domingo, 29 de marzo de 2015
De la danza de la Luna y otras historias de brujería.
En una ocasión, rompí una de las valiosisimas cajas de palisandro que coleccionaba mi tia M. y como castigo, mi abuela me hizo comenzar a ordenar todas las hierbas del anaquel de la cocina. Una labor tan larga como tediosa y a la cual no le veía la menor utilidad.
- ¡Pero sólo es una caja de madera! - me quejé. Mi abuela me miró con sus ojos color miel encendidos de furia.
- ¡Tenías prohibido tocarlas y aún así, lo hiciste!
¿Quién no lo habría hecho? pensé enfurecida. Se trataban de una serie de cajitas de aspecto delicado que bisabuela solía colocar en ordenada sucesión sobre su biblioteca. Todas tenían un diseño distinto - Una flor, la Luna, el trazo de manos abiertas - y estaban contra enchapadas en brillante cobre. Me parecían tan misteriosas como bellas y durante un buen tiempo, había merodeado en su habitación intentando echarles un vistazo y también, comprender que guardaban. Me moría de ganas por sostenerla entre las manos y abrirlas. Descubrir que tesoro escondían.
Por supuesto que, siendo algo tan frágil y delicado, tia M. me había advertido más de una vez que no podía tocarlas o acercarme a ellas. La escuché, le prometí que no lo haría y a la primera oportunidad que tuve me encaramé como pude en la biblioteca y tomé una: la que llevaba en la tapa una preciosa flor taraceada. Me asombró las ondulaciones de la madera, la forma como el metal había sido tallado. Su exquisito olor a algún ungüento antiguo y especiado. Pero cuando traté de abrirla, la caja pareció tomar vida propia y se me resbaló de las manos: la ví caer, lentamente hasta estrellarse contra el suelo. La placa de cobre había saltado a un lado y la tapa hacia el contrario. Una pequeña hoja de papel flotó desde su interior. ¡Estaba rota! me escandalicé. Intenté bajar de la biblioteca para tomarla y repararla, cuando tia M. entró como un vendaval por la puerta abierta.
- ¡Niña loca bajate de alli! - me gritó. Me tomó de los brazos y de un sólo impulso me puso en el suelo. Bisabuela me dedicó una mirada de pura chispas verdes - ¡Eres insoportable! ¡Te lo dije una y cien veces!
Me lo había dicho, reconocí en silencio mientras ella continuaba gritando enfurecida, moviendose de un lado a otro, golpeando el suelo con su bastón de madera. Yo continuaba viendo la caja rota: se veía sencilla en su pequeña muerte aparatosa. La tapa se había quebrado en dos y la pieza de bronce, lucia una feo verdugón en medio de la delicada talla de la flor. Me entristeció haber roto algo tan bello.
- Pero quería saber que escondias - intenté explicarle a la tia. Eso pareció enfurecerla aún más.
- ¡Lo que guardo allí no es para tus ojos! - exclamó muy ofendida. Con disimulo, miré el papel que se había deslizado bajo la cómoda. Bien oculto. Me pregunté si ella lo había visto. Esperaba que no - ¡eres una niña malcriada y desobediente!
Mi abuela, aparentemente pensaba lo mismo. Me dio un sermón sobre respetar la privacidad ajena y sobre todo los secretos de los demás. Por primera vez en mucho tiempo, parecía muy irritada. Tenía una expresión severa en el rostro, las manos apretadas contra las caderas y nada de sus sonrisas amables y radiantes. Era mi abuela - la sabia, la bruja- siendo sólo abuela, supuse. Que aburrido.
- Te vas a dedicar a ordenar el anaquel de las hierbas: anotarás cuales son y para que sirven cada una - me ordenó - una a una y con todo detalle.
- ¡Pero!...- me atragante de sorpresa - ¡eso me llevará AÑOS!
- Lo que te lleve, ese es tu castigo.
