jueves, 25 de diciembre de 2014
Amor sin fronteras: Navidad a la Venezolana.
La anciana me miró a través de la puerta entreabierta. Parpadeó, intentando aclarar la vista. Supongo que no lo logró. Después de todo, sólo nos habíamos visto en una ocasión, durante el acto de graduación universitaria de su hija mayor. Retrocedió un paso, insegura.
— ¿Y usted quién es? — me preguntó con voz titubeante.
— Vengo de parte de Liliana.
Apretó los labios. La delicadísima red de arrugas en su piel se contrajo con un gesto de dolor. Me conmovió esa pequeñísima huella de angustia, de un sufrimiento callado y paciente que yo no podía comprender muy bien. Abrió un poco más la puerta.
— Mi hija está en Alemania.
— Y le envía esto.
Extendí el paquete, con el lazo rosa chillón y bien envuelto en papel de regalo. Aguardé, mientras la anciana madre de mi amiga, intentaba decidir que hacer. Finalmente abrió la puerta, se acercó a la reja que cerraba la puerta, una sonrisa temblandole en los labios descoloridos.
— ¿Me mandó eso? ¿Cómo?
— Somos cómplices.
Cuando mi amiga Liliana me telefoneó, casi un mes atrás, no comprendí bien su idea. Eran casi las dos de la madrugada y entre las brumas del sueño, me llevó esfuerzo seguir las rápidas explicaciones de Liliana, que parecía llena de su habitual energía. Me quedé en silencio, tratando de ordenar las palabras en mi mente, de despertarme del todo.
— ¿Que seamos un grupo de…?
— ¡Que sean nuestros angelitos de regalos! No es complicado, sólo se trata de asegurarte junto con mi hermano y mi primo, que mi mamá reciba un regalo de navidad. El mio. En sus manos — me insistió. Se le escuchaba entusiasta, tan cercana. La imaginé en su nueva oficina en Berlin, un pequeñísimo cubículo con una ventana cristalera que conduce a una calle concurrida. Cuando me envió una fotografía del lugar, me habló de como el sol radiante de la mañana llena cada rincón a diario. “Es como respirar luz, incluso en los días más grises y amargos” me contó. La imaginé allí, de pie, sosteniendo el teléfono contra la oreja, mientras miraba el tráfico de la primera hora del día y disfrutaba del brillo de sol de Invierno — necesito que sepa que a pesar de todo…sigo allí.
Liliana emigró hace casi un año y será la primera navidad que pasa fuera de casa. Ha sido un año largo y complicado para ella y su familia: no sólo por la separación sino por toda esa pequeña travesía dolorosa de comprender que el futuro y la vida que imaginaste se encuentra más allá del país donde naciste. Además, la madre de Liliana atravesó un severo cuadro médico que le llevó meses recuperarse. Liliana estuvo semanas convencidas fue una reacción a la separación. No supe como contradecirla.
— Bueno…explícame que quieres que haga — balbuceé. Encendí la lámpara junto a mi cama. El perfil azul de la Ciudad dormida se dibujo en el reflejó de la ventana. Tuve una sensación de extraña irrealidad, como si la conversación y la voz de Liliana vinieran de otro mundo — y lo hago.
No era una idea complicada. O así lo pareció al principio. Sólo se trataba de comprar una bella estatuilla de la Virgen del Valle que la Madre de Liliana siempre había deseado tener, envolverla en papel de regalo e incluir la carta que Liliana deseaba leyera. Su hermano se ocupó de viajar a la isla de Margarita para comprar la preciada imagen en la Isla de Margarita y su primo, de hacer traer la carta manuscrita en encomienda directa desde Alemania. Todo estuvo listo en menos de un par de semanas. Pero para entonces, nuestra pequeña travesura había corrido como pólvora entre los amigos cercanos, entre ese pequeño grupo de exiliados que miran a Venezuela desde una melancólica distancia. Nunca supe bien como se habían enterado del pequeño proyecto de Liliana: un comentario aquí, una llamada más allá, un correo asombrado sobre aquella pequeña obra de buena voluntad. La segunda llamada llegó a mitad de noviembre.
