martes, 6 de enero de 2015

Memorabilia para un país sin rostro.




A Mónica Spears la conocí a través de las pantallas de televisión: uno de los tantos rostros que parecen simbolizar a esa otra Venezuela, la radiante, la posible, la que prospera al borde mismo de la real. Porque Mónica Spears primero fue Miss — y por lo tanto, ídolo circunstancial de la celebrada belleza patria — y luego actriz. Parte de esa pléyade de rostros populares que forman parte de la historia simple de nuestro país, la de todos los días. Somos una cultura adolescente, un país niño que admira héroes jóvenes y frágiles, que celebra la belleza como una manera de trascendencia.

Tal vez por ese motivo, la noticia de su muerte me inquietó tanto. Me llevó un enorme esfuerzo imaginar a la niña mujer que había visto crecer a la distancia y a la vez, desde tan cerca — en esa ilusión de cercanía que te brinda los medios de comunicación — muerta. Herida, atacada, destruída por la violencia. Una muerte como tantas otras que ocurren en el país. Una victima como las cientos de miles que cada año tiñen de luto un país con demasiadas heridas. Pero Mónica era Mónica, era nuestra, era un símbolo del país joven, optimista. De la Venezuela de paisajes extraordinarios, de esa patria de suelo bendito que tanto se añora, se idealiza y que nunca parece llegar a existir verdaderamente. La muerte de Mónica Spears le brindó un rostro a la muerte cotidiana, a la de todos los días, a la del barrio y la urbanización, a la que no conocemos y a la que llega a la presa. La muerte de Mónica Spears demostró de nuevo que nadie está a salvo en la Venezuela real.

A Henry, su esposo, le conocía un poco más. Era alumno de la escuela de fotografía donde trabajo: un hombre que se llamaba Venezolano con la sonrisa amplia del inmigrante, del hijo adoptivo que ama a la madre con una mezcla de agradecimiento y orgullo. Joven empresario, optimista infatigable, simpático y entusiasta, era un hombre que insistía en que Venezuela “era el lugar donde quería envejecer”. Y es que Henry, era Venezolano por amar al país, por querer demostrar que Venezuela puede ser como el sueño que tenemos de ella. Como ese fragmento de ilusión que sobrevive a pesar de todo. Henry era un soñador, un espiritu libre y salvaje que recorría Venezuela, sus rincones y pequeño rescoldos para contar su historia. Para celebrarla a diario. Un buen hijo de un país que imaginaba tanto como deseaba vivirlo.

Tal vez por ese motivo, le resultaba tan valiosa su cámara. Más de una vez le escuché decir, en las muy pocas ocasiones en que coincidimos, que como fotógrafo quería “mostrar a la Venezuela que veo a diario”. La cámara como una instrumento para crear esa imagen de la Venezuela que aspiramos, que creamos a fragmentos, como un gran rompecabezas donde faltan algunas piezas. Pero Henry era inadsequible al desaliento, al desánimo del pesimismo. Henry estaba convencido que Venezuela era un paisaje por construir, por soñar, por levantar a cuatro manos.

Ambos murieron juntos. Su hija resultó herida. En una escena de pesadilla que no quiero imaginar, aunque es inevitable hacerlo. Lo es, cuando eres Venezolano y la inseguridad te acosa a toda hora, te aterroriza. Lo es, cuando cada día, debes enfrentarte a la calle amenazante, a la posibilidad que una bala con tu nombre cercene el futuro, los planes, proyectos y futuros. Porque en Venezuela, todos somos victimas potenciales. De la impunidad que abarca todo, de la crueldad que se hizo parte de todos los días, de esa desalmada libertad del delincuente, que no sólo sabe puede disponer de tu vida, sino que decide cómo y cuando hacerlo. Somos un país de rehenes, cercados y mutilados por la violencia, encerrados entre rejas y puertas cerradas para huir de la Venezuela real, la furiosa, la que acecha, la que convierte lo cotidiano en un acto de valor. El país de los temerosos, de los asediados, el país que lleva la bandera por luto.