Así que allí estaba yo, copiando el nombre cientifico de la Albahaca en el libro de hierbas de la familia, investigando poco a poco sus propiedades y bondades. Una labor casi tan divertida como ver llover o secarse la pintura, me dije copiando la enésima frase sobre el "buen y fuerte sabor" de la hierba para las comidas. Estaba irritada, abrumada y fastidiada por un trabajo tan largo y sin sentido - pero vamos ¡Sí todas las brujas de la casa podían recitar de memoria el herbolario! - pero sobre todo, porque no dejaba de preguntarme si tia M. había descubierto la hojita oculta bajo la pata de la mesa. ¿Continuaba allí? ¿Podría encontrarla de volver a la habitación?
Por supuesto, no pensaba volver, me dije con un suspiro, dibujando con fastidio una hoja de romero. Ya había roto una de las cajas de tia y me había ganado un buen regaño y aquel interminable castigo. Sería muy necia si intentara volver otra vez a su habitación, aunque solo fuera para mirar y comprobar que la misteriosa hojita seguía allí, que...
Solté un respingo. Apreté el lapiz de colores entre los dedos. Sólo sería una miradita ¿No?. Para saber que la hoja estuviera allí. Quizás decirle a tia que su tesoro perdido no lo estaba tanto. Para disculparme quizás, indicandole donde se encontraba ese pequeño papel que guardaba con tanto ahínco. Eso no era tan terrible ¿No? No era tan...
Pero yo no haría tal cosa, claro que no. Yo seguiría dibujando las cientos de ramitas aburridas y...Me levanté de un salto. Sólo sería un momentito. Podría volver y nadie lo notaría. Nadie tendría que saber que había entrado en la habitación de tia de nuevo. Una miradita nada más. Sólo una.
Aguardé en silencio a unos pasos de la puerta abierta de la habitación de mi tia. No había nadie cerca - escuchaba a mi abuela en el jardín - de manera que me dejé caer sobre las rodillas y miré por el quicio de la puerta. A nivel del piso y a ras de las patas de los muebles, vi la hojita, en el mismo lugar donde la había dejado antes. Nadie la había descubierto. El corazón me latió más rápido.
Oye, estaría bien si se la regresaba a tia, me dije mientras gateaba en silencio por la alfombra roída. Quizás hasta me perdonara la caja rota y mi abuela me levantara el castigo. Me arrimé un poco contra la cómoda, me eché cuan larga era contra el piso. Extendí la mano. Rocé la hoja con la mano. Era una hoja crujiente, vieja, seguramente de algún libro. Estiré aún más el brazo. Logré cerrar los dedos en una esquina. Sentí un estremecimiento de júbilo. ¡La tengo!
Me arrastré hacia atrás, apretando la hoja. Me senté contra la pared, jadeando y llena de polvo. Sólo entonces noté que la tia me miraba desde la puerta. Los labios convertidos en una línea tensa y furiosa.
- Ay no - murmuré. Ella cerró la puerta con fuerza.
- Oh sí.
***
- ¿Por qué insistes en venir? - exclamó. Más que disgustada, parecía ofendida. Dolida - ¿Qué hace que quieras meterte aquí muchacha?
No dije nada. Estaba de pie frente a ella, con la cabeza gacha y las manos apretadas contra las caderas. Tia ladeó la cabeza y extendió la mano.
- Dame el papel.
Tuve el impulso de mirar antes de darselo. De atisbar por un momento el misterio. Pero no lo hice. No me habría atrevido la verdad, viendola tan furiosa. Ella sostuvo la hoja entre los dedos. Tenía la expresión tensa y rabiosa.
- ¿Por qué te interesa tanto tener esto?
Parpadeé. La verdad, que no lo había pensado. Por supuesto, las cajitas y lo que podían guardar, despertaba mi curiosidad indomable. Mi necesidad de comprenderlo todo, hacer preguntas. Pero había algo más, desde luego. Una sensación magnética y rara que no sabía como llamar. Me encogí de hombros.
- Quiero saber por qué para ti es tan importante como guardar ese papel - le respondí. Era verdad y a la vez no lo era. Quería saber por qué guardaba ese papel, pero también que era que lo hacia tan importante. ¿Había otros? ¿Había varios más escondidos en el resto de las cajitas de Palisandro? ¿Por qué lo hacía?
