sábado, 17 de enero de 2015

El canto del viento y otras historias de brujería.




Creí que había escuchado mal la pregunta. Intenté sonreír, pero supongo que no lo conseguí y continue mirando a mi amiga con expresión sorprendida y levemente desencajada.

- ¿Que quieres un hechizo?
- Sí, para hacer que G. se enamore de mi. Necesito que lo haga- repitió. Nos encontrábamos en los extensos y bulliciosos jardines de la Universidad y su frase se escuchó sin sentido, fuera de lugar. Parpadeé, sin saber como responder a eso - ¿Cual me recomiendas?

Al principio, pensé que se trataba de una broma. Mi amiga J. era una mujer optimista y vital que siempre disfrutaba de reir y del humor más burlón. Era de hecho, un espíritu provocador que disfrutaba de esa infantil privilegio de irritar y desconcertar. Sacudí la cabeza.

- Oye...este chiste no tiene gracia.
- No es un chiste.

Me miro ansiosa, con el rostro enrojecido de vergüenza y de algo muy parecido a la angustia. Me mordisqueé una uña nerviosamente, intentando conservar la calma, de encontrar una forma razonable de responder a una petición tan extraña y sin sentido. No era la primera vez por supuesto, que alguien me decía algo semejante: por años, la mayoría de mis amigos y conocidos estuvieron convencidos que llamarme "bruja" me proporcionaba algún tipo de poder misterioso e inalcanzable que seguramente utilizaba a mi antojo y conveniencia. Con una mezcla de cierta curiosidad y sobresalto, más de una vez, me preguntaron si yo podía provocar dolor o alegría, miedo o controlar el clima. Siempre me causó gracia esa idea: mi abuela solía decir que el ser humano suele imaginar que el poder espiritual es de hecho, un tipo de arma filosa.

- Más de una vez, se suele confundir la capacidad de hacerse preguntas, de aprender sobre ti mismo y de construir una manera de ver el mundo con un poder imaginario, basado en algo más misterioso - me dijo una vez, mientras podaba su amado y feo rosal. Era su lugar favorito de su jardin antipático: las Flores parecían pendular sobre el enorme muro trasero de la casa. Nunca me agradaron demasiado: tenían petalos enormes de un vistoso color carmesí pero a mi me parecían peligrosas, levemente amenazantes. Mi abuela solía decir que era distintas y eso las hacia poderosas.
- Pero eso no es magia - protesté, con toda la insolencia de mis doce años. Mi abuela soltó una carcajada.
- ¿Y que es magia?
- No sé...hacer cosas portentosas, crear cosas increibles - insistí. Durante todo aquel año que me habían educado dentro de las creencias de la brujería, me sentí un poco desconcertada e incluso incómoda. Había imaginado que educarme en la Tradición de la Diosa, era un poco como atravesar una enorme aventura privada, enfrentarme a grandes pruebas para adquirir misteriosos conocimientos. Pero por supuesto, no había resultado nada de eso. De hecho, lo que más había hecho durante el año era leer filosofía, aprender el nombre de plantas y memorizar invocaciones antiguas. ¿Donde estaban los grandes portentos? ¿Los misterios que aprendería y que presumiblemente mi familia conservaba durante décadas? No lo sabía y comenzaba a sospechar, con cierto malestar, que no existían.
- ¿Cosas increibles? - repitió mi abuela con cierto retintín. Apretó levemente los labios, como yo sabía solía hacer siempre que trataba de contener la risa.
- Bueno...no es muy emocionante leer libracos de Zweig y aprender cual es la diferencia entre la menta y la hierbabuena - dije con las mejillas coloreadas de vergüenza - creí que lo de ser bruja...

La verdad, no sé que me había imaginado, pero claro está no tenía mucho que ver con reflexionar sobre mi manera de pensar, mirar el atardecer y quemar hierbas en el caldero. Con la imaginación salvaje de la niñez, estaba convencida que aprender brujería me mostraría misterios asombrosos y por supuesto, me brindaría un tipo de poder que podría utilizar a conveniencia. Nada más lejos de la realidad. Hasta ahora, recorrer el camino de la Diosa había sido una mezcla de aprender lecciones espirituales y comprender el mundo desde una perspectiva muy amable y casi adulcorada que no me gustaba para nada. ¿Y las varitas mágicas? ¿Y las
grandes pociones que me permitirían crear cosas portentosas? Más de una vez, me pregunté con cierto malestar, si la brujería que se practicaba en mi familia, esa visión profundamente conmovedora del mundo, tendría relación alguna con las grandes historias sobre magia que solía leer y que desde luego, creí eran reales. Muy pronto llegué a la conclusión, con una irritada tristeza, que no.

- Ser bruja es comprenderte a ti misma como un espiritu libre y creador, y eso es magia y eso es poder - me dijo mi abuela. Aún tenía un brillo humorístico en sus ojos, pero noté que no sonreía. De hecho, su expresión era dura y severa - la creación, la capacidad de comprender el alcance de tu responsabilidad con lo que vives y lo que haces, es un poder enorme, que te brinda la oportunidad de comprenderte como alguien lleno de enormes posibilidades. La magia, mi niña, es el poder de trascender a las limitaciones del miedo y construir el mundo a tu medida.

