miércoles, 11 de febrero de 2015

De la estética a otros temores en el país de las más bellas.


Fotograma de la película: “Ttres bellezas” del director Carlos Caridad-Montero



Soy una mujer con curvas. De las muy evidentes, de las inocultables. Desde que lo recuerdo, he tenido una relación complicada con mi cuerpo. Perder y ganar peso a un ritmo acelerado ha sido una de esas batallas discretas, incómodas y preocupantes que he librado. Aún no estoy muy segura si he triunfado alguna vez. El caso es que mi relación con mi cuerpo siempre ha sido complicada, incómoda y la mayoría de las veces, confusa.

Lo ha sido porque nací en el país de las Mujeres más hermosas, el que se vanagloria de haber multitud de coronas en concursos de belleza alrededor del mundo. Un peso cultural que te acompaña a todas partes, que forma parte de la cultura en la que crecí. Una idea que se superpone a otras, en todas direcciones, que parece abarcar aspectos del gentilicio que en ocasiones te sorprende. Y es que en Venezuela, ser “bella” — lo que sea que eso pueda significar — es necesario, indispensable. Una obligación. Ser bella y aspirar a un tipo de belleza muy específica, de la noción de identidad de un país vanidoso. Porque lo somos, porque así nos comprendemos desde un gentilicio superficial, porque así nos miramos desde una distorsionada y poco comprensible óptica. En Venezuela la belleza es un valor imprescindible, una pieza de enorme valor cultural.

Cuando era niña, no entendía esas cosas. Lo que sí sabía, es que necesitaba ser bonita. Lo sabía en una especie de consciencia sutil, insistente. Y no lo era. No al menos según ese patrón de belleza con el que todo el mundo parecía virtualmente obsesionado. Pequeña, pecosa, pálida, con una melena rizada e incontrolable cayéndome sobre los hombros, no encajaba con el ideal nacional de la belleza, que incluso desde la infancia te insiste, cómo debes ser. Recuerdo que en una ocasión, una de las niñas del colegio donde estudiaba, me insistió que debía “peinarme mejor”. Lo hizo irritada e incluso enfurecida, porque mi cabello tenía un aspecto desordenado. No entendí muy bien por qué debía hacerlo. Nos encontrábamos en el patio del colegio, a plena luz del mediodía. Tuve una sensación muy nítida del sudor que me empapaba las mejillas, de las manos de uñas sucias, el uniforme arrugado. La verguenza me recorrió como un escalofrío amargo.

— Todas debemos vernos lindas — me insistió. Ella llevaba su cabello, casi tan rizado como el mio, apretado en una cola de caballo impecable. Llevaba lazos y pequeños ganchitos de colores brillantes . El Uniforme impecable, los manos llenas de anillos y las uñas con un barniz de estrellitas — ¿Tu no quieres verte bella?

Nunca me había preguntado algo semejante. Tenía nueve años y jamás había pensado sobre mi misma como bella o fea. Al menos no de esa manera directa, casi ofensiva. Y de pronto, fue muy claro, por la mirada de la niña, que yo era fea. Fue un pensamiento muy joven, muy limpio, con toda la llaneza directa de lo infantil. Pero también muy doloroso. Muy angustioso. La garganta se me cerró por una sensación parecida al miedo.

— ¿Bella como? — balbuceé. Aunque yo sabía de qué me hablaba. Lo sabía tan claro que cuando ella lo dijo en voz alta, me sorprendió que fuera lo mismo que había estado pensando.
— Bella como una Miss.

La “Miss” es una figura casi mítica en la cultura de mi país. Está en todas partes, forma parte de esa percepción sobre lo femenino que asumimos profundamente venezolano. No recuerdo — creo que nadie lo hace — la primera vez que supe el nombre de una de ellas, de las Reinas de Belleza que parecen simbolizar una identidad muy concreta dentro de nuestra cultura, pero lo que si sé, es que siempre ha sido una especie de presencia insistente allí en donde mires. Porque la “Miss” — o mejor dicho, la mujer que representa — es una idea intrínseca sobre lo Venezolana, un modelo a seguir superficial y quebradizo. La “Miss” que representa la máxima aspiración de una sociedad narcisista. La “Miss” que se convierte en un molde estético en donde todas las demás mujeres del país desean calzar. La estética que forma parte del discurso cotidiano, de esa comprensión sobre lo femenino tan limitada tan propia de nuestro gentilicio.

