Uno de mis personajes favoritos de la película “Todo sobre mi Madre” de Pedro Almodovar, es Agrado, transexual y prostituta. Provocadora, con la melena teñida de rojo y siempre en mini falda, es probablemente el alter ego de ese Almodovar trepidante y Kitsch tan ausente pero tan real en este melodramón de lágrimas y risas, que sin ddua es una de las obras más conmovedoras del director manchego. Y es que Agrado es mucha Agrado, con sus taconazos, su durísimo acento andaluz y su visión tan dura y crítica de la vida. La adoré desde la primera escena, golpeada y maltrecha, pero sin duda entró a formar parte del altar de mi memoria, gracias al monólogo que Almodovar le obsequió al personaje y la convirtió en un símbolo del poder, del querer y del crear más allá de la ilusión del cuerpo y la piel.
La escena es más o menos así: Agrado llega al escenario donde nadie la espera y se planta en pie. Pequeña, diminuta y torpe, mira al público que la mira desconcertado. Entonces, comienza lo bueno. Porque Agrado —Almodovar, abre su corazón y su espíritu para crear, para añorar, para reverdecer esa visión del yo que brota del espíritu, del inolvidable, del que duele. Y lo hace con estas palabras inolvidables:
“Por causas ajenas a su voluntad, dos de las actrices que diariamente triunfan sobre este escenario hoy no pueden estar aquí, pobrecillas. Así que se suspende la función. A los que quieran se les devolverá el dinero de la entrada pero a los que no tengan nada mejor que hacer y pa una vez que venís al teatro, es una pena que os vayáis. Si os quedáis, yo prometo entreteneros contando la historia de mi vida.
Adiós, lo siento, eh (a los que se marchan).
Si les aburro hagan como que roncan — así: Grrrrr — yo me cosco enseguida y para nada herís mi sensibilidad (eh, de verdad!) Me llaman la Agrado, porque toda mi vida sólo he pretendido hacerle la vida agradable a los demás. Además de agradable, soy muy auténtica. Miren qué cuerpo, todo hecho a medida: rasgado de ojos 80.000; nariz 200, tiradas a la basura porque un año después me la pusieron así de otro palizón… Ya sé que me da mucha personalidad, pero si llego a saberlo no me la toco. Tetas, 2, porque no soy ningún monstruo, 70 cada una pero estas las tengo ya superamortizás. Silicona en labios, frente, pómulos, caderas y culo. El litro cuesta unas 100.000, así que echar las cuentas porque yo, ya las he perdio… Limadura de mandíbula 75.000; depilación definitiva en láser, porque la mujer también viene del mono, bueno, tanto o más que el hombre! 60.000 por sesión. Depende de lo barbuda que una sea, lo normal es de 2 a 4 sesiones, pero si eres folclórica, necesitas más claro… bueno, lo que les estaba diciendo, que cuesta mucho ser auténtica, señora, y en estas cosas no hay que ser rácana, porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma.”
La escena me ha hecho llorar una docena de veces. Y seguramente lo hará muchas otras en el futuro. La recuerdo, cada vez que me tomo un autorretrato, que me siento ante la cámara y me miro, frágil y aterrorizada, desde el lente de la cámara hacia mi espíritu. ¿Quién es esta mujer pálida y temblorosa que quiere contar una historia? ¿Quién es este espíritu inquieto que desea mostrar una idea? No lo sé. Pero me construyo a partes, me levanto sobre mi miedo y me creo como un rostro que calca mi imagen mental sobre mi misma. Que hace que me mire y disfrute, profundamente, de lo que soy y de quien soy. Que nace y muere en mis deseos, solo para volver a renacer. Cuando finalmente me fotografío, estoy temblando. Con el cuerpo y con lo invisible. Y me veo a mi, a la mujer que habita en mi mente y en todas partes, la mujer que soy y que seré. La mujer del verbo y de la imagen.
Y es Caitlyn nació para demostrar el poder enfrentarte al dolor. Que siempre estará bien lo que te haga feliz, lo que te complete, lo que te construya. A pesar de las burlas, las críticas, la incertidumbre. La identidad que es mucho más que las líneas de la sociedad, de la cultura, ese binomio del género. Porque Caitlyn las trasciende todas, las enfrenta todas. Te obliga a debatir sobre la imagen que asumimos como nuestra y también, como la idea que la forma, como el elemento que la crea. Te obliga a replantearte que es lo correcto sobre como nos asumimos real o incluso, en como nos miramos, más allá de ese límite frontal de lo biológico.
