lunes, 29 de diciembre de 2014

Un pequeño homenaje a los rostros de un país anónimo.





No conocí a Mónica Spears. A su esposo, Henry, sí. Era uno de los alumnos de la escuela de fotografía donde trabajo y habíamos coincido un par de veces. Un hombre de sonrisa fácil, una imaginación muy despierta y esa amabilidad innata, que no se aprende en ninguna parte, del buen viajero. La última vez que le vi, hablaba sobre Venezuela y que ahora sí, podría fotografiarla como siempre lo había soñado. “Aprender fotografía es un paso para mirar a Venezuela más de cerca” dijo. Me pareció una frase casi poética, de uno de sus hijos adoptivos de Venezuela que aman a esta tierra con absoluta ingenuidad. Una frase dulce de un hombre dulce.

Henry era un inmigrante y quizás por ese motivo, profesaba por Venezuela ese tipo de amor incondicional y profundo del hijo adoptivo. Le escuché hablar del país interminable, radiante. De los paisajes inolvidables, de una Tierra bendita que respetaba con una humildad conmovedora. En una ocasión le pregunté, descreída y un poco desconcertada por su apasionamiento, que le hacia volver a Venezuela a pesar de todo, el motivo por el cual deseaba educar a su hija en una cultura confusa, cada vez más radical y agresiva. Se encogió de hombros: “Venezuela es algo más que política. Es una esperanza”.




Cuando supe la noticia de su muerte, recordé sus palabras. Me quedé paralizada, con las manos temblando de miedo. Le vi en mi mente, aún sonriendo, mostrándome una fotografía de uno de los cientos de parajes mágicos del país. Y lloré, abrumada por la sensación de perdida. Porque de pronto, la violencia Venezolana había traspasado la frontera de la teoría y del análisis estadístico para llegar a mi mundo, a ese día a día cotidiano que los Venezolanos sobrevivientes protegemos con enorme encono. Pero Henry había muerto: asesinado de dos disparos. Victima de la Venezuela real, de la inocultable, de la agresión de una cultura donde el temor y el saldo sangriento se convirtió en lo habitual. La sensación destruyó esa poca inocencia que aún conservaba sobre la Venezuela heredada de la impunidad y el temor, y le dio otro cariz. Le brindó otro rostro. Uno tan doloroso como desagradable. Irreconocible.

Hace algunos años, conocí desde la virtualidad a Robert Redman. Era uno de los usuarios habituales del viejo portal Noticiero Digital y uno de los convencidos que el país necesitaba la lucha callejera para enfrentar a una Revolución ideológica brumosa. Conversamos en varias ocasiones, debatimos ideas, nos enfrentamos en esas contradicciones de uso y de forma de la Venezuela borrosa, confusa que dibujan las redes Sociales. Pero al final, siempre había una palabra amable, una gentiliza graciosa. Y es que Robert un Venezolano típico. O así solía llamarse así mismo. Un hombre bonachón, simpático. Un opositor convencido que participó en la mayoría de las manifestaciones callejeras de los últimos quince años, un hombre que hablaba con enorme convicción del ideal de la Venezuela, a pesar de todo. De vez en cuando coincidíamos en esa conversación incesante vía Twitter: desde su user @EscualidoReload, era una voz insistente sobre la necesidad de las luchas diarias del ciudadano de a pie, de ese opositor angustiado y menospreciado por el poder. Un hombre que se aseguraba de dar pequeñas batallas, a pesar de desaliento, de casi quince años de enfrentar a un gobierno que le excluía por el único motivo de contradecir sus ideas. Con frecuencia, Robert Redman insistía que Venezuela necesitaba “a los ciudadanos enfrentándose al poder”. Más de una vez le pregunté por qué continuaba participando en manifestaciones tibias basadas en argumentos políticos contradictorios. Inaccesible al cinismo de un país cada vez más desgastado por los enfrentamientos y una oposición cada vez más confusa todas las veces me respondió con la misma frase: “ hay continuar luchando, a pesar del miedo”.