Así que, a pesar de mis nueve años, sabía que todas las mujeres en mi país, querían ser bellas como las Reinas de Belleza inmortalizadas en las pantallas de la televisión y en las portadas de Revistas. Esa belleza atemporal, dura y cristalina que representaba algo más que sólo estética. Recuerdo que por meses después de aquella conversación en el patio del colegio, me obsesioné por como me veía y sobre todo, por como nunca me vería. Porque yo no era ni alta, ni tampoco esbelta. Mucho menos tenía una sonrisa amplia y brillante. El cabello liso y lustroso. Era una niña como cualquier otra, de rodillas raspadas y dedos de uñas mordisqueadas, que estaba muy asustada por lo que no podría ser.

Recuerdo la ansiedad que me provocaba mirar las portadas de revistas y no reconocerme en ninguna de ellas. O de los rostros en las pantallas de televisión. Esa insistente necesidad de comprender que había de inadecuado en mí. Me miraba en el espejo, inquieta y aturdida. El rostro huesudo, la piel pálida, los dientes separados y me preguntaba si llegaría a ser “bonita”, alguna vez. Si podría aspirar a ese tipo de belleza que no tenía.

Tendrían que pasar muchos años para que esa sensación desapareciera y no del todo. Mirarme con una amabilidad que por muchos años, me llevó esfuerzos dedicarme. La de admitir que no soy perfecta y que por supuesto, no necesito serlo. Mirar mi cuerpo no sólo sin temor sino también, con esa noción intima que me pertenece, a pesar de su geografía desigual, de las pequeñas historias que cuenta. Me llevó sobre todo, un largo esfuerzo comprender que no necesito verme de ninguna manera y muchos menos, calzar a la fuerza en ningún esteotipo. Que en medio de mis dudas e inseguridades y no obstante el dolor que pueda producirme, soy libre. Puedo aspirar a serlo, al menos.

Una idea intricada y con múltiples implicaciones. Sobre todo, en un país donde la idea de la estética parece incluir en todas las posibilidades y dimensiones de lo femenino. En una ocasión, uno de mis profesores universitarios me dijo que en Venezuela la belleza no sólo es “una ruta de escape” sino además “un temor que se asume pronto” y que puede definir una razón cultural sobre la mujer.

— Hablamos que aunque en muchos países una mujer hermosa se admira, en Venezuela se asume como una forma de alcanzar el éxito. Una muy evidente y precisa — me explicó — la mujer se percibe así misma como subsidiaría del elemento estético. Del cómo me veo al qué obtengo por eso. En Venezuela la belleza se comercializa, se construye como elemento de consumo. Eso a su vez, crea un mercado, una idea de superación y de comercialización de la imagen femenina basado en ese estandar. Lo demás, es una confusa idea sobre lo es la belleza y su valor cultural. Ser bonita en Venezuela no es deseable, es imprescindible.

Puede sonar exagerado, pero en realidad se trata de una realidad cotidiana. La belleza en Venezuela parece relacionada directamente no sólo con el bienestar físico sino también, con la salud mental y esa interrelación misteriosa de la percepción personal. La encuestadora Datos, indica en una encuesta reciente publicada por la BBC en un artículo sobre la obsesión Nacional por la estética que “86% de los venezolanos cree que verse bien es estar bien”. En otras palabras, la mayoría de los Venezolanos asumen como imprescindible la buena apariencia. Eso, a pesar de lo que la situación crítica que atraviesa el país y también y los problemas que pueda atravesar el ciudadano.

Y es que en Venezuela, la belleza lo es todo. No es sólo una palestra para el éxito inmediato — las actrices y actores televisivos más atractivos obtienen salarios millonarios, por ejemplo — sino también, para lo que se considera una forma de acceder al éxito social. Aunque los parámetros sobre lo que es bello o lo que no en el país varían según el espectro social, la idea sobre la estética que predomina sigue siendo fundamental y sobre todo, una manera de asumir de forma directa, las ideas que sustentan esa percepción extravagante sobre el valor de la estética. No hablamos ya sólo de la belleza como un reglón cultural de considerable importancia, sino un proceso de reconstrucción y construcción de lo que asumimos válido, de lo que comprendemos como evidente y más allá,. de lo que percibimos como indispensable para formar parte de una idea social general.