— Supe lo de Liliana y me preguntaba si me puedes ayudar a mi también — me pide Juan José, con voz temblorosa — no es algo aparatoso. Sólo se trata de…
Un obsequio. Una palabra de amor a la distancia. Un sueño pequeñito que comenzó a construirse entre llamadas telefónicas apresuradas, sonrisas y lágrimas. Las imagen borrosa en la ventana del Skype, las voces entrecortadas intentando explicar el deseo, tan humilde, tan dulce, tan cercano. “Sólo deseo que sepa cuanto la extraño” me explica, cuando conversamos, una noche cualquiera. Hace dos años vive en Roma y aún, la distancia le abruma. Me cuenta sobre la sensación de vacío, las líneas interminables de lo que añora. Del insomnio amargo, de las largas conversaciones telefónicas, de llanto que se contiene. Para Juan José, emigrar fue una decisión que no pudo evitar tomar: desempleado por más de dos años, aún ocupando su habitación de soltero en la casa de sus padres, sin posibilidades de avanzar en ninguna dirección, decidió que el único camino viable era comenzar de nuevo, reconstruir los escombros de lo poco que había logrado conservar en la debacle. Dos años más tarde, aún se esfuerza por avanzar, poco a poco, entre el sinsabor y los pequeños triunfos. Y el peso de la distancia, del país que se quedó atrás, de esa inevitable desazón de no pertenecer aún a ninguna parte.
— Creo que si logro enviarle un obsequio así a mi mamá y a mi papá, sentiré que de alguna forma, estamos otra vez juntos — me dice. Como si se tratara de una pequeña fantasía, una ilusión quebradiza. Lo escucho en silencio, sin saber que decir. Quizás no hay una palabra correcta, para describir ese espacio vacío que transita el emigrante, esa sinuoso camino entre lo que deja atrás y lo que espera encontrar. ¿Qué puedo decir yo? me encuentro al otro lado del camino, sin tomar la decisión, sin saber si la tomaré finalmente. Pero sabiendo que la disyuntiva existe, que forma parte del día a día de todos los que como yo, aún intentamos sobrevivir a Venezuela.
Pienso en esa idea mientras envuelto el obsequio que llevaré a la hermana de Beatriz. Se trata de una caja llena de fotografías impresas, rostros que no conozco pero que sonríen, saludan a la distancia. Me las envió una a una por correo electrónico, riendo y llorando desde la pantalla del Skype, desde el Londres lluvioso que se dibuja a su espalda casi irreal. Son fragmentos de su nueva vida, de cada pequeño logro y triunfo que ha logrado conseguir en un largo año de trabajo. “Aquí fue cuando finalmente conseguí mi trabajo” me dice mostrándome la imagen que la muestra riendo a carcajadas, los brazos alzados hacia el cielo siempre gris, el gran salto de entusiasmo que parece resumir una pequeña batalla personal. “Y esta otra, es cuando me mude al departamento donde vivo ahora. Fue el mejor día de mi vida”. La imagen me muestra un lugar pequeño, modesto, pero con las paredes cubiertas de imágenes de Venezuela. De los paisajes del llano que Beatriz y su familia visitaban con frecuencia, del azul interminable del cielo de Caracas, de la familia numerosa reunida alrededor de la madre anciana. “Y aquí, es el día en que dejé de llorar”. Miramos la fotografía en silencio. Beatriz parece muy joven, con su rostro moreno enrojecido por el aire helado que le revuelve el cabello, sentada frente al Támesis. Y sonríe. Por primera vez en meses, me dice. Por primera vez en tanto tiempo que tiene la impresión que la última vez que lo hizo, fue en Venezuela. “Le gustará tenerlo” me dice con los labios apretados “A mi mamá le gusta la fotografía”.