El día 12 de Febrero del 2014, Robert Redman participó en la marcha estudiantil que acabó en un confuso episodio de violencia donde fueron asesinados a disparos dos jóvenes manifestantes. En medio de la multitud que corría despavorida, Robert Redman fue uno de los que intentó ayudar a uno de los heridos: en las fotografías que se difundieron donde el suceso, aparece como uno de los espontáneos que levantaron el cuerpo de Bassil Alejandro Dacosta, herido de un tiro en la cabeza en La Candelaria. Un rostro contraído por el miedo, con una bandera tricolor al cuello. Avanza, junto a un grupo de manifestantes, llevando el cuerpo de Bassil DaCosta al hombro. En una de las imágenes, mira hacia la cámara, los ojos muy abiertos y sorprendidos. Un hombre muy joven y casi inocente, que de pronto, comprende a la Venezuela real, la violenta, la más allá de la idea circunstancial que tenemos sobre ella. Más tarde escribiría en Twitter “Hoy me pegaron una pedrada en la espalda, un cascazo por la nariz, tragué bomba lacrimógena, cargué al chamo que falleció, ¿y tú qué hiciste?”.

Unas horas más tarde, Robert Redman había sido asesinado por desconocidos a pocos metros de la calle donde vivió la mayor parte de su vida. La fotografía, como la de Basil DaCosta, se difundió de inmediato con esa rapidez desconcertante e impersonal de las redes Sociales. Aún con la bandera atada sobre los hombros, Robert Redman yace con los brazos y piernas abiertas, una victima anónima, un hombre que murió enfrentándose al país circunstancia, a la Venezuela irreconocible que heredamos luego de quince años de diatriba política. Otra victima anónima, sin rostro, en medio de esta historia de números rojos que Venezuela escribe a diario.

A Robert Redman no lo conocí en vida, sino el día de su sepelio. Acudí por mero instinto, por una necesidad confusa de conmemorar su muerte absurda, de no olvidar que un hombre joven de mi país, había muerto a manos de la violencia política, del insistente discurso de la agresión que convirtió la diatriba y el argumento ideológico en una amenaza perenne. Me senté junto a su ataúd y miré su perfil: Un desconocido, un joven Venezolano que murió muy pronto, otra cifra roja en un país que las olvida muy pronto. Y lloré, a pesar de intentar contener las lágrimas, con las manos apretadas de pánico contra las caderas, con los labios temblandome de angustia. La herencia de una Venezuela a fragmentos, que se desploma en medio del temor, que carece de rostro e identidad donde todos somos victimas.

El 19 de Febrero del 2014 un grupo de motorizados atravesó la calle donde vivo disparando al aire. Me encontraba junto a un grupo de vecinos en la puerta de mi edificio y corrí, aterrorizada, para refugiarme contra una pared cercana. Me acurruqué, cubriéndome la cabeza con los brazos, escuchando las detonaciones cada vez más cercana. Una de mis vecinas comenzó a gritar de puro pánico y uno de los motorizados que disparaban se acercó al lugar donde nos encontrábamos: “Vengan a manifestá, pues, cuerda de pendejos ricos” gritó. Disparo una vez más. Escuché el eco metálico de la bala resonando tan cerca que aspiré el olor chamuscado de la pólvora en el aire. O quizás lo imaginé. Continué allí, temblando, sofocada por el miedo, hasta que el grupo de atacantes avanzo a toda velocidad y desapareció finalmente. Después pensaría que había sobrevivido sin saber como, en ese azar confuso de la violencia diaria de mi país.

El mismo día, casi a la misma hora, Geraldine Moreno se encontraba junto a un grupo de amigos a unos metros de la puerta de su casa. Un poco más allá, unos cuantos vecinos manifestaban haciendo sonar cacerolas. De pronto, seis efectivos de la GNB llegaron en motocicletas para dispersar la manifestación. Comenzaron a disparar a cualquiera que se encontrara en la calle: en la confusión, Geraldine moreno corrió hacia su casa y uno de los efectivos la persiguió. Cuando Geraldine resbaló y cayó al suelo, le disparó dos veces una ráfaga de perdigones de hierro al rostro. El impacto a quemarropa le destruyó literalmente el rostro.