El especialista en cirugía estética Efraín Castillo, afirma que Venezuela ocupa el sexto lugar en el ranking mundial de procedimientos quirúrgicos dedicados exclusivamente a la belleza. Un dato, desconcertante, que demuestra como a pesar de los altísimo costo, los problemas de inflación, la crisis de insumos médicos y desabastecimiento sanitario, para los Venezolanos la belleza cosmética continúa siendo una prioridad elemental. Según el experto “Pese a la crisis económica, en los últimos dos años casi se triplicó el número de intervenciones de este tipo”. La cifra resulta alarmante cuando se traduce en estadísticas concretas: una de cada seis mujeres en Venezuela se ha sometido a la mamoplastia y casi tres de cada diez, a un retoque cosmético nasal. Eso, sin contar todo tipo de procedimiento para retocar los rasgos faciales, incluso realizados fuera de clínicas y sin supervisión sanitaria como aplicación de Botox y biopolímeros, que parecen hacerse cada vez más frecuentes dentro de la cultura Venezolana y convertirse en un riesgo real de salud pública. La obsesión por lo estético parece sobrepasar la mera aspiración de la estética y convertirse en algo más doloroso, complicado y sobre todo profundo en la psiquis del país. O como diría Castillo, para resumir el auge de los procedimientos estéticos en el país: “Venezuela se moldea con bisturí”.

No obstante, más allá de las cifras, el hecho evidente es que para la gran mayoría de los Venezolanos — sin distingo de edad, raza o condición social — ser “bello” es un fenómeno que abarca dimensiones desconcertantes. Más aún, cuando el culto a la belleza parece relacionarse directamente con el estilo de vida del país. Durante el año 2014, el estilo de vida deportista y saludable se convirtió en virtualmente, una obligación. Cientos de Venezolanos se hicieron fanáticos de maratones y de todo tipo de regímenes alimenticios de dudosa efectividad, en una oleada de obsesión por lo saludable que muy pronto, se convirtió en una necesidad social. Y es que incluso esa percepción fanática de lo saludable, parece muy relacionado con esa necesidad de la identidad nacional por encumbrar y celebrar la belleza como un elemento indispensable de la percepción del otro. Un análisis retorcido y preocupante sobre quién somos y sobre todo, como nos comprendemos.

Pienso en todo lo anterior mientras veo la película “Tres bellezas” del director Venezolano Carlos Caridad Montero. La película, que intenta satirizar el concepto de la belleza Venezolano y sobre todo, la manera como se interpreta en nuestro país un concurso de belleza, es además una colección de aforismos que parecen resumir esa noción elemental sobre lo bello, su valor y trascendencia en la cultura Venezolana.

“¿Acaso tú no sabes que la flor de plástico nunca se marchita?” le dice el personaje de Perla a su hija, una chica que no llega aún a la veintena, intentando convencerla que debe someterse a varias operaciones estéticas para ser hermosa. Para ser deseable. Para ser la mítica “Miss” que subsiste a pesar de todo en el subconsciente nacional, una especie de símbolo de un país confuso. Lo hace, con la convicción que la belleza es el único bien mercadeable en un país que se enorgullece justamente de esa superficialidad. Esa noción de lo deseable y lo poderoso que puede hacerte en un país de ambiguas nociones morales. Más adelante en la película, la madre insistirá en esa percepción “Lo único que tienes para defenderte en un mundo de hombres es tu belleza”, le dice a una de sus hijas, que está a punto de enfrentarse a su hermana en un concurso de belleza que caricaturiza el concepto del país sobre el tema. La frase me desconcierta, pero recuerdo por un momento a la niña en el patio del colegio, aterrorizada por mi cabello desordenado, insistiendo en que debíamos ser “lindas”. Una “Miss”, esa especie de metáfora de lo que el éxito puede simbolizar en un país que asume la estética como una lucha entre valores, una concepción de la ética distorsionada y lo que resulta más inquietante, un valor esencial de esa identidad nacional con la que debemos enfrentarnos a diario. Una deformación del gentilicio real.



1 comentarios:

Gaetano Coccorese dijo...

Me gustó mucho este post. Coincido con usted en todo y es que este escrito es de aquellos exclusivos, de los que son para toda la vida, de los que no pierden vigencia. Gracias por darme "municiones" para poder liberar a mas mujeres de Venezuela, el país que no perdona que seas fe@

Atte. Gaetano Coccorese

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