domingo, 4 de enero de 2015
Fragmentos de antiguos paisajes íntimos. Historias de brujería.
Miro la Luna pendular en el horizonte, una línea de luz plateada que se separa limpiamente del horizonte. Y no puedo evitar sonreír, en la oscuridad de mi habitación, en esta sensación tan dulce y cálida de una madrugada sin nombre. Miro la Luna, para recordar no sólo todo lo que significa en mi vida - antes y después, en el futuro - sino para comprender esa noción tan intima que forma parte de mi historia, de todas las pequeñas escenas de mi vida. De la Luna como un fragmento de mi espíritu, de mi espíritu, de mi idea de trascendencia.
La Luna, brillando en mi ventana. Y yo tan niña que me despierto sobresaltada por su brillo. La contemplo, entre las cortinas que se sacuden en la oscuridad, que el viento mueve con delicadeza. Me levanto de la cama, me acerco para contemplarla mejor. Recuerdo lo que mi abuela me contó sobre ella: "La Luna es la Sonrisa de la bruja, de todas sus convicciones, de todas sus creencias. Es la metáfora de todo en lo que creemos, de la eternidad convertida en polvo de estrellas". Era muy pequeña para comprender esas cosas, para asumir su valor. Pero si sabía que el brillo de la Luna contaba historias, tan viejas y tan olvidadas, que apenas podía entenderlas. Extiendo la mano, abro los dedos. La luz blanca me baña la palma abierta. Sonrío, como una bienvenida, una palabra perdida y encontraba en medio del brillo misterioso.
La Luna, parpadeando en el cielo añil de una Caracas muy vieja, que apenas recuerdo. Soy una adolescente, tendida en el techo de la casa de mi abuela. Me siento furiosa, llena de vida, contradictoria, desconcertada. Extiendo los brazos sobre las frágiles tejas y cuando inclino la cabeza hacia atrás, tengo la sensación que el mundo se mueve muy rápido a mi alrededor, se hace un manchón de imagenes borrosas. Y río entonces, a pesar de la cólera desconocida, de la impaciencia que no puedo contener. Faltan algunas semanas para que me levante los brazos y me declare hija de la Diosa por primera vez. Rodeada de mis tías y primas, una tradición que me acuna, me sostiene, mucho más vieja que cualquiera de mis sueños y expectativas.
La Luna, un hilo plateado en medio de la lluvia. Me quedo sentada junto a la ventana del salón de clases, mirándola un poco confusa. Ya casi soy una adulta, una mujer a punto de recibirme en la Universidad, de recorrer el mundo adulto. Y ella aún está allí, un simbolo de mis creencias, a veces olvidadas, en otras tan preciadas. Un lento recorrido de la niña que fui a la mujer joven en que sueño convertirme. Levanto los dedos, en medio del fragor de las voces de mis compañeros de clases y casi toco ese pequeño resplandor blanco, tan exquisito, tan intimo. Tan inolvidable.
La Luna, perdida entre el cielo cuajado de estrellas. Hace tres años que vivo sola y en ocasiones, despierto a mitad de la noche inquieta. Abrumada, asustada, desconcertada. Una sensación de no pertenecer a ninguna parte ni de formar parte de nada. Tomo mi cámara, varios de mis libros favoritos. Subo a la terraza del edificio donde vivo. Y allí, en medio del parpadeo de la ciudad, la Luna. Un brillo diminuto, un resplandor inolvidable. Me siento en la oscuridad, envuelta en una manta, levanto la cámara. De pronto, tengo la sensación que todo lo que deseo y necesito, está a la alcance de una imagen, de un sueño, de una visión de mi misma más allá de este silencio, de esta desazón.
La Luna, tan radiante. Estoy llorando, acurrucada de cualquier forma en mi sofá favorito. En mi país, se ha derramado sangre. En mi país, hay heridas abiertas, hay temores a medio susurrar. En mi país, el sufrimiento se ha hecho cosa de todos los días, de una idea que se repite a diario, de un eco insustancial. Y lloro, por todos los ausentes, por las victimas anónimas, por el desaliento, el dolor y la desesperanza. Lloro con los dientes apretados, las manos extendidas hacia la oscuridad. Lloro porque necesito consuelo y no lo encuentro. Lloro porque aspiro un instante de paz.
Y de pronto, lo hay, aunque no sé de donde proviene. No lo comprendo, mejor dicho. Miro la Luna y de pronto, tengo la sensación que me miro en un reflejo silencioso, extraordinario, de mi misma. Miro la Luna y de pronto, recuerdo que más allá de todo dolor y toda angustia, hay una promesa de trascendencia. Que el corazón humano es indomable y el poder de las convicciones eterno. Y que la Luna lo representa, lo simboliza con más fuerza que cualquier otra cosa. Sonrío entre lágrimas, solitaria y aun herida, pero con las manos llenas del primer atisbo de esperanza.
La Luna, hoy. Cuando levanto los brazos para invocar viejas plegarias, cuando canto bajo el último resplandor de la noche, para bendecir mi vida y mis deseos más privados. Canto en voz alta, entre risas y entre lágrimas. Canto para soñar y creer, para construir algo más grande que las pequeñas tristezas cotidianas. Canto e invoco, en medio de la noche púrpura y entre los pequeños resplandores de paz. Porque soy Hija de la Luna, del viento, de fuego y del mar.
La Luna, me lo recuerda. En cada noche de mi vida. A la niña que fui, asombrada e inocente. La mujer fuerte en que me convertí, la anciana sabia que seré. Y la bruja que soy.
C'est la vie.
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