De pronto, son tantas historias y tanta añoranza, que siento que atesoro las vidas de todos los que este año abandonaron Venezuela, de todos los ausentes, los espacios vacíos silenciosos. De las palabras que nunca se dijeron, de las pequeñas confidencias perdidas en el tiempo. Envuelvo los regalo (ya son tres, en total) llorando aunque no sé exactamente el motivo. Pero lo hago, con una sensación de sencillo dolor, por todas las puertas cerradas, por las manos extendidas a la distancia. Por esa imagen dulcísima del recuerdo más allá de la frontera. Me pregunto, una y otra vez, como sobrevivirá esta generación rota, lastimada, a esta diáspora obligatoria, a esta huida desesperada que ninguno pudo prever. Y me hiere, esta sensación de dolor diminuto, intimo, por todas las veces que dije adiós, por todas las ocasiones en que apreté los labios para no llorar en las despedidas. De los abrazos para abarcar toda una historia, de las sonrisas temblorosas. Una y otra vez, sacudiendo la mano a la figura que se aleja lentamente, al que lleva la vida en dos maletas. Una y otra vez, las conversaciones en la pantalla borrosa, la nueva vida que empieza. Y como duele, saber que hay cientos de historias aún por contarse, de esa distancia insoportable que parece hacerse cada día más dolorosa. De pie, frente a la cajas envueltas en papel de colores, pienso en todos los momentos fragmentados, a medio construir. Y la tristeza se hace interminable, gris y quebradiza, un camino que avanza hacia lo desconocido.
— Pero aún estamos aquí — me dice el hermano de Liliana, pasándome el brazo por los hombros. Juntos, hemos recorridos casas y tiendas, conversado con desconocidos, visitado a extraños que nos sonríen agradecidos — y sólo nos queda continuar.
El día veinte de diciembre comenzó muy temprano. Subí los pocos escalones hacia el apartamento de la madre de Liliana con la respiración agitada y las manos heladas de puro nerviosismo. Toco la puerta, espero. El paquete apretado contra el pecho. La emoción tan cerca de la superficie que me colorea las mejillas. La noche anterior, Liliana me pide que apenas le entregue a su madre su obsequio, le llame por teléfono. “Necesito escucharla reír, que sepa que a pesar de todo, sigo allí”.
Aguardo, mientras la madre de Liliana abre con cuidado el paquete de regalo. Lo hace con una timidez delicada que me conmueve. Poco a poco, rompe el papel, deja el lazo de tela a un lado. Y luego toma la carta, que coloqué junto al cartón con cuidado. La mira, acaricia el papel con la yema de los dedos. Y entonces sonríe. Una sonrisa que ilumina sus ojos castaños tan cansados, que llena de una radiante vitalidad su rostro pequeño. Toma el sobre con sus dedos sarmentosos, lo sostiene con una enorme delicadeza. Supongo reconoció la letra de inmediato.
— Se lo envía Liliana, para que sepa que a pesar de todo…siempre está aquí — digo en voz baja. La emoción me corta la respiración, me deja aturdida. La anciana me mira, los ojos iluminados por una emoción profunda, intima. La carta entre las manos. La pequeña imagen de la virgen en las rodillas. Contengo las lágrimas, el hilo de dolor que me cruza el pecho. Pero ella sonríe, feliz y rejuvenecida. Feliz y por un momento en paz.
Lee la carta a solas, junto a la pequeña virgen de manos extendidas. La cabeza inclinada, la sonrisa aún luminosa. Cuando termina, me dedica una mirada silenciosa, amplia, que parece abarcar el mundo. Me quedo sentada muy rígida, sin saber que decir, avergonzada de interrumpir con mi mera presencia, un momento tan íntimo. Entonces la anciana se acerca, extiende los brazos y me abraza. Un gesto franco, cálido, fuerte. Un abrazo por todos los ausentes, por todos los momentos perdidos, las palabras que no se han dicho. El dolor de los huérfanos del gentilicio, de los brazos vacíos.
