La primera vez que vi un árbol navideño me sorprendí. Se encontraba en un Centro Comercial de la ciudad donde vivo y me pareció el objeto más llamativo y hermoso que había visto nunca. Era enorme, cubierto de arriba abajo de lucecitas titilantes y envuelto en cintas doradas y plateadas, un espectáculo que admiré boquiabierta y desconcertada. Era muy distinto al tronco de Solsticio, verde y frondoso, pero muy sencillo, que estaba en casa. Me pregunté por qué no lo decorábamos de esa manera. De hecho, por primera vez en mis diez años de vida, me pregunté por qué en casa de mi abuela no celebrábamos la navidad de la misma manera que otra gente. El pensamiento me inquietó.
- ¿No podemos tener un árbol así? - le pregunté a mi prima M., que era quien me había llevado al Centro Comercial. Me dedicó una de sus miradas burlonas.
- ¿Por qué quieres uno?
- ¡Porque son muy bellos! El tronco de Solsticio...
No me atreví a completar la frase. En casa nos reuníamos el 21 de Diciembre y compartíamos una deliciosa cena en familia, una ocasión especialísima que en casa tenía especial importancia. El solsticio es una fiesta muy importante en la tradición de brujería que practica mi familia: El momento donde recordamos todo lo extraordinario, lo doloroso, lo profundo y imperecedero que nos ha obsequiado el año. También es una ocasión familiar que se celebra entre parientes: se coloca un tronco de árbol fresco en mitad de la sala y se cubre con velas encendidas. Y luego, se lleva a cabo una gran cena donde todos levantan la copa para agradecer los dones del espíritu recibidos. En nuestra casa, el solsticio era una fecha señaladísima: La abuela - la sabia, la bruja - decoraba la casa con guirnalda confeccionadas a mano, cocinaba pollo asado, galletas y servía licor de limón hecho en casa y después, todos íbamos al jardín para agradecer a las estrellas el ciclo de vida que acabábamos de disfrutar. Nunca había pensado que esa celebración tenía poco o nada que ver con la Navidad que celebraban mis amigas del colegio y que era tan importante para todos. Nunca había pensado hasta contemplar el enorme árbol del Centro comercial que en casa, las celebraciones y decoraciones tenían un sentido totalmente distinto al corriente, que de hecho, mi familia no llevaba a cabo ningún ritual navideño o algo semejante. Me entristecí. De nuevo, como me venía pasando desde hacia unos cuantos meses, me sentí extraña y un poco aislada con respecto al resto de la gente que conocía.
- Porque sería bonito - dije por último, sin querer explicarle a M. que desearía tener un árbol centelleante en mitad de la sala, intercambiar regalos con mis amigas el veinticinco de diciembre, comer pan de jamón y hallacas (el plato típico de mi país para las fiestas navideñas) en lugar del pollo y el bacalao tradicional de casa. Pero la sensación de la diferencia me pesó, me abrumó un poco, como venía sucediendo con frecuencia.
- Es una tontería. Un árbol es un árbol, le pongas luces o no. Todo depende del significado que le des. El nuestro simboliza los nuevos comienzos, renacimientos y esas cosas de nuevo ciclo que dice la abuela. El árbolito de Navidad es sólo el decorado de una celebración religiosa.
Pero yo quería uno. De hecho, quería celebrar navidad, aunque no tenía mucha idea de qué se celebraba exactamente o por qué parecía tan importante para el resto del mundo. Hasta entonces, mi madre me había dado una educación religiosa bastante escueta y en el colegio, nadie se había preocupado demasiado por explicarme sobre el tema, asumiendo que a mi edad ya debía conocer los suficientes detalles sobre la navidad. Pero no los sabía. O al menos, no con la profundidad con que deseaba saberlos. Conocía, claro, la historia de Jesús, que había nacido en un pesebre y desde que era un bebé, había sido considerado salvador del mundo. Me había emocionado hasta las lágrimas con la historia de María, que había sido visitada por un ángel y que había concebido de manera misteriosa un bebé milagroso. Me asombraba la bondad de José, que había protegido al bebé maravilloso desde antes de su nacimiento, a pesar de no comprender como había ocurrido el portento. Pero no entendía demasiado que tenía que ver una historia tan extraordinaria con arboles decorados, compras y comida en abundancia. No me atrevía a preguntar tampoco.