Tia no contestó. Con un suspiro, volvió a la biblioteca, tomó la caja rota - que seguía allí, mal remendada y tableada con prisas - y ocultó el papel en su interior. Después volvió a donde me encontraba con su paso lento y dolorido. Sabía que la tia sufría de artritis y que el dolor de vez en cuando, le impedía caminar erguida. A pesar de eso, lo hacia. Un paso lento y erguido que a mi me parecía muy elegante.
- ¿Conoces la leyenda del Castillo de la bruja? - me preguntó. Parpadeé. ¿A que venía esa pregunta?
Había crecido escuchando aquel cuento: en la mesa de comer, en los rituales, en las largas horas de copiar mi Libro de las Sombras. Era una Historia bella pero un poco escalofriante: Una Princesa se hallaba encerrada en un castillo alejado de todos, y para escapar, el Rey malvado que la había encerrado allí le había exigido encontrara el único motivo que le hiciera desear quedarse. La princesa, confusa, no comprendía el enigma, de manera que vagaba cada noche de habitación en habitación buscando la salida. Finalmente, había encontrado la puerta del sotano. Y una vez allí, escuchó a una mujer cantar. Una canción tan hermosa que la hizo sentir felicidad a pesar de todo. De reir y gritar de alegría no obstante estar encerrada. Entonces, todas las puertas y ventanas del castigo se abrieron. Incluso la del sotano. Cuando miró, se vio así misma, como un reflejo, cantando. Una voz tan nítida como espléndida. Una voz que no reconocía como propia. Cuando el Rey vino en su búsqueda, tal y como había predicho, la Princesa no quiso abandonar el lugar donde había encontrado un misterio de su espíritu.
- Sí, claro que la conozco.
- Entonces entiendes el poder de la búsqueda.
Me encogí de hombros. Sabía que la historia de la princesa, hablaba sobre el poder de las preguntas, sobre el poder de las cosas que deseamos encontrar. Pero no sabía que tenía que ver todo eso con las cajitas, la nota perdida y todo lo demás. Y así se lo dije. Ella enarcó las cejas.
- Te mostraré que tiene el papel y las demás cajas, cuando tu busqueda sea real. No sólo curiosidad.
¿Qué? ¿Que quería decir eso? Intenté preguntarle pero ella me echó del cuarto y cerró la puerta. Escuché como echaba el pestillo. Un crack metálico que me sobresaltó. ¿La búsqueda real? ¿Como que...?
Me enfurecí. Durante esta tarde y las siguientes, continué ordenando el anaquel de especias, intentando no recordar las palabras de mi tia y lo mucho que deseaba entenderlas. Oye, de haber querido decirme algo que quisiera yo pudiera comprender me lo habría dicho a las claras ¿No? pensé ofendida. ¿Para que hablarme en un enigma? ¿Por qué insinuar una especie de enigma? Apreté los labios, dibujando la rama de un árbol de mango. ¿Por qué no mostrarme que decía el dichoso papel? No obstante, poco a poco, comencé a hacerme preguntas mucho más profundas, menos irritadas. ¿Por qué me obsesionaba tanto saber que guardaba tia? Más allá de la belleza de las cajas y mi curiosidad ¿Por qué quería abrirlas? ¿Para saber algo sobre ella? ¿Para comprender algo sobre su mundo? Tia era una mujer seria y severa, inteligente y fuerte, pero no especialmente intrigante. Siempre parecía un poco apresurada y cortante, como si tuviera cientos de cosas que hacer a la vez. ¿Eso era lo que me intrigaba? ¿Algo en ella?
¿O algo en mí?
La pregunta surgió sola, se deslizó entre el resto, afilada como un cuchillo. Comencé a preguntarme que deseaba conocer que me parecía podía satisfacer mi curiosidad. Las cajitas me recordaban pequeños cofres, diminutos arcones de tesoros fabulosos. ¿Por ese motivo me interesaba tanto abrirlas? No lo sabía. Pero sin duda la respuesta no era tan simple. Pensé en lo que había sentido al sostener el papel. La sensación de pura alegría e impaciencia de leer lo que ponía. ¿Qué era un tesoro para alguien más? ¿Que consideraba tan valioso como para ocultarlo? Suspiré, levantando el creyón de colores. Habían transcurrido casi veinte días desde que había empezado a ordenar el anaquel de especias y comenzaba a tomarle el gusto. A disfrutar de esa infinita variedad de belleza y de conocimiento. A encontrar una cierta secuencia en ese conocimiento al parecer abstracto. Y entre todo eso, me encontré haciéndome preguntas mucho más profundas sobre la curiosidad, el conocimiento, el sentido del saber. A recorrer una senda en mi mente totalmente desconocida, por completo nueva. Asumir el valor de mis preguntas y la búsqueda de mis respuestas.