Y es que Catilyn, con su rostro sereno y un poco tenso, la postura rígida, las manos ocultas a la espalda, es una mujer que se contempla así misma por primera vez. Y al mundo. Una espíritu que comienza a elaborar una idea por completo nueva sobre sí misma. Y me sorprende el poder de esa única imagen, de una mujer de pie frente a la cámara, de esa lucha para alcanzar esa idea amplia e infinita sobre mi misma. Porque Caitlyn no sólo es producto de sus esperanzas, la idea más profunda sobre su individualidad, sino una obra de arte. Una idea que se construyó a partir del miedo, de un larguísimo trayecto de dudas, dolores y sin duda, esa sensación de encontrarse a la deriva en mitad de lo que desea y lo que aspira.
Bruce Jenner tuvo el atrevimiento de construir su propio rostro y quizás por eso, Su proceso de construirse una identidad nueva ha sido muy público, muy notorio y quizás, eso ha restado mérito y poder a ese trayecto hacia el origen de la manera como se mira así misma. Pero aún así, a pesar de la superficialidad del mundo que la observa, el triunfo de Caitlyn es la de todos aquellos que intentan encontrar un lugar para si mismos en el mundo. Somos un reflejo de nuestras aspiraciones. Una mirada elemental a lo que asumimos es nuestro mundo interno. Porque al final de todos buscamos una forma de belleza, una idea que nos permita expresarla, que nos permita elaborar un concepto tan intimo, como esencial, de quienes deseamos ser.
La vida es una esperanza de crear algo privado, pienso a veces. Nací y crecí en una generación obsesionada por si misma, por sus dolores y dilemas, por su propia vida. Crecí mirandome frente a la cámara. Me hice adulta contándome mi propia vida y recuerdos. ¿Se trata de vanidad? ¿Una aspiración al narcisismo? No lo sé. Miro la fotografía de Caitlyn y me pregunto cual es el límite entre esa exposición verídica, ese deseo radical que elaborar un planteamiento nuevo sobre quienes somos. ¿Por ese motivo no nos hacemos artistas, escritores, fotógrafos, poetas? ¿Por ese motivo esta generación de nacidos en una época hipercomunicada no están obsesionados con la imagen y la noción de sus implicaciones? ¿Que expresa esa idea insistente sobre lo que buscamos expresar? Caminamos en busca de todo lo que somos, de lo que asumimos verídico, corriente. Y quizás de lo que no lo es. ¿Por qué creamos? ¿Por qué insistimos en reflejarnos en el arte, en esos fragmentos de historia que elaboramos a diario?
Fotografía de Cinzia Ricciuti |
Una vez leí que Frida Kahlo estaba obsesionada con sus dolores. Desde la cama, herida, rota, lastimada, se obsesionó con construirse de nuevo. Paso a paso, pieza a pieza. De pintar sobre la armadura de yeso que la mantenía viva. De decorarse, como un elemento más en su compleja historia. También insistía en que su rostro, su cuerpo, su dolores, el mapa de ruta de la tragedia intima que debía soportar a diario, era su mejor fuente de inspiración. La idea que corroe, que sostiene algo más profundo y fuerte. ¿No somos todos el reflejo de nuestro mirada más perspicaz sobre nosotros mismos?
Al menos, en mi caso, lo soy. Me tomo autorretratos desde que tengo once años. Una fotografía cada día. Un reflejo en el espejo de mi identidad. Al principio no sabía por qué lo hacia. Lo hacia para encontrar paz, para comprenderme, para consolarme, en esa adolescencia turbulenta del solitario y el cuestionador. Después lo hice por curiosidad, por necesidad, por búsqueda, por palabras perdidas y encontradas, por heridas abiertas y a punto de cicatrizar. Las imágenes como un libro abierto, contando mi historia. Las imágenes que son palabras, que son Golondrinas, que son piezas de un rompecabezas. Que son espejos, que son dolores, que son risas, que son lágrimas. Que es belleza. Y crecí frente a la cámara, me vi convertirme en la mujer que soñé. Me alcé sobre mis miedos y angustias, para volver a caer en ellos. Me reconstruí como Agrado, vi mares infinitos como Cinzia, me asombré mil veces de mi rostro. Siempre real, siempre al borde de quién soy y se esconde y se muestra. Un autorretrato como mil silencios que romper.
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No sé que es un autorretrato honesto. No hay uno que no lo sea. Tampoco sé que es una idea de mi misma más sensible que la imagen que elaboro a partir de lo que sueño y lo que soy. Lo que si tengo muy claro — y comprendo cada día — es que como Agrado, cada vez que me construyo y me creo, que me acerco mucho más al sueño con que mi mismo que habita en mi mente, soy todo lo sincera y transparente — lúcida — que aspiro a ser. Una pieza del enorme paisaje de mi memoria. Una visión de mi imaginación a punto de nacer.
Quizás por ese motivo, no creo que exