sábado, 30 de mayo de 2015
El tesoro de los secretos olvidados y otras historias de brujería.
La primera vez que vi una luciérnaga, pensé que era una estrella fugitiva. Me quedé muy quieta, mirando el destello de luz blanco y verde, parpadeando entre mis dedos. Creí que me quemaría, que se haría inmenso, que llenaría la oscuridad completa en un estallido de luz imposible. Por supuesto, no sucedió: la luciérnaga sólo voló, frágil y solitaria, hasta perderse entre las ramas de las enormes ceibas que me rodeaban. Permanecí en mitad de la oscuridad, asombrada por el diminuto prodigio que acababa de vivir.
Tenía ocho años años y me encontraba en la casa de la playa de la familia. El olor del mar parecía rodearme como el aliento vivo de un criatura fabulosa y muy antigua mientras el viento soplaba, incansable, en medio de la oscuridad. Y tuve una sensación de portento, como si el mundo reluciera de pura belleza. El cielo estaba cuajado de estrellas púrpuras y el mar las reflejaba todas, en su vaivén infinito. Corrí por la línea de la playa, resbalando sobre la arena, intentando ver alguna otra luciérnaga en la oscuridad, pero no vi ninguna otra.
Cuando le conté a mi abuela, me pidió la llevara al lugar donde la había visto. Lo hice y juntas caminamos por entre los enormes árboles torcidos, tomadas de la mano. Le conté que la luciérnaga había volado de entre las ramas, como una estrella desorientada y se había quedado allí, brillando entre mis manos. Pero la oscuridad a nuestro alrededor tenía era húmeda y añil, jaspeada por el resplandor cristalino del mar.
- Muchos pueblos antiguos estaban convencidos que las luciérnagas eran las almas perdidas de los que habían muerto sin que nadie recordara su nombre - me contó en voz baja - mucho después, se creía eran fragmentos de luz perdidos del cielo, estrellas que habían venido a morir a la tierra. Se les reverenciaba y se cuidaban con adoración. Que eran misterios que sólo la oscuridad comprendían.
- ¿Y era verdad? - pregunté.
Nos sentamos juntas frente al mar. La luna, era una pequeña línea curva de luz en el cielo. Tomé una larga bocanada de aire, fascinada por el olor del mar, sintiendo el mundo entero moverse a mi alrededor, tan vivo, tan pulido. A pesar de la oscuridad de la noche, había luz en todas partes, como si se elevara en hilos incandescentes a mi alrededor desde el mar y cielo para crear cada cosa viva. Pensé que quizás, el mundo estaba hecho de luz y nadie lo sabía. Que la luz creaba todo, se alzaba en todas partes, formaba cada rostro, cada cosa que podíamos imaginar. La idea me hizo sonreír.
- Somos nuestras creencias - respondió - las viejas historias que atesoramos. Lo que sobrevive a los miedos y temores, lo que se construye a partir de todo lo que aspiramos y nos llena de esperanza. Así que en cierta forma, para los pueblos que lo creían, era cierto que las luciérnagas eran pequeños fragmentos de historias que nadie recordaba. ¿Por qué no podrían serlo? Lo que creemos nos define, nos sostiene, nos consuela.
No entendí sus palabras, pero me gustó escucharlas, como si se trataran de trozos de un cuento muy viejo e incompleto que deseaba comprender. Imaginé a hombres y mujeres desnudos, bailando alrededor de un fuego muy alto y brillante. Y las luciérnagas allí, volando en todas direcciones, elevándose en espiral hacia las estrellas, tan semejantes a ellas, como el anuncio de un milagro tan antiguo que apenas podía imaginar.
