sábado, 27 de diciembre de 2014
La danza del cisne olvidado y otras historias de brujería.
Camino por el camino de piedrecillas blancas con paso lento y torpe. Cuando me detengo frente a la vieja reja de metal envejecido, un hilo de miedo me recorre la espalda. ¿Que encontraré más allá? me pregunto. ¿Que espera por mi entre las puertas cerradas, los pasillos irreconocibles, las ventanas que miran aún hacia la montaña pero no me reconocen? Un nudo amargo me cierra la garganta, aprieto las manos contra las caderas. Por un momento deseo retroceder, quizás huir. Sin mirar atrás, olvidar ese instante duro y tan doloroso, que me roba el aliento, que me deja a solas con mis pensamientos y una angustia tan intima como desconocida. Tal vez debería hacerlo, me digo. Tal vez el pasado no tiene otro significado que una brecha brumosa en medio de nuestros pensamientos. Tal vez, lo que tememos y olvidamos deba ocupar un lugar perdido en el salón de los recuerdos más preciados.
Pero no lo hago. Me inclino, aprieto el botón del timbre. Escucho el sonido de las campanillas, tan distinto y al mismo tiempo tan idéntico a como lo recuerdo. Y aguardo. Los ojos entrecerrados. Los dientes apretados. No llores, me digo. Escucha, recuerda, atesora. La vida es un trayecto que te ha traído hasta aquí.
***
La última vez que visité la casa de mi abuela, fue unos meses después que mi madre la vendió a una pareja de desconocidos. Habían transcurrido dos años después de su muerte y la decisión de mi madre había sido irrevocable. Necesaria, me insistí más de una vez. La casa había estado vacía desde que mi abuela había muerto y comenzaba a deteriorarse. Y es que nadie quería volver a ella, ahora que Celia ya no estaba. Que el jardín había perdido su voz, que los pasillos enmudecieron sin el sonido de sus pasos. En la ausencia de mi abuela, el hogar que había conocido, con sus risas y olores, con sus palabras elevándose en espiral en todas partes, había desaparecido, se había transformado en otra cosa. Ahora sólo era una casa, con las paredes llenas de moho, puertas rotas y las ventanas sucias. Un lugar hecho de ruinas y sombras que ninguna de las brujas de mi familia quería volver. Así que cuando mi madre decidió venderla, no me opuse. Me insistí que era lo natural, que la vida continuaba a pesar de todo. Me obligué a aceptarlo como se aceptan los pequeños dolores, a la fuerza, con las manos apretadas contra el pecho.
Aún así, perder la casa donde había crecido, me produjo un sufrimiento secreto que no supe como expresar, que me lastimó por tanto tiempo que llegó a convertirse en uno de esos pequeños pesares que llevamos a todas partes, que atesoramos sin saber por qué. De vez en cuando, me encontraba de pie en mi pequeño apartamento, recordando mi habitación de niña, con sus muebles de estuco y su ventana enorme con su marco de madera roto. Las ramas del árbol que rozaban el cristal cada madrugada y que me ayudaban a dormir. La montaña alzándose más allá, una linea verde e inolvidable abarcándolo todo. O de pronto, me llegaban los olores de la casa en ráfagas, venidos de algún lugar misterioso de mi mente. El orégano de la cocina, la albahaca de las sábanas y muebles, la cera derretida de las velas que llenaban los rincones. El murmullo de la biblioteca desordenada, la risa misteriosa del jardín desordenado de mi abuela. La claridad del recuerdo me confundía, me abrumaba. Todo lo bueno en mi, lo más querido, parecía haberse quedado allí, entre la luz diáfana de las tardes inolvidables, junto a la voz de mi abuela, las pequeñas escenas de mi infancia cada vez más lejanas, imprecisas.
En una ocasión, me había encontrado conduciendo sin saber como, por la vieja calle hasta la fachada de la vieja casa. Había estado pensando en ella durante todo el día, con una sensación agria que me llevaba esfuerzos comprender. ¿Se trataba de pura añoranza? ¿O de la sensación que aún había mucho por decir y recordar a pesar de la ausencia? No lo sabía. La casa se me aparecía en todas partes, una imagen irremediable que encontré incluso en los lugares más imprevisibles. La casa, en los paisajes de una ciudad cada vez más inhóspita y dura. La casa, en mitad de una frase, a medio recordar, rodeada en pequeños trozos de algo más amplio. La casa y sus recuerdos, en mi piel, en el rostro pálido y preocupado de la mujer joven en que me convertí. ¿Quién soy? me preguntaba con frecuencia, sentada en la oscuridad de mi habitación de adulta, rodeada de libros y de fotografías. ¿Quién seré? ¿Que deseo ser?
