momentos de profunda furia, por la alegría desbordada. Por haber encontrado una y otra vez significado a los momentos más dolorosos, a los fragmentos rotos de mi memoria. Por haber bailado en la oscuridad con los ojos cerrados, por haber corrido descalza bajo la lluvia, por sacudir la cabeza hasta que el mundo giró a mi alrededor sin control. Gracias por cada libro que leí — y este año fueron incontables —, por cada palabra que paladee en mi memoria y en mi espíritu, por cada nueva historia que me sorprendió y me desagradó. Gracias por cada frase que describió mejor que cualquier otra forma una escena de mi vida, gracias por el párrafo que resumió cada pensamiento y sensación. Gracias por cada fotografía, que capturó no sólo el tiempo sino la intención. Gracias por cada sueño cumplido, por cada uno de los que convertí en algo más, por todos los que aún lucho. Con todas mis fuerzas, con los dientes apretados de angustia y de desazón. Pero también de esperanza. Porque en medio de todas las tormentas, en medio de todas los temores, siempre habrá un hilo de luz al cual aferrarse, al cual elevarse, hacia al cual correr.
Gracias por todas las veces que me atreví arrojarme al vacío, a pesar de creer que no podría rebasar la línea invisible de mis miedos. Gracias por la capacidad de sorprenderme, gracias por conservar la inocencia, por madurar, por construir, por avanzar, por destruir muros. Por luchar, por batallar, por resistirme. Por jamás rendirme. Por creer, por confiar. Por equivocarme, todas las veces en que pude y lo mucho que aprendí cada vez que lo hice. Gracias por todas las ocasiones en que corrí con todas mis fuerzas, es que escapé del dolor para crear algo nuevo. Gracias por la osadía, por el atrevimiento. Por el descaro y la grosería. Gracias por cada pieza de mi vida que llegó para encajar y por todas las perdidas. Gracias por el trueno y el relámpago entre mis manos torpes. Gracias por cada despertar.
Ah, querido Niño, símbolo de infancia. Te escribo esta pequeña misiva y no puedo evitar llorar. Una lágrima por cada recuerdo, una lágrima para la niña que fui, la mujer que seré. Una lágrima por cada idea recién nacida, por cada palabra que diré. Te escribo y veo a la niña pequeña que te escribió con tanto fervor, sonriendo también. Con sus manitas regordetas, con los labios fruncidos en un mohín de asombro. ¡Ya está! ¡La carta está lista! ¡Ahora volará más allá de mi ventana, hacia ese niño misterioso que simboliza la esperanza! ¡Volará y llegará más allá de las estrellas donde el enigma cuidará de ella! La niña dobla la carta con cuidado, la deja sobre el escritorio. Aguardando, la esperanza siempre tan cercana. Y yo, en el futuro, sonrío, una felicidad diminuta y sin nombre recorriéndome. No sé si está carta es para ti, símbolo de mi niñez, o para la niña que aún vive en mi espíritu. O quizás para mi misma, para recordarme el valor de cada lección y aprendizaje, de cada paso que este año me brindó el poder de crear. Quizás, se trate de una carta para lo que aspiro creer y más allá, para la esperanza.
Pero tal vez, eso no importa demasiado ¿Verdad?
Que mis palabras se eleven libres, querido Niño. Hasta tus manos. Gracias por escucharme un año más.
La niña muy grande que aún cree en ti.
A.
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