Recordé esa noche, unos días después que mi abuela murió. Fue extraño: durante días apenas pude pensar con claridad y esa vieja de la infancia, comenzó a obsesionarme, aunque al principio no tenía idea de donde provenía y que podía significar. El dolor lo llenaba todo. Parecía estar partes y en todos los momentos. El mundo parecía irreal, resquebrajado bajo el peso de un estallido blanco y desigual que me había dejado reducida al silencio. Pero la escena de esa noche junto al mar, palpitó de pronto en mis pensamientos. La recordé de pie, en la habitación de mi abuela, sosteniendo uno de sus vestidos, intentando descifrar el enigma de su ausencia. El olor del mar llegó y se fue, como si lo hubiese invocado con un esfuerzo de mi imaginación. La vi con los ojos de mi mente, de pie junto a su tumba, cuando el mundo pareció oscilar de un lado a otro, volverse borroso e inexacto. Entonces vi con toda claridad el mar interminable, fecundo de estrellas y la arena blanca, que brillaba como si se tratara de luz viva. Comenzó a obsesionarme, como si en medio de la soledad infinita del sufrimiento, del duelo que me aplastaba, esa solitaria noche de cielos púrpuras tuviera algún significado, un sentido que no lograba adivinar. Y que quizás, no me importaba desentrañar.
El dolor me aisló. Me dejó rota y exhausta, incapaz de unir las piezas de mi mente y quizás, comenzar a avanzar en medio de la oscuridad de la perdida. El dolor me acosaba, me dejaba sin fuerzas. Los días se parecían unos a otros, entremezclados sin sentidos en un vacío carente de significado. En ocasiones, me preguntaba si la muerte también se deslizaba a los lugares y las palabras, a las puertas eternamente cerradas, los espacios rotos de significado que quedaban atrás. Me sentaba en el escritorio de mi abuela en su biblioteca y lo miraba todo sin reconocerlo. Y comprendí que la muerte no es sólo lo inevitable, sino también la ausencia, ese silencio blanco y átono que llenaba el mundo.
Cuando le conté a tia L. sobre esa imagen recurrente me dedicó una de sus miradas cargadas de significado. Tenía las mejillas enrojecidas por el sol del mediodía y el cabello rizado le caía abundante sobre los hombros. Nos encontrábamos en su taller, rodeadas de sus esculturas de mujeres sin rostro. Siempre me había gustado mucho, con sus formas diminutas y voluptuosas, los brazos alzados hacia un cielo invisible. Pero en esa ocasión, tuve la impresión que las caras vacías reflejaban la llanura arrasada de mi mente. Esa sensación de encontrarme rota a fragmentos imposibles de volver a unir.
- Entonces ve a la casa de la Playa - me respondió. Parpadeé, sorprendida.
- ¿Para qué?
- Porque lo necesitas.
- No lo necesito.
En realidad, no sabía que necesitaba o que no. Habían transcurrido casi tres semanas desde la muerte de mi abuela y me sentía avanzando a la deriva en medio del estupor, de ese sufrimiento quemante que sustituye al pánico de la muerte. Tía apretó los labios, irritada.
- Necesitas cualquier cosa que pueda consolarte. Y quizás, tu mente te está dando la respuesta que buscas. ¿No es eso lo que sugiere la brujería? ¿Que el Infinito está en tu interior?
- No es tan sencillo.
- ¿Por qué no lo es?
- Porque no hay creencia o argumento que pueda enfrentarse a la muerte.
Eso era todo. Aquel pensamiento estaba en todas partes, me hería como nada lo había hecho antes. Lo pensaba contemplando el jardín antipático de mi abuela, enorme y desigual. Acurrucada en mi habitación, escuchando el sonido del viento golpeando las ventanas. Caminando en medio de la multitud. No había un sólo momento en que no tuviera la sensación que nada podía enfrentarse al miedo, a ese territorio en sombras en que me había dejado sumida la muerte. Sacudí la cabeza. Quise gritar, decirle que nada de esas ideas tenía sentido ahora, que mi mente se encontraba convertida en una confuso paisaje brumoso. Pero no lo hice. Permanecí callada, con los puños apretados contra las caderas.