Me detuve frente a la vieja casona con el corazón latiendome muy rápido. La vieja y amada silueta de la fachada pareció emerger de entre las sombras, dibujarse en pequeñas variaciones de luz. Estaba por anochecer y las luces de las ventanas del piso superior estaban encendidas. Una figura solitaria caminaba entre el resplandor, con paso lento, la espalda encorvada. Más arriba, las tejas brillaban con el último resplandor de la tarde. Y el olor del jardín, me dije apretando el circulo de goma del volante con un gesto casi desesperado. Allí, el olor. Cerré los ojos para disfrutarlo. Las begonias en flor, de un Julio especialmente caluroso. El árbol de mango más allá, que ya comenzaba a dar frutos. El feo Rosal de mi abuela, que quizás comenzaba su lento ascenso hacia la luz desde la muralla del fondo. El dolor me recorrió duro, pleno. Irradió desde un punto misterioso de mis manos abiertas hasta más arriba, hacia mi mente, hacia mi espiritu. Hacia todas las heridas abiertas. Las lágrimas tan cerca de la superficie. La voz de una niña en mi mente. Que reía, que abría los brazos para correr y...
Parpadeé. Encendí el automovil con un gesto brusco que casi me hace estrellarme contra la acera demasiado alta. Maniobré de derecha a izquierda y salí dando tumbos hacia la cercana autopista. Basta, me ordené con los dientes apretados. Basta. Ya has crecido. Ya eres una mujer. La niña ya no está, los recuerdos tampoco. Basta, ya. No puedes continuar mirando hacia atrás siempre. Basta ya.
Mi tia L. me miró desconcertada cuando me encontró sentada en la puerta de su casa. Era casi el filo de la medianoche cuando finalmente se asomó por la ventana y me encontró allí, sentada en uno de los peldaños de cemento que daban hacia su taller de arcilla. Escuché sus pasos en el piso de parquet, el sonido sinuoso de sus pies desnudos. Luego, el rumor de su ropa holgada, el olor fresco de su cabello.
- ¿Que te pasa bruja? - se sentó a mi lado. No parecía asombrada de encontrarme allí. Tampoco me reprochaba nada. Sus ojos castaños, adormilados pero aún así vivaces, me miraron con interés. Me encogí de hombros.
- Fui a la casa de...de mi abuela - le expliqué en un susurro. Tia suspiró y luego revolvió entre su bata de paño de dormir, buscando entre los bolsillos algun objeto invisible. Mi madre y yo le habíamos regalado esa bata: una bella pieza hindú con arabescos y una luna bordada a un costado. Un paisaje lunar extrañamente pacifico - no sé por qué lo hice.
- Porque lo necesitas. Eso no tiene discusión.
Encendió un cigarrillo. El olor a menta se elevó entre nosotras, como un rizo blanco y gris con olor a noche fresca. Sacudí la cabeza, me cubrí el rostro con las manos. El dolor, de nuevo. Escarbando en la superficie, palpitando tan cerca del límite de la angustia que apenas podía soportarlo. Reprimí un gemido de angustia.
- No sé que necesito. La recuerdo tan claro. No sé si sea majaderias mias o que pasa. Pero no puedo soportarlo. No sé como manejarlo.
Tia fumó en silencio. Y le agradecí me escuchara con esa apacible ferocidad suya. Nunca podría haberle dicho algo semejante a mi madre, malhumorada y fría. O a una de mis tías, que me habrían hablado de pasos del ser y la tenacidad de comprender. ¿Qué ocurría conmigo que los viejos recuerdos me dolían de esa manera? No lo sabía. Nunca lo había entendido bien. Me lo preguntaba sentada frente a las velas de la Celebración de Luna llena, bailando desnuda en la primer rayo del Sol de los solsticios y equinoccios. A solas, con las manos extendidas hacia las estrellas. ¿Que ocurre en mi corazón?