No supe que responder a eso. Suspiré, acariciando el libro de las sombras donde copiaba los nombres de las plantas y sus propiedades. ¿Eso era mágico? ¿Eso era poderoso? ¿Como podía serlo? Incluso el ancianito que atendía la floristeria dos cuadras más abajo sabía eso. ¿Que hacía especial lo que yo aprendía? ¿Que lo hacia poderoso?

- El poder Aglaia, es tu capacidad de construir un tipo de pensamiento tan elevado y tan profundo, que te haga asumir que el mundo está lleno de aprendizaje - dijo mi abuela cuando le comenté lo anterior. Y esta vez, no había duda: estaba digustada. Tanto, como para cruzar los brazos sobre el pecho y mirarme fijamente, con los labios serenos pero duros. Los ojos entrecerrados - cada bruja, comprende que la capacidad para soñar y para crear es un atributo de los valientes. Que cuestionarse, atreverse, ser audaz, llevar a cabo proezas fisicas e intelectuales, ser libre en suma, sólo es posible si estás convencido de tus propias capacidades, de la forma como asumes tus aspiraciones y la esperanza. ¿No te parece eso poderoso?

Me encogí de hombros con un mohín. Mi abuela soltó una carcajada, supongo que enternecida por su malcriadez juvenil.

- Creeme, que cada cosa que haces ahora mismo es mágico. Eres una herramienta de tus propios sueños - me dijo. Se inclinó hacia mi, me beso en la frente, me acarició el rostro - poco a poco comprenderás que construir tu propia vida es la acción más poderosas de todas y que creer definitivamente en tu poder para decidir, la más privada. Y asumirás el valor de ambas cosas.

Pensé en sus palabras en esa tarde soleada, tantos años después, mientras mi amiga J. me miraba expectante, con una nota de desesperación en sus gestos rigidos, en su expresión cansada. De pronto, las palabras de mi abuela tuvieron una nueva resonancia, un poder a la distancia que pareció brindar sentido a lo que sentía en ese momento, a lo que comprendía quizás luego de años de recorrer mi propio camino, justo en ese momento.

- Creo que sabes que es imposible hacer que alguien se enamore de ti - le respondí finalmente a J., en voz baja y que trataba de ser amable - nadie puede manejar la voluntad de otro a su antojo.

Me dedicó una mirada indefinible, cansada. Apretó los labios y por un momento, pareció contener una emoción muy profunda, que yo no podía comprender muy bien. Finalmente, se encogió de hombros, afligida y abrumada.

- Debería poderse hacer. Necesito que me quiera.

No respondí. Mi amiga tenía un aspecto juvenil y fragil, con la respiración agitada por una visible angustia, las manos apretadas contra las caderas, el cuerpo rigido inclinado levemente hacia adelante, como si las emociones que le atormentaban, le aplastaran levemente sobre la tierra húmeda del campus. Aguardé, mientras ella parecía debatirse con sus propias ideas y temores.

- ¿Por qué necesitas que te quiera? - pregunté. Ella soltó una risita irritada, furiosa.
- Porque yo lo quiero. Porque necesito que me mire, porque es la persona con quien yo debería estar - me dijo, con los dientes apretados - ¿Que me falta para que no me mire? ¿Que no tengo para que no me quiera?

Silencio otra vez. Aguardé, sentada a su lado, sin saber que otra cosa hacer para reconfortarla que escucharla en aquel silencio comprensivo, una solidaridad tímida que sin embargo parecía consolarla. Sacudió la cabeza y extendió la mano para tomar la mía. La apreté con afecto y preocupación.

- Debo sonarte ridicula.
- Me pareces herida.
- No sé por qué lo estoy.
- Pero lo estás, y eso es suficiente.

En una ocasión, mi abuela me había dicho que las heridas espirituales son fáciles de infrigir pero dificiles de sanar. Que son pequeñas cicatrices que llevamos a cuestas, lastimandonos con los bordes afilados de nuestras ideas y temores. Una idea que me asombró y me aterrorizó.

- Las heridas espirituales son tan profundas, que en ocasiones parecen llegar al centro mismo de quienes somos o incluso de quienes queremos ser - la recordé mientras me decía aquello: de pie, atando con dedos agiles una pequeña bolsita con hierbas y una hoja de papel - y para curar, el camino debe llevarte junto al contrario: señalarte el lugar de las estrellas en tu mente, tu capacidad de creer...

- Y confiar en ti misma... - dije en voz alta, sin notarlo. Mi amiga soltó una de sus carcajadas petulantes.
- Ahora si enloqueciste.
- Oye, creo que si hay algo que puedo hacer por ti - dije. Mi amiga parpadeó, confusa.
- ¿Atarás a G. y...?

Solté una carcajada.