Pensé en todas esas cosas, unos meses después, cuando yo misma fui victima de la Violencia del país. Un hombre me apuntó a la cara y por una milésima de segundo, tuvo la decisión de mi vida entre sus manos. De lo que ocurriría después, de mis planes presentes y futuros, de mis aspiraciones, de mis pequeñas y grandes ilusiones. Un desconocido balanceó un arma frente a mi cara mientras decidía si yo podía vivir, si no había nada en mi terror, en mis lágrimas, en mis manos levantadas que le provocara la reacción del gatillo. Que le hiciera desear hacerme callar, que le hiciera más sencillo decidir mi muerte. Sobreviví. A esa disyuntiva, esa fracción de segundo que parece eternizarse, hacerse única. Esa visión de ti misma cercenada, a medio destruir. Al terror, a la infinita tristeza de saberte una estadística, sin otro nombre y sin otro sentido que tu muerte, en medio de tantas otras, de una angustia interminable. Sobreviví a la Venezuela hostil, a esa realidad brutal que es nuestra, que afrontamos día a día. Ese día la bala no llevaba mi nombre. Pero no dejó de preguntarme si hay alguna que lo llevará.

No es fácil sobrellevar un país que es una condena a medias. Lo recuerdas en todo momento, lo asumes como inevitable. La calle se convierte en una visión de lo que temes, de lo que te lleva esfuerzo asumir. La muerte como parte de la cultura, la violencia como una idea que llevas a cuestas a todas partes. La muerte de Mónica lo mostró, lo dejó claro, lo hizo real.

En una ocasión, alguien me comentó que de pronto, el rostro de Mónica Spears parecía estar en todas partes. Lo llamó morbo, terror, curiosidad infantil por la muerte. Yo lo asumí como inevitable. Comencé a notarlo yo también: Mónica Spears en las portadas de revista, sonriendo para siempre, una niña rota que parecía mostrar con una crudeza inimaginable la violencia que despoja y destruye en Venezuela. Mónica Spears en las pantallas de televisión, una y otra vez. Una imagen congelada que hacia más inquietante esa certeza de lo que había sufrido después, de su muerte absurda. Mónica Spears como una estadística, una muestra de lo que el país padece y sufre. De nuevo, convertida en un símbolo, pero no de la belleza tradicional de la Venezuela ufana, sino de algo más duro de aceptar, de comprender. Esa noción de lo terrible, de la estadística silenciosa que prospera en todos el país como un reflejo inquietante.

— Mónica Spears se convirtió en el temor del Venezolano convertido en una imagen real — me comentó J. sociólogo y para quien la muerte de la actriz, es una grieta visible, quizás la más profunda en años, entre la Venezuela aparente y la real — Mónica primero simbolizó todo lo deseable del país, lo emblemático y que tanto se celebra dentro de nuestra cultura adolescente. Mónica fue hermosa, encarnó la mujer Venezolana. Morir así…

Una muerte en mitad del país que insistió que recorrer, a pesar de todo. Junto al hombre para quien Venezuela era una promesa. Junto a la hija a quien intentaba inculcar el amor por una tierra cada vez más lejana de la idealización. Cuando se piensa así, cuando se analiza desde ese punto de vista, la muerte de Mónica Spears es aún más dolorosa. Una despiadada interpretación de esa sociedad hostil, que consume la violencia, que la considera inevitable, que la sobrevive a duras penas. Mónica Spears, convertida sin desearlo — sin esperarlo, seguramente — en la metáfora de la Venezuela actual.

Hoy se conmemora un año de la muerte de Mónica Spears y Henry Berry. Su asesino aún continúa libre. Nada ha cambiado en lo esencial, a pesar de las promesas, el escándalo mediático, las voces que aseguraron la muerte de Mónica Spears obtendría finalmente justicia. Venezuela continúa de lutos por las miles de victimas anónimas, de las cifras rojas que parecen traducir mejor que otra cosa, la realidad que afrontamos, que sufrimos a diario. Esa violencia que se asimila, anónima, omnipresente. Un dolor tan intimo como insistente. Una cicatriz que no llega a sanar jamás.

Miro la fotografía de Mónica Spears otra vez. Una muerte más en una larga historia de fragmentos de historias de horror, de angustia, de sobrevivir a una circunstancia que nos desborda. Y siento el dolor de la perdida, no sólo de Mónica, sino de cada Venezolano cuyo nombre no conozco, cuya historia no puedo contar, pero que también forman parte de esta herencia injustificada, absurda y perenne. La Venezuela huerfana de paz.

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