- Ninguna creencia se puede enfrentar a la muerte. Todas las creencias celebran la vida y te recuerdan, que a pesar de la muerte, todo lo que haces y piensas posee un enorme valor por el mero hecho de existir, crear y construir algo que trascienda a esa idea de la muerte - dijo tía - La brujería te enseñó a que la vida es hermosa y terrible, es dura y poderosa. Nada está a salvo de su destino natural, pero eso no hace que tu existencia sea menos valiosa, perdurable o sincera. Eres lo que sueñas de ti mismo.
Mire a mi alrededor. Las pequeñas esculturas de mi tía llenaban hasta el último rincón de la pequeña habitación. Todas tenían la misma figura curvilínea, largos cuellos, los brazos fuertes abrazando la oscuridad. Me gustaban tanto justo por eso: eran exquisitas muestras de profunda sensibilidad pero también, de fuerza primitiva. Había algo en ellas que resplandecía en significado, que las unía a todas en un único mensaje. La vida, el portento, la capacidad para crear.
- ¿Has llorado? - me preguntó de pronto.
- ¿Eso que importancia tiene? - respondí sobresaltada. Tía aguardó, los brazos cruzados, la pose rígida.
- ¿Lo has hecho?
No lo había hecho, pero no se lo diría. Era como un pequeño secreto afilado, que sostenía entre las manos sin saber muy bien que significaba. O quizás sí, y esa comprensión era otra herida abierta. No quería hablar del dolor crudo y quemante que me había dejado a solas en alguna habitación olvidada de mi mente. Levanté las manos sobre la cabeza, irritada y un poco harta.
- No sé que tratas de decirme, pero en realidad, todo es bastante sencillo: la muerte no tiene significado. No la puedes metaforizar, matizar. Mirar desde un ángulo poético. Y eso...
Contuve la respiración. Sentí el escozor de la angustia cerrándome la garganta, el dolor como una ráfaga como un escalofrío caliente. Me pregunté si en realidad todo era tan simple, si podía ser analizado con tanta facilidad. Tía se acercó a mi, y me tomó de los brazos. Un gesto firme y cálido que por alguna razón me desconcertó.
- Celia te educó como una mujer libre. Y lo eres, a pesar de todo. Te educó para construir tus propias respuestas, para enfrentarte no sólo a lo que te rodea, sino a ti misma - me dijo en un susurro - Te brindó la oportunidad de mirar el mundo bajo tu criterio, de encontrar tus respuestas. Hazlo ahora.
Me dio un beso en la frente, algo que muy pocas veces hacia. Tía no era en realidad mi pariente: era la mejor amiga de mi madre. Pero aún así, había crecido sabiéndola parte de mi historia. También era bruja como yo, por razones distintas y desde una perspectiva por completo diferente a como yo lo era. Pero era una bruja, al fin al cabo. Una mujer libre y salvaje que construía su propia visión del mundo.
Se acercó a uno de los anaqueles y tomó una de sus esculturas. Una figura de caderas amplias y pecho voluptuoso, con los brazos extendidos hacia adelante y las piernas levemente curvadas hacia afuera. Me la extendió. Cuando la tomé, tuve la impresión que la arcilla vidriada se calentaba entre mis dedos.
- Ve a esa playa y trata de encontrar la respuesta a lo que buscas - dijo - a veces, necesitamos encontrar nuestra propia manera de creer y de construir nuestra mitología intima. Es la única manera de curar las heridas.
Miré la escultura. Tía había pintado en el centro de su vientre un grupo de pequeñas estrellas, un fragmento de Infinito en medio de sus piernas abiertas. Una metáfora poderosa: el poder de crear y parir el Universo. La capacidad de construir lo que aspiramos y deseamos a partir de nuestro espíritu creador.
- Tengo tanto miedo - confesé en voz baja. Tía suspiró.
- El miedo es la frontera hacia algo más profundo en nuestro interior. Encuentra lo que necesitas a pesar de eso. Es quizás, la única lección que todos debemos aprender alguna vez.