Durante todo el trayecto de regreso a casa miré por la ventanilla del automóvil todas las decoraciones que llenaban mi ciudad. Las guirnaldas rojas carmesí con borlas doradas, los pesebres de todos los tamaños y colores. Y claro está, los árboles espléndidos. Me sentí más preocupada y ansiosa que nunca por el tema. ¿Es que nuestro tronco sencillo y natural no celebraba nada? ¿Por qué mi abuela y mis tías no le colgaban bambalinas de cristal y le ataban cintas doradas? Nuestro tronco era sólo eso: un tronco de madera lleno de liquenes y musgo. Nada más que eso. O así me lo parecía a mí.
- ¿Qué te preocupa?
La voz del Padre Antolin me sobresaltó. Era un anciano sacerdote que hacia las veces de confesor de las monjas bigotonas del colegio donde me eduqué y pastor espiritual de las alumnas. Pero entre ambas cosas también era un hombre gracioso, inteligente, agudo y muy singular. A mi me encantaba conversar con él de vez en cuando y escuchar todo lo que tenía que decirme con su marcadísimo acento andaluz, que jamás había perdido a pesar de vivir desde hacía más de viente años en Venezuela. Le sonreí, con cansancio.
- Es una estupidez, padre.
- Ninguna preocupación es estúpida, chaval. A ver, contadme que os inquieta.
Me quedé en silencio. Nos encontrábamos en el bello jardin de la Escuela, muy lejos del bullicioso patio de recreo y los salones llenos de las voces de los alumnos. Era un lugar apacible, que invitaba a pensar y a reflexionar. Me gustaba estar allí, sobre todo en los momentos como ese, en que me sentía abrumada por cosas que no entendía bien. Me senté en el banco de metal junto a la escultura de la Virgen María, de rostro amable y manos abiertas en gesto de ternura.
- En casa no celebramos navidad - comencé, con cierta timidez. Antolin me miró por debajo de sus gafas de lectura.
- Lo sé.
- Es que no somos cristianas.
- Aja, lo sé también.
- Lo que pasa es que...
Miré las bellas borlas plateadas que las monjas habían colgado incluso allí, en medio del jardín placido. Un pequeño cartel recordaba "Dios vino a la Tierra". ¿Era lo mismo que celebraban en casa? ¿Tenía nuestra discreta y sentida celebración de solsticio la misma importancia y profundidad que celebrar un Dios niño? Todo el tema me parecía asombroso: era como una de las viejas historias griegas o romanas, pero mucho más importante y poderosa. Y es que todo el mundo parecía firmemente convencido que Dios, como sea que se le concibiera, había enviado a parte de sí mismo con la forma de un bebé a protegernos de nuestros dolores y pecados. Eso me parecía extraordinario. Y hacia palidecer, por supuesto, nuestra discreta celebración de los ciclos del Sol. De esa velada bajo las estrellas donde pedíamos al firmamento cuidara de nuestro corazón y nuestro espíritu.
- ¿Que te angustia? ¿Te sientes un poco al margen de todo? - preguntó Antolin con mucho tacto. Me encogí de hombros.
- Un poco sí. Es que también, nosotros celebramos el renacimiento del espiritu, de la Tierra y de las esperanzas. ¿Como puede eso compararsele a celebrar la llegada de un niño Divino?
- ¿Y por qué debes hacerlo?
Me quedé muda de asombro. Antolin me hizo un guiño amable y tomó una larga y ruidosa bocanada de aire. Tenía los dedos amarillos del buen fumador y el tufo disimulado del tabaco en la ropa y como otras veces, me lo imaginé fumando a escondidas, quizás en su habitación monacal que le pertenecía en el colegio, mirando la ciudad a la distancia. Una imagen que me encantaba.
- Bueno, ¿No debería?
- Cariño, la Navidad es una mezcla de elementos e ideas que celebran lo mejor del ser humano. Lo que vuestra familia celebra, también.
No entendí mucho de eso. El viento en el jardín tenía el aroma dulzón del árbol del Pumarosa que se alzaba en una de las esquinas. Ya empezaba a refrescar y el aire tenía esa cualidad luminosa que siempre traía diciembre consigo. Me gustó reconocerlo y disfrutarlo.
- Pero...son dos cosas distintas...
- Hija, el cristianismo es la base de la fe occidental, pero para llegar a serlo, recorrió un largo, largo camino - dijo Antolin con una sonrisa plácida. Llevaba el habito de jesuita un poco arrugado y sentí afecto por esa imagen suya, entre desenfadada y desordenada. Un niño muy viejo, pensé - y en el camino ocurrieron muchas cosas. Muchos historiadores creen que nuestro querido Jesús no nació en Diciembre, sino en marzo. Eso para empezar.