El poder de construir a partir de la duda y la incertidumbre, de algo más esencial y quizás inocente. La necesidad de asumir el conocimiento como parte de mi mente y de mi espíritu.
***
Me sorprendió ver a tia de pie en la puerta de la cocina. Por algunas semanas, no me había dirigido la palabra ni yo había esperado que lo hiciera. Ahora se acercó a la mesa donde me encontraba sentada y se dejo caer en la silla frente a mi. Me dedicó una mirada larga y severa.
- No has vuelto por la habitación - comentó. Le señalé el anaquel, con cierto cansancio.
- Es un castigo muy largo.
- Una vez lo llevé a cabo - me comentó, como si tal cosa. Parpadeé.
- ¿Tu? ¿Por qué?
- Por arrojar al suelo las cajas de conocimiento de mi madre.
La miré boquiabierta. ¿Estaba bromeando? pero tia parecía muy seria, muy cansada. Quizás estaba teniendo uno de sus días de "dolor" como solía llamarlos. Con las rodillas nudosas moreteadas y los dedos sermentosos. Pero más allá de eso, parecía simplemente agotada. Un poco afligida.
- ¿La misma que yo tiré al suelo?
- No, otra. La de mi madre era de Cristal. Y como a toda las brujas de esta casa me castigaron a venir aquí.
- Oh, no sabía eso.
- Ahora lo sabes.
¿Era un truco acaso? ¿Una loca broma familiar? Pero había algo más elemental, más extraño que una simple idea que se repetía. Algo conciso que de pronto pensé podría ser conocimiento.
- O sea que toda bruja que hace un desastre... - no supe como continuar. Tia río y de pronto entendí que su cansancio, esa breve y blanca expresión que llenaba el rostro, era simplemente, su edad. El peso de los años amoldando sus sonrisas y mohines. Creando sabiduría en la piel.
- Todas las brujas harán desastres - dijo. Tuve ganas de reír, pero me contuve. Ella puso entonces sobre la mesa las manos. Sostenian una hoja de papel. Lo reconocí de inmediato.
- ¿Que...?
- Leelo. Y después piensa que dirá tu caja del conocimiento.
Los dedos me temblaban cuando tomé el papel. Esperé un poco, saboreando el mundo. Me pregunté si quizás no debía hacerlo, si debía hacerme más preguntas. Oh vamos, abrelo de una vez. Lo hice, con el corazón latiendome muy rápido.
"Eres lo que sabes. Lo que aprender, lo que compartes. Lo serás para siempre, en quien aprende y sigue tu camino. El conocimiento es infinito".
Una sola frase, escrita con una bella caligrafía. Miré a tia, confusa.
- ¿Eso es todo?
- ¿Te parece poco?
- Pero...
- Conservala - me insistió - piensalo. Atesoralo. Habrá un momento en que no sólo comprenderás la frase, sino que añadirás algo más. Una idea nueva que heredar.
Se levantó, cojeando, la cabeza erguida. El cabello castaño rozandole los hombros. Miré el papel. La frase pareció palpitar, combarse, elevarse. O quizás fue que sólo me lo imaginé, mientras pienso que los secretos son mucho más sencillos de los que solemos suponer.
***
Mi prima Sofia me mira desde su altura de cinco años apenas cumplidos. Observa la caja en mi biblioteca con los ojos muy abiertos y sorprendidos.
- ¿Qué guarda? - pregunta. Me encojo de hombros. Recordando la frase que heredé, que escribí, que ella heredará.
- No lo recuerdo. Quizás algún día lo sabrás.
Ella suelta una risita. Mira de nuevo la biblioteca con una mueca traviesa. Y percibo su algarabía, su curiosidad. El poder que renace y crece. Las preguntas que nunca terminan. Una manera de crear.
C'est la vie.
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