Cuando telefoneamos a Liliana, ambas ríen. Una risa franca, sincera, pura. La carta aún entre las manos, las palabras que se atropellan unas a otras. Y la Virgen, con las manos extendidas, que las bendice, que es un símbolo del amor entrañable, de la vida que continúa, a pesar de la ausencia.
Siempre me agradó la madre de Juan José. Es una mujer alta y fornida, con una plácida energía cálida que me desconcierta. Cuando me recibe en su pequeño apartamento del Centro de Caracas, sonríe un poco inquieta. No me esperaba.
— ¿Juanjo está bien verdad? — pregunta. Con el acento de la Italiano que nunca perdió del todo. Abró la pequeña bolsa que traje y le extiendo el obsequio. Lo mira sin moverse, el ceño fruncido, su piel blanquísima y pecosa enrojecida por la emoción.
— ¿Y esto?
— Lo envía Juanjo — le digo — para que sepa que está con usted, donde sea que esté.
Aguardó sosteniendo el paquete. Ella finalmente reacciona, lo toma de entre mis manos, lo sostiene entre las suyas. La carta que coloque con mucho cuidado entre los pliegues del papel de regalo es más visible que nunca.
— ¿Juanjo?
— Quería que usted supiera que donde sea que él esté, usted está con él.
Abre el sobre. Lee la carta. Es corta, imagino que unas pocas palabras, pero son suficientes para que su madre suelte una carcajada jubilosa, entre lágrimas, un estallido de felicidad que me sorprende y me entristece a la vez. Y es que de pronto, es tan clara la ausencia del hijo, en la casa vacía, en las fotografías que llenan la casa, en el silencio plácido de esta tarde de diciembre. La madre de Juanjo llora y yo también, con los labios apretados, tímida, pensando que no tengo derecho a hacerlo pero sin poder evitarlo. Lloro por este largo año de decir adiós, por este largo año de sonreír cuando el llanto está tan cerca. Un pequeño dolor inaudito, una voz en la distancia.
El regalo de Juanjo en es una fotografía suya y de su novia enmarcada en un primoroso marco plateado. Su madre la aprieta contra el pecho, se queja de lo delgado que lo encuentra. “¿No se ve en los huesos?” me dice, acariciando con la yema de los dedos el cristal. “Pero se ve que la muchacha lo quiere” acaricia con los dedos el rostro de la nuera desconocida, del hijo ausente y por un momento, la distancia resulta intrascendente. La emoción genuina los une, los reconforta. Por un momento, el largo año de silencio se llena de risas, se llena de esa sensación espléndida de pura esperanza.
— Le va bien a mi muchacho — me dice. Aún llora, un llanto bonito y solemne, de madre complacida. Coloca el portarretrato en el lugar de honor en la mesa y lo mira, con una sonrisa. Juanjo, más delgado y sin duda mucho más cercano, es de nuevo, parte de su familia.
Los padres de Beatriz apenas me conocen. Cuando les telefoneó para anunciar mi visita, la aceptan con cierta rigidez. El hermano de Liliana suelta la carcajada cuando se lo cuento.
— Ser un angelito de los regalos no siempre es sencillo ¿No? — bromea. También se ha llevado su traspiés: ayer llevó un obsequio para un buen amigo suyo y el padre le regañó por llevarle un sobresalto a la madre. Y sé que el primo bienintencionado también se ha tropezado con su pequeños sinsabores. Pero no importa tanto, me digo sonriendo. O quizás sí: es parte de esta experiencia compartida, de esta noción de a pesar de la distancia, aún hay un camino que recorrer.