Leí la noticia al día siguiente y me sobresaltó la coincidencias de fechas, la idea que mientras yo sobrevivía a un episodio de violencia de consecuencias imprevisibles, Geraldine resultaba herida por el mismo tipo de agresión sin rostro, impune que parece simbolizar la justicia en Venezuela. Una idea que parece convertirnos a todos los Venezolanos en victimas propiciatorias, en dolientes potenciales del Terrorismo de Estado. Un país donde el poder ataca y agrede, no sólo para autopreservarse sino además, amparado en esa impunidad de la mano que lo ejecuta.

Geraldine agonizó durante cuatro días y finalmente falleció, a causa de las heridas que sufrió. La noticia me aterrorizó y por horas, me obsesioné con la idea que pude haber sido una victima, de la misma manera que lo fue Geraldine, de la ideología política convertida en Violencia. Victimas ambas de una de una situación callejera insostenible, de un clima político transformado en una excusa para la agresión. Porque como Geraldine, pude haber sido un chivo expiatorio de un país donde la violencia forma parte del día a día, donde sobrevivimos a una circunstancia que nos sobrepasa, que nos desborda, nos restringue. Victimas de la justifica convertida en brazo represor.

El efectivo de la GNB que la atacó aún continúa libre, a pesar de haber sido acusado formalmente ante un tribunal de la república. Cuatro de los funcionarios que participaron en el hecho, también lo están, a pesar de su complicidad en el delito. La justicia lenta del país que disimula, del poder que protege. Hace unos días, la madre de Geraldine, Rosa Orozco, escribió una carta para su hija, un doloroso homenaje no sólo para Geraldine, sino quizás para todas las victimas de un país herido, lleno de cicatrices aún sin sanar:

“La Navidad es un sentimiento y en mí está quebrado. Aún me resulta increíble que sigan torturándonos, porque es una tortura seguir teniendo estudiantes y presos políticos en las cárceles venezolanas”, escribió. Rosa ha acompañado a grupos de estudiantes en manifestaciones y protestas, levantando la fotografía de su hija como símbolo de un país moralmente quebrantado, sometido a una lucha de poderes que el ciudadano común sufre desde la impunidad. Con una entereza dolorosa Rosa insiste en reclamar justicia no sólo para si misma, sino para todos los Venezolanos que aún padecen el rigor de la ley convertida en arma ideológica “Que la justicia se aplique para cualquiera que se atreva a menospreciar los valores y principios de nuestra Constitución, de nuestras familias y de nuestra historia” insistió en su carta.

Hace unos días, vi una fotografía de la tumba de Robert Redman. Alguien había dejado un ramo de Crisantemos amarillos, que comenzaban a secarse al sol de este diciembre Venezolano de cielos limpios y cálidos. A su lado, se encontraba de pie su padre, un anciano frágil de sonrisa amable y profundamente triste. La imagen me hirió, pareció resumir un año donde el rostro de Venezuela parece haberse transformado para siempre. La miré sin saber que decir al recuerdo de este hombre desconocido, de esta victima Venezolana que desaparece lentamente de la memoria colectiva. Y tuve la impresión que quizás este silencio, esta sensación de abrumadora desazón, sea justamente a lo que siempre Robert llamó “miedo”. Esa resignación elemental de un país que se mira así mismo desde la distancia histórica, que parece derrumbarse con lentitud en su propia circunstancia. Esa noción del “miedo” que parece resumir el vaivén político de un país confuso, cada vez más quebrantado, sumido en una amarga diatriba sin verdadera resolución.

No lo sé, me digo, mientras camino por las calles solitarias de la ciudad. Las pocas decoraciones navideñas cuelgan distraídas de balcones y paredes, sin conseguir disimular la tristeza general, esa sensación de desánimo que no sé explicar muy bien. Quizás tanto Henry como Robert, incluso Geraldine en su inocencia, simbolizan esta Venezuela que aún desconoce el camino que transita y lo que resulta aún más doloroso, la realidad a la que debe enfrentarse cada día. Un pensamiento inquietante, me digo y aún así, muy real.

C’est la vie.

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