martes, 21 de abril de 2015
El país de las Ausencias.
El domingo 19 de abril, se hizo público un mensaje que el Presidente de Empresas Polar de Venezuela, Lorenzo Mendoza, dirigió a sus empleados durante la semana anterior. El empresario, se solidarizó con los Venezolanos que aún permanecen en el país en medio de la ola migratoria que atraviesa el país durante los últimos años y que tiene como inmediata causa, una grave crisis económica y social. Mendoza además agrega que aunque respeta la decisión de quienes han decidido abandonar el país, “no la comparte” y añade que “aquí 30 millones de venezolanos no podemos irnos para Panamá o a Colombia, yo estoy con la gente que no puede irse para ningún lado.” Una concepción loable en medio de una coyuntura donde impera la desesperanza y la incertidumbre.
Además, se trata de la opinión del empresario, como le recuerdo a mi amiga P. cuando critica duramente a Mendoza por sus palabras. Para ella, el mensaje que el empresario transmite es una censura muy sutil a quienes tomaron la decisión de comenzar su vida más allá de la frontera y además, reaviva el debate sobre las razones y motivos por los que tanto los que deciden emigrar como los que permanecen en el país, toman la decisión. Una idea que durante los últimos años, ha enfrentado a toda una generación de Venezolanos entre sí.
— ¿Qué derecho tiene Mendoza a criticar como vivo o lo que hago? — me dice — bastante que me he jodido y echado el resto para salir adelante en un país que no es el mio para que un millonario venga a sacarme en cara por qué lo hice.
Sacude la cabeza y su imagen se vuelve borrosa en la diminuta pantalla del Skype. Mi amiga tiene menos de siete meses viviendo en la ciudad de Madrid y durante todo ese tiempo, ha sufrido en carne propia las penurias interminables del emigrante. No sólo padeció el recorte de su remesa de CECOEX sino que además, el hecho de encontrarse en un país que actualmente sufre su propia crisis y no parece encontrarse muy a gusto con la figura del inmigrante. Más de una vez, me ha contado la amarga sensación de abandono que la atormenta, la incertidumbre por su futuro inmediato y a mediano plazo. Tuvo que abandonar el Master Universitario que llevaba a cabo por falta de divisas y ahora sobrevive apenas con lo que sus padres puede enviarle y algunos trabajos que desempeña, siempre con una remuneración mínima. Pero P. prefiere toda la durísima situación a soportar lo que llama “la Pesadilla Venezuela”. Tomo la decisión de emigrar luego de sufrir un asalto a mano armada y casi morir por un disparo que no llegó a herirla de gravedad pero que pudo hacerlo. Desde entonces, para P. vivir en Venezuela resulta impensable. Una idea que le resulta intolerable.
— Sólo es su opinión — insisto de nuevo — entiendo que puedas sentirte ofendida. Pero Mendoza no es líder político ni tampoco el mensaje está destinado a convencer a nadie de tomar una decisión. Es una mera declaración de principios. — No es tan sencillo — dice P. cada vez más irritada — no será un líder político, pero si es un símbolo. Y no puede venirte a decir que está mal que te vayas cuando él no hace una cola, ni tampoco ha sufrido lo que cualquier ciudadano. Hablamos del presidente de una empresa multimillonaria ¿Y da consejos sobre como vivir un país hostil?
Guardo silencio, tratando de ordenar mis ideas. Durante los últimos meses, he escuchado cientos de debates parecidos. De quienes emigraron y sienten conmiseración por quienes aún no lo han hecho. De quienes continuamos en Venezuela y debemos justificar una decisión que parece no sólo incomprensible sino también, peligrosa. De quienes asumen que la emigración o la estadía son graduaciones de la lastima o la victimización. Cual sea el caso, esta generación de Venezolanos sin esperanzas, sin opciones y luchando contra las restricciones y los prejuicios, también se debate con un prejuicio autóctono. Nacido de una crisis inimaginable en Venezuela treinta o cuarenta años atrás.
— Me parece que Mendoza quiso tenderle una mano a sus empleados que están considerando en emigrar. En brindarles la oportunidad de decidir sin presión — teorizo — una manera de dejarles claro que si quieren continuar en Venezuela, tendrán a la Empresa apoyándole.
La visión de la migración para Mendoza no es sólo es optimista, sino que sorprende a una generación cínica muy lastimada por quince años de sobrevivir con esfuerzo. "A muchos que están pensando en irse, evalúen bien su decisión porque estas cambiando unos problemas por otros, Venezuela nos necesita a todos”, dijo en el mensaje que tantas opiniones encontradas produjo. Y puede parecer una frase sencilla, pero en realidad se trata de una idea que engloba esa sensación de huida que tiene mucha de las emigraciones Venezolanas de los últimos años. Una situación confusa e insostenible que no sólo ha traumatizado a una buena parte de los Venezolanos, sino también, a una generación entera que intenta abrirse paso en medio de los escombros ideológicos de una sociedad fallida.