- Lo que necesitas es hacer las paces con tu espíritu - me contestó mi tia al cabo de un rato - eres una mujer de tu época que fue educada en creencias ancestrales. Eres una mujer que sobrevive en un país hostil, en un década indiferente. Y el corazón te conduce hacia tus propias preguntas, hacia la necesidad de mirar más allá de todo lo que temes, de lo que te desconcierta. Necesitas encontrar el origen de todo eso. De volver a crecer, confiar, mirar al infinito sin temor ni dolor.
Tia L. no era mi tia realmente, sino la mejor amiga de mi madre. Aún así, era mi pariente más querida, tan cercana a mi como lo hubiese sido si compartieramos sangre y carne. También, era una bruja, aunque ella jamás lo aceptara y se burlara de mi insistencia en llamarle así. Era prolífica escultura, una artista consumada, un espíritu libre y salvaje. Y sin duda, una de las personas más importantes de mi vida. De manera que la escuché, entre desconcertada y abrumada, sin saber que responder. Incliné la cabeza y la escondí en el cuenco de mis brazos.
- Hablas como de una travesía espiritual o algo semejante - protesté en voz baja - quizás sólo me siento sola, a ratos incomprendida. Herida por...no lo sé, por sentir que falta una pieza en mi vida que no sé donde podría encajar.
Tia soltó otra bocanada de humo. Se levantó y caminó por su pequeño jardín impecable. Llevaba el cabello entrecano y abundante, despeinado y suelto sobre los hombros. Tenía un aspecto entrañable, con el rostro limpio de maquillaje, los pies desnudos, apretándose la bata de paño en el pecho con una mano pecosa.
- Todos somos producto de lo que recordamos y añoramos, de eso se trata madurar - me respondió - todos miramos hacia atrás y comenzamos a hacernos preguntas, a levantar piezas perdidas, a intentar encontrar otras. Al final, lo que anhelamos es hacer las pases con nuestro pasado. Asumir los pequeños dolores y alegrías y continuar el trayecto hacia el futuro, nada más.
- ¿Que necesito entonces? - insistí. Tia soltó una de sus carcajadas rotundas, peligrosas.
- No lo sé, bruja. ¿No te dejó tu abuela una gran lección sobre el tema?
Cuando mi abuela vivía, Tia solía visitarla con frecuencia. Ambas conversaban por horas, reían a carcajadas. Mi tia solía decir que mi abuela era "una romántica irremediable" y mi abuela lo aceptaba de buena gana. Ambas compartían el gusto por el arte, por el blues de Nueva Orleans y la comida picante. Y también, una cierta mirada profunda sobre el mundo, una noción sobre la belleza sutil de la realidad que las hacia comprenderse muy bien. Mi abuela solía decir que tia era "una mujer poderosa, a pesar de no saberlo" y yo le creía.
Solté una carcajada. Me quité las pesadas botas de tela que calzaba y apoyé los pies sobre la hierba fresca. Moví los dedos sobre la tierra húmeda. La deliciosa sensación me recorrió como un suspiro, un hilo de placer que me reconfortó. Me encogí de hombros.
- Ya sabes como era mi abuela. Lo sabía todo. Pero yo no.
- Lo sé. Así que creo que te debió dejar una lección por allí.
Suspiré. Hundí un poco más los pies en el barro. Un escalofrío me recorrió.
- Una vez me dijo que todas las brujas recorren el mundo para volver al lugar donde fueron más felices - murmuré entonces - que buscas lo que perdiste en el lugar donde aprendiste a desear encontrarlo. Que cada bruja recorre su historia a trozos, a fragmentos, en escenas. Todos igual de necesarios.
- Las brujas son depositarias de un tipo de sabiduría abstracta y que podría resultar confusa, sino fuera por esa aspiración a la belleza con que las educan - dijo mi tia - toda mujer que concibe una idea poderosa sobre si misma, sabe que cada pequeña idea, cada sueño, cada pensamiento, cada forma de comprender el mundo es valiosa y necesaria. Porque te crea, porque le brinda sentido a lo que crees y asumes es real. Entonces sí, Celia tiene razón. Si algo falta en tu vida, regresa al origen. Recuerda, perdona, continúa. Vive.
Silencio. Uno enorme que pareció abarcar el cielo. Me sequé las lágrimas con disimulo.