Beatriz emigró a Inglaterra hace seis meses. Fue una decisión complicada que le llevó esfuerzos tomar: su madre sufre de un padecimiento crónico que necesita constante atención medica. Más de una vez, le preocupó el pensamiento de dejar a su padre con la responsabilidad de su cuidado, pero por último, justo por la insistencia de su padre. “Debes encontrar el lugar donde puedas vivir la vida que deseas” me cuenta Beatriz que le aconsejó su padre unos días antes de abandonar el país. “Y Venezuela ahora mismo no lo es”.
Recuerdo esas palabras mientras le extiendo la caja de regalo al padre de Beatriz, un hombre macizo que lleva sus casi setenta años con dignidad. Fue un inmigrante Español de la segunda guerra Mundial. Un hombre modesto, austero y tímido que no comprende muy bien mi visita, el obsequio bien envuelto, la que le extiendo a continuación. La madre de Beatriz tiene uno de sus días “pesados” me explica, y por eso no puede venir a recibirme. Pero agradece “mi rara insistencia de venir a la casa”. Sonrío, comprendiendo su incomodidad y quizás su desconcierto. Y quizás conmovida por su sinceridad.
— Esto se lo envía Bea — le digo en voz baja — es su regalo de navidad para ustedes.
No responde. Se queda con el paquete sobre las rodilas. Las grandes manos callosas del trabajo duro apoyadas sobre el cartón. Beatriz me contó una vez que su padre levantó su casa con sus propias manos. Y también la panadería en la que ha trabajado por más de treinta años. “No dejó que nadie le ayudara nunca. Siempre dice que su casa es su otro hijo” me contó. Un padre amable, humilde. Un hombre de mirada intranquila, en esa pequeña solitaria.
— ¿Beatriz me mandó esto? — repite.
— Sí, quería que supiera que siempre está con usted.
Rasga el papel con un gesto firme, fuerte. Las fotografías sonríen al fondo de la caja. Beatriz frente al Támesis. Beatriz saltando jubilosa frente al sol. Beatriz en su casa nueva. Beatriz sacudiendo los brazos en medio de un campo lleno de flores. Beatriz en todas partes. Su padre toma una de las imágenes, la levanta con dedos temblorosos. La mira, con los labios apretados. Beatriz le sonríe desde el papel. Tienen los mismos ojos, pienso con las lágrimas rozándome las mejillas. Y quizás la misma sonrisa.
En silencio, el padre de Beatriz acaricia las imágenes. Una a una, como si con cada roce del papel pudiera abrazar a la hija ausente. No sonríe, no habla. No lee la carta que aún permanece cerrada junto a él. Sólo mira el rostro de Beatriz, que desde su nueva vida parece asegurarle que todo estará bien, que la vida transcurre, a pesar de todo. Que a pesar de la distancia, aún es su hija. Aún está allí, aún extiende los brazos para recibir ese amor silencioso, ese abrazo fraterno silencioso que espera por ella.
Incluso cuando se despide de mi con un abrazo, el padre de Beatriz no me dice nada. No me importa. Miro su bonita casa bien cuidada, el diminuto jardin impecable, el automovil envejecido junto a un viejo árbol torcido. Y pienso que la ausencia tiene el sabor de todas las palabras que no se dijeron, de todas las manos que se extienden vacías. De este silencio, me digo con un suspiro triste y conmovido, lleno de todos los recuerdos, de las pequeñas escenas que se atesoran, de ese amor callado y profundo del que aguarda y añora.
Más tarde, mientras contemplo la línea verde del Ávila, pienso en este país entre escombros, en esta pequeña soledad del gentilicio herido. Y me pregunto, de nuevo, como otras tantas veces durante ese año de despedidas, de puertas cerradas y silencios, como cicatrizarán estas heridas de la perdida y del dolor. Que nos espera más allá, de esta sencilla despedida, a fragmentos, en un futuro brumoso, de la Venezuela que recordamos y que lentamente dejó de existir.
Quizás no existe respuesta para eso, me digo. Y probablemente eso sea la certeza más dolorosa de todas.
C’est la vie.
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