— Para ti es fácil — me dice entonces mi amiga — decidiste quedarte. Lo haces a pesar que cada día corres el riesgo que te metan un plomazo. O que te metan presa por escribir vainas por el Gobierno. O que no te alcance lo que ganas trabajando de sol a sol para subsistir. Te quedas y te suena bonito el discurso Mendoza. Pero ¿que pasa con el resto? ¿Qué pasa con todos los demás? ¿Qué ocurre con los que si quieren irse? De pronto ¿son qué? ¿Cobardes? ¿Poco patrióticos? ¡No me jodas!
La rabia me sube como un hilo caliente y estoy a punto de estallar a gritos frente a la pantalla de la portátil. Quiero decirle que aunque sé que su situación es crítica, la mía no lo es menos. Que si ella tomó decisiones que considera cambiaron su vida para siempre, yo también lo he hecho. Que la mayoría de mi familia, amigos, parientes, conocidos han desaparecido de mi paisaje cotidiano. Que hay algo de espeluznante y dolorísisimo en vivir en un país de ausencias, un país de puertas abiertas y lugares abandonados, como los últimos sobrevivientes de un cataclismo que aún no ocurre. Que cada día, a la lista interminable de problemas se añade las despedidas, las imágenes de zapatos sobre el mosaico de Cruz Diez. La puerta de despedida de una realidad y un país que se desmorona. Que si ella tuvo que decir adiós a su historia y a su país, todos los que nos quedamos perdemos parte de nuestra identidad por cada uno que abandona.
Y es que la presión no se acaba en ninguna parte. Desde quienes te envían largos correos insistiendo en que deberías huir como puedas del país. Que es mucho mejor sufrir privaciones y riesgos en cualquier otra parte que soportar lo que ocurre en Venezuela. De quienes directamente te insultan, como alguien en mi TimeLine que insistía en que “quién no se va de Venezuela es que no tiene oportunidad o no tiene las bolas”. Del menosprecio de muchos de quienes asumen que la crítica situación del país es responsabilidad única y directa de quienes no reaccionan. Y en medio de todas esas ideas, planteamientos y acusaciones, está el día a día. El levantarte cada mañana con miedo e incertidumbre, el vivir tu vida de la mejor manera que puedes, el de asumir cierto grado de normalidad en mitad de la debacle. En no olvidar el placer de leer un libro o disfrutar de una película. De disfrutar de esos momentos simples, de cielo azul interminable, del Ávila verde y siempre hermoso, inmutable. Esa país junto a la patria, a la periferia de lo que tememos. Al límite de la lo que realmente es.
¿Es suficiente el Ávila verde y el azul del cielo? ¿Un esporádico buen momento en medio de cientos terribles? No, por supuesto que no lo es. Y que bien lo sé, a diario. Que bien lo recuerdo, en mis momentos más abrumados y duros. Pero también sé que la emigración implica construir algo más sobre mi mundo que aún no estoy preparada para asumir. O quizás, no sólo se trata de aceptar que debes hacerlo, avanzar hacia el límite. Seguir más allá de lo que creas y concibes como personal. Empezar de nuevo una historia pequeña. Ser de nuevo, una identidad real.
De manera que no, no estallo a gritos ni tampoco en improperios. Me quedo en silencio, mientras mi amiga me mira, con el rostro enrojecido desde el otro lado del océano. Conozco su historia: las noches de hambre, los días de miedo interminable. La frustración, la esperanza rota. Conozco su historia como ella conoce la mía. Ambas somos extremos de la misma idea. Tal vez por ese motivo, Me parece absurdo, irrespetuoso y sobre todo sin sentido la ola de críticas, prejuicios e incluso insultos que se están dedicando tanto a los que emigran como a quienes decidimos quedarnos. Sobre todo, porque se trata de un ataque incomprensible a quienes tomaron decisiones — las que sean — debido a su historia personal, intereses, deseos y capacidades. Criticar la decisión — y aún más, una decisión tan capital como lo es abandonar tu país de origen — por el mero hecho de no entender el motivo por el cual se toma es la demostración más evidente que aún somos una sociedad adolescente que se acostumbró a crear extremos antes de encontrar soluciones conciliadoras.