- Entonces, abuela siempre tenía la razón - dije. Tia se acercó y me acarició con un gesto rápido y firme el cabello.
- ¿No lo sabias? era su mayor defecto.
Suspire. La noche pareció hacerlo conmigo. El dolor palpitó, creció, me recordó que estaba allí.
El origen.
***
La anciana me miró boquiabierta cuando se acercó a la reja desvencijada. Me dedicó una mirada desconfiada y lenta.
- ¿Y usted dice que quiere entrar...a mirar?
- Sólo un ratito. Vivi aquí de niña y...necesito mirar otra vez la casa. Sólo una vez. Prometo no molestarla - le aseguré.
Me pregunté que veía la anciana. Una mujer pálida y despeinada con expresión ansiosa mirandola desde la calle. Me pregunté por qué llevaba a cabo esa pequeña expedición al pasado, si todavía tenía oportunidad de regresar...si aún...
- Ya le abro Mija.
El sonido de la cerradura me sorprendió. Me quedé allí, paralizada y pálida. La anciana aguardó, con gesto impaciente e incómodo.
- ¿Va a entrar?
Entré.
El pasado pareció florecer a mi alrededor, hacerse mucho más real que presente. La anciana malhumorada me condujo por el jardín - que parpadeó al reconocerme - hacia la casa que sonrío cuando me abrió los brazos para recibirme. Y es que de pronto, no hubo mañana. No hubo hoy. No hubo ayer. Hubo una sensación extraordinaria de reconocimiento. Hubo una sonrisa que cien días perdidos y vueltos a encontrar. De recuerdos que de pronto, cobraron vida a mi alrededor. La niña que corría entre los pasillos como un vendaval, llevando un par de alas sucias colgadas a la espalda. La Dama de cabello cobrizo entrecano que cantaba al cocinar. La silueta de tia E. dibujandose en la penumbra del Jardín, mientras podaba con delicadeza sus amadas begonias. El paso fuerte de bisabuela, apoyada en su bastón. La sonrisa enigmática de mi tatarabuela, sentada bajo el árbol de mango. ¡Allí estaban todas! ¡Todas los pequeños fragmentos perdidos de mi vida! ¡Y la esperanza! ¡Y la fe! ¡Y el miedo que podía vencer! ¡Y cada pequeña puerta abierta a una vivencia preciada! El primer libro que leí, aquí. El sabor del chocolate con especias, entre las sombras. La Luz de la Luna llena, perdido entre las paredes recien pintadas y desconocidas. Aquí y aquí, cada una de mis imagenes añoradas. Aquí y aquí, los abrazos y los suspiros. La mirada asombrada. Aquí y aquí, cada lágrima y cada risa. Aquí y aquí, todo lo perdido que vuelvo a recuperar.
Y lloré, en silencio, sentada en el jardin radiante, tan vivo como siempre, que quizás no esperaba recibirme y lo hizo con el olor del pasado, reconfortante y delicioso. A reí, por la niña que brincaba y se caía entre las hojas jugosas, que se raspó la rodilla con las piedrecitas perdidas. Y de pronto, no hubo pasado, no hubo otra cosa, que esta sensación de comprender que todo vive, si la memoria lo conserva. Que todo trasciende su sabemos su valor. Si todo se eleva, más allá de las estrellas. En esta sensación de reconocimiento y agradecimiento, en esta pequeña celebración.
- ¿Está muy distinta la casa a como la conoció? - me preguntó la ancianita cuando me acompañó de nuevo a la puerta para despedirme. Sonreí, al salón vacío, donde aún las brujas me miran desde las sombras. Donde aún mi infancia vive y se eleva, tan real, tan presente. Tan verdadera. Sacudí la cabeza. Las manos apretadas de emoción contra las caderas. La mirada azul del recuerdo tan profunda y tan dolorosa. Tan real.
- Nada cambia quizás - le respondí - todos somos los mismos, quizás sin saberlo.
Lo pienso, sentada frente a las velas de un ritual silencioso. Con el cabello trenzado cayendome sobre los hombros. Y es que hay un origen para todas las cosas, me digo. Y también el principio de un nuevo ciclo. Todo entre mis manos, todos en lo que espero y aspiro. Un recorrido circular en la esperanza. Un trayecto que recorro en mi espíritu, una y otra vez.
Sonrío, al futuro. A la bruja que soy.
Así sea.
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