- Mejor que eso.
- Esto promete.
- Tu esperas y verás.

Me llevó un par de día encontrar lo que necesitaba entre los libros de las Sombras de mi abuela. Ella me dedicó una de sus miradas curiosas, mientras me veía hojear página tras páginas, con expresión curiosa y decidida.

- ¿Qué estas buscando?
- Crear magia.

Le hice guiño malicioso, de esos que había aprendido de ella. Mi abuela sacudió la cabeza, ya cubierta casi por completo de canas y sonrío, con esa ternura suya infalible, entrañable. La miré salir de la biblioteca, con su paso firme y rápido, la cabeza erguida. "Toda bruja es una libre pensadora, un espiritu libre y salvaje. Una mente curiosa, incansable, rebelde, que mantiene viva la esperanza incluso en medio del dolor, que asume el poder de enfrentarse al temor" decía una de las páginas del libro que consultaba. Acaricié la frase con la yema de los dedos, como apreciar la textura y la profundidad del papel y la tinta, me brindara una experiencia de inestimable valor, un pequeño secreto. Quizas así era.

- ¿Y esto que es?

J. me miró boquiabierta cuando le puse la hoja de papel y el pequeño saquito de hierbas en la mano. Las sostuvo sin moverse, como si temiera lo que pudiera ocurrir de hacerlo. Sonreí.

- Tu hechizo.
- ¿Y que se supone que debo hacer?
- Crear magia.

Cuando le expliqué que debía escribir cada una de sus virtudes se burló. Lo hizo con su humor profano de siempre, con una de sus carcajadas sardónicas. Pero también con una mirada breve, un poco inquieta. Cuando le pedí que cada vez que sintiera dolor quemara un poco de albahaca, pareció incómoda, como si el mero hecho de  pensar en algo tan pacifico como el olor delicioso de una especia sencilla, la desconcertara. Cuando le pedí confiara en mi, apretó los labios. No respondió de inmediato. Apretó el saquito de especias con un gesto nervioso. Miró la hoja de papel con una expresión indefensa, fragil.

- ¿Y si no resulta?
- ¿Por qué no habría de resultar?

No volvimos a comentar sobre el tema. Incluso, tuve la impresión que J. me evitaba luego de aquello. Más de una vez, la vi apresurar el paso a verme, volver la cabeza cuando la miraba sorprendida por la subita distancia. Me pregunté si la había ofendido de alguna manera, si mi pequeño gesto de cariño la había hecho sentir incómoda o incluso, directamente confusa. Mi abuela sacudió la cabeza cuando se lo conté.

- Esta asustada - bebió un sorbo de su te de Azahar favorito. Parpadeé.
- ¿De mi?
- De ella.

Dos o tres semanas después, encontré a J. esperándome en la puerta de mi salón, muy temprano por la mañana. Se levantó al verme llegar, con un gesto nervioso y un poco impaciente. Los ojos muy abiertos y brillantes.

- ¿Qué ocurre? - le pregunté. Ella se acercó y me puso en las manos un pequeño fajo de hojas, atados con una cinta carmesí. La reconocí como la que cerraba el pequeño saco de especias que le había obsequiado - ¿que...?
- Cada vez que sentí miedo, escribí - dijo entonces. Sonrío. Y lo hizo como pocas veces le vi hacerlo. Una sonrisa amplia, con todos los dientes. Una sonrisa de pillete, sincera, radiante - cada vez que me hice preguntas hirientes, que me acusé de defectos dolorosos. Escribí..Escribí y quemé la albahaca.

No respondí. Sostuve las hojas entre las manos. Eran una docena, escritas con su letra pequeña y pulcra. Cientos de palabras enredándose entre sí. "Soy una mujer graciosa, amable" leí casi por accidente. "Siempre deseo hacer reír, siempre he creído que la risa salva y sana" leí en otra hoja. Incontables frases de cariño, de reconocimiento, de poder. De esa capacidad secreta e intima de reencontrarnos con nuestro propio rostro en el espejo.

- ¿Y...?
- Soy yo, siempre. En los defectos, en las tristezas. En los recuerdos angustiosos - dijo. Me sorprendió su franqueza. Me sorprendió su expresión calmada y serena, un poco triste - sólo necesitaba...
- Recordarlo...
- Sí.

Sostuve las hojas de papel. Las doble cuidadosamente, las guardé en mi morral.

- Vamos a quemarlas juntas.

Miramos el fuego del caldero alzanrse en la oscuridad, un espiral radiante que se abrió paso entre las sombras, que se alzó en la noche con un olor exquisito. Una sensación de paz reconfortante, diminuta, privada nos llenó a ambas.

- Y esto es magia - comentó entonces J., con una de sus sonrisas burlonas. Extendí las manos hacia el fuego, sentí su calor entre los dedos y también en mi espiritu. Más allá, el viento canta en la montaña.
- Así es.

La magia cotidiana, la que vive en cada uno de nosotros. La magia de crear y construir, a partir de una palabra y un deseo. La magia de creer y confiar.

C'est la vie.

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