Emigrar o quedarte no te hace victima o mártir. Te hace un adulto que tomó una decisión concreta por razones personales. Una decisión basada en tus expectativas, interpretación sobre lo que ocurre en el país y posibilidades a futuro. Al resto, sólo nos queda respetarla, brindarte el mayor apoyo posible en cualquiera de los casos y si eso está por encima de tus posibilidades e incluso, no lo consideras necesario, simplemente asumir que tienes el DERECHO de construir tu futuro como mejor te parece. Me parece atroz que una buena cantidad de Venezolanos que tomaron una determinación u otra, se sientan autorizados a insultar al que lo hizo. No sólo es una grosería que demuestra nuestra limitada empatia con el otro, sino que somos incapaces de comprender los alcances de cualquiera de las dos decisiones en conflicto.
Por tanto: respete. Pienso, y me lo repito con los labios apretados, intentando contener las ganas de llorar. Respete a quien se va y a quien se queda. A quien está trabajando a lomo partido para labrarse un futuro en un país ajeno y al que decidió enfrentarse a todo lo ocurre en este país en escombros. Ambos somos víctimas de la misma situación y ambos sobrevivimos de la manera que podemos. Respete el dolor del otro y por favor, asuma el hecho que lo que está ocurriendo nos convierte a todos, los que se van con la vida en dos maletas y los que intentan mantenerse en pie a pesar de todos, en víctimas de una situación que nos desborda.
Si no tiene nada bueno que decir — sobre lo que se van o los que se quedan — entonces háganos a todos un favor: Tómese un momento para ser adulto y comprender que esta situación no es fácil para nadie. Y que los que la sufrimos sólo aspiramos básicamente a la misma idea: encontrar un poco de paz en medio de la tormenta.
— No, no es fácil y sé que para ti, tampoco lo es — respondo por fin. Lo hago en voz baja, tan cansada y rota — pero el hecho es que somos un país, tu allá padeciendo la ausencia y nosotros acá, sufriendo la realidad diaria. Somos Venezuela, lo que huyen, los que deciden que no vale la pena. Lo que piensan que sí lo vale y perseveran. Somos un país desdibujado, somos nadie y en realidad, somos una generación que esta en la brecha del colapso. Somos un grupo de Venezolanos sin identidad.
Silencio, otra vez. Hace unos días, pensaba que pertenecí a la última generación de Venezolanos que pudo aspirar a alguna cosa. La última generación que pudo independizarse de sus padres, ahorrar para comprar un automóvil, que aspiro a planes y proyectos modestos y otros más grandes en medio de la interminable transición hacia la Venezuela actual. Y me pregunto, cuanto daño nos hizo esa insistencia en estigmatizar al otro, de acusar al otro, de responsabilidad a ciegas al otro. De aprender de la ideología del rencor, que siempre hay un enemigo invisible. Que hay un chivo expiatorio a quien señalar. ¿A quien acusamos esta vez? ¿A Mendoza que se atreve a tener esperanzas? ¿Al que las perdió y actuó en consecuencia? ¿Qué ocurre con los Venezolanos en la periferia? ¿Los que no saben si continuar su camino o detenerse un poco más?
No lo sé. Hace unos meses, un amigo comentó en Twitter que la emigración, cualquiera fuera su causa, era normal. Le reclamé, muy airada, que una cosa era huir y otra tomar una decisión. Pero con el transcurrir de las semanas, llegué a la conclusión que incluso la huida más precipitada tiene algo de decisión personal, de motivación intima. Pienso en esa idea incluso luego que acabó la conversación con mi amiga, que contemplo en silencio a la ciudad verdiazul que se extiende más allá. Pienso en todos quienes se han ido, a todos los que abracé y temo no volver a ver otra vez. A los que perdí porque necesitan nuevas fronteras. A los que buscan nuevas ideas — como mi amigo Daniel, que una vez dijo que “no todos los Venezolanos huyen. Hay quienes simplemente el país no nos resulta suficiente”, una frase en la que aún pienso con frecuencia — , a los que necesitan continuar su historia en otra parte. Y de pronto, la puerta abierta hacia lo que me espera más allá de Venezuela se hace tentadora. Un símbolo de lo que espero y aspiro, no sólo un dolor que transitar. ¿Tomaré la decisión alguna vez? ¿O llegará el momento en que será inevitable? ¿Lo será por miedo o por osadia? ¿Lo será por simple trayecto intimo? No sé la respuesta a ninguna de esas preguntas. La incertidumbre sigue allí, pero quiero creer que aún se trata de una opción sobre la que puedo tener algún control. Una fantasía recurrente y quebradiza que supongo, después carecerá de valor.
Pero por ahora, continúo en Venezuela. Respeto al que tomó la decisión de continuar su camino más allá de la frontera. Y también a quien continúa su historia dentro de ella. En medio de ambas cosas, hay una idea de identidad que se mueve silenciosa, aparente. Una percepción sobre quienes somos — y como asumimos el país que padecemos — cada vez más poderosa, evidente, lineal. Una idea que me desborda y que aún, no puedo controlar.
C’est la vie.
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