Abrí mucho los ojos. La imagen del pesebre nevado que siempre había tenido en mente, se transformó en otra. Hojas y pétalos de flores de primavera llenando la entrada del establo, el olor del sol impregnandolo todo. Me entusiasmé.
- ¿Y por qué lo celebran en diciembre?
- Porque mucho de los pueblos recién convertidos al Cristianismo en Europa hace mucho mucho tiempo, celebraban algo llamado "Sol Invictus" - parpadeé sin entender - "Sol invencible", en castellano. Era gran fiesta que unía a la gente para saludar al sol y recordar todo lo bueno y lo bonito que habían recibido durante ese año.
- Pero...
Intenté ordenar las ideas. Intenté imaginar las celebraciones de los pueblos que Antolin mencionaban y la manera como el nacimiento del bebé Jesús había logrado encajar allí. ¿Por qué celebrar la misma fecha? ¿Había algún motivo por el cual diciembre era mejor que marzo? ¿O se trataba de alguna idea que unía a ambas cosas? Antolin sonrió cuando le hice todas esas preguntas a la vez. Levantó las manos, con un gesto gracioso.
- Parad, parad Chaval. Una bala a la vez - soltó una risotada - no se trata del mes, sino del significado. Muchísima gente en la antiguedad celebraba el Dios sol y encomendaba su año y sus buenos deseos al nuevo ciclo. De manera que los lideres de la Iglesia se preguntaron con mucha inteligencia, por qué no celebrar también el nacimiento de nuestro amado Jesús. ¿Por qué no unir esa creencia del mundo antiguo para crear algo más espléndido? ¿Por qué no recordar cada año el nacimiento de Jesús en una fecha que ya se celebraba? Y así nació la navidad, como la conoces. O al menos, ese fue su origen.
Intenté ordenar las ideas. Imaginé una familia en un lugar muy remoto y antiguo, levantando el pan y la copa de vino para celebrar no sólo la fiesta del sol, sino también el nacimiento de la esperanza, encarnada en el Niño Jesús. Y la idea me pareció muy linda, me pareció trascendente. Había aprendido esa palabra días antes y parecía resumir perfectamente el poder de esa idea de celebrar algo tan valioso y profundo como creer y confiar. No supe como explicárselo a Antolin, no supe como poner todas esas ideas en palabras. Sacudí la cabeza.
- Entonces...el árbol y el pesebre...
- Querida, el árbol, el pesebre, las guirnaldas, las fechas, todos son elementos accesorios - me dijo dedicándome un guiño humorístico - cosas que usamos para demostrar felicidad. Pero el verdadero mensaje del sol que nace, del Jesús recién nacido es que el mundo está lleno de esperanza. De poder de las ideas, de todas las cosas preciosas que hacen que este mundo valga la pena ser vivido. De todos los sueños, de los fragmentos de pensamientos, que crean sonrisas y lágrimas. ¿Lo veis? No importa si vos celebráis el veintiuno o yo el veinticinco, si el árbol de la Escuela es grande y muy decorado y el vuestro frondoso y sencillo. Es parte de esa visión del tiempo, de cada cosa que nos recuerda que más allá de las diferencia, el espíritu humano busca las mismas cosas, las encuentra en su propia necesidad de crear y las celebra, para crear y construir. Así somos, así nacemos. Y eso nos hace extraordinarios.
Sonreí. De pronto, tuve la impresión que las decoraciones navideñas tenían un raro significado, como si vinieran de otra época - quizás de muchas épocas - para recordarnos que la esperanza en nuestro espíritu siempre forma parte de nuestra historia. Antolin se levantó con esfuerzo, orondo y rollizo y suspiró.
- Celebra lo más bendito de tu espíritu. Eso no necesita fecha. Todos somos eternos inocentes.
Lo miré alejarse por el jardin, con su paso lento y cadencioso. Cerré los ojos, el viento frío de diciembre me acarició el rostro. Sentí paz.
- Claro que puedes atar una cinta roja al tronco de Solsticio - dijo mi abuela cuando se lo pedí. Me dedicó una de sus miradas penetrantes, tan vivaces - ¿Lo haces en homenaje a la navidad?
- Al corazón abuela - respondí y volví a sonreír - a todas las cosas que pierdo y encuentro en él.
Mi abuela sonrío también y me acarició la mejilla con los dedos. Y tuve la sensación me comprendía. Tuve la sensación que sabía que de pronto, había encontrado un motivo para encontrar valioso cada momento que celebrar. Una manera de crear y de soñar.
C'est la vie.
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