***
La playa tenía el mismo aspecto que recordaba de niña. El cielo, también. La noche se curvaba en un brillo opalino, tan hermoso que me provocó dolor. Los últimos rayos de luz del atardecer parecían enredarse entre las ramas de las Ceibas centenarias que se alzaban a mi alrededor. Me quedé de pie, a la orilla del mar, escuchando la respiración y apacible de las olas, contemplando la noche nacer. Finalmente, la oscuridad púrpura llegó, se alzo en todas direcciones, se impregnó con el olor primitivo del mar.
Una vez, había leído en un Libro de las Sombras de la casa de mi abuela, que el sufrimiento por la muerte te hace consciente de lo valiosa que es la vida. Del poder de la belleza, del misterio del mundo en eterna belleza y renacimiento. Que nada perdura o muere para siempre. Que el mundo y nuestra mente se alza contra el temor en cada oportunidad que puede. Porque crear hace retroceder al caos. Porque el temor es también una aspiración de esperanza. Que todo dolor engendra, vida.
Y pensé, que a pesar de la muerte, la vida era extraordinaria. Un misterio, un prodigio, un pequeño milagro. Me vi de niña, corriendo descalza por el jardín de mi abuela, para llegar a sus brazos. Juntas sentadas en la mesa de la cocina, bebiendo café. Levantando los brazos para invocar a la luna. Riendo, caminando tomadas del brazo. La vida, en una sucesión de imágenes. La vida, como una colección de escenas extraordinarias, de felicidad y de dolor. De enormes descubrimientos. Una y otra vez, la vida abriéndose camino en medio del sufriendo, siendo una ráfaga fugitiva de pura belleza.
El viento cantó, enredado entre las ramas retorcidas de las ceibas. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que una emoción limpia e inocente, más allá del dolor. Saqué del morral que había llevado la escultura de tía y la sostuve frente al mar, con las manos abiertas. Cerré los ojos, con el corazón palpitando rápido, intentando recordar que me había llevado a esa noche, entre todas las noches. Que motivo me había conducido allí, como un recuerdo lejano y fragmentado.
Estaba llorando cuando la Luna apareció entre las nubes. Un llanto lento, de dientes apretados. Las lágrimas calientes, curando las heridas o quizás, sólo recordándome su existencia. Lloré con furia, con el pecho abierto de pura angustia, con la sensación que de pronto, no había un sólo lugar en el mundo que no fuera dolor. Y sin embargo, había belleza en ese dolor, un poder enorme, como una canción muy vieja que mi espíritu recordaba cantar. Lloré, con la sensación que expiaba no sólo el sufrimiento, sino el miedo. Que más allá de esa sensación de encontrarme a la deriva, había algo más poderoso. Un pensamiento profundo, intimo. La convicción que era capaz de sobrevivir a mi misma, a la pura desazón.
Grité cuando rompí la escultura apretándola entre las manos. El chasquido de la arcilla al romperse fue como una liberación. Arrojé los trozos al mar, uno a uno, con el viento secándome las lágrimas. Luego me quedé de pie, en medio de la oscuridad, con la respiración agitada y finalmente, aliviada, como si el tiempo transcurriera dentro de mi mente de una manera distinta, como si las puertas de mi espíritu estuvieran abiertas por fin. A solas en la oscuridad, pensé en el dolor y lo asumí como mio, lo acepté como parte de mi y también, la esperanza. Pequeña, vacilante. Pero real. Tan cercana como el canto de olas y el aroma del mar.
Y entonces vi la luz de la luciérnaga brillando entre las ramas de la Ceiba más grande, la de ramas hermosas y robustas que se elevaban al cielo. Sólo un instante, un breve parpadeo que desapareció muy pronto. Me acerqué al árbol, con los ojos muy abiertos y sorprendidos, pero la oscuridad continuó apacible, impregnada de púrpura y añil. Sonreí, con la mano extendida, imaginando a la niña que fui, con los dedos hacia las estrellas, tomando una sola de ellas para recordar el valor de tantas pequeñas cosas, de las historias que no se olvidan, de todas los recuerdos que habitan más allá de la oscuridad. Un momento entre todos los momentos, un consuelo intimo, que pareció elevarse hacia el infinito ingrávido, diáfano. Inolvidable.
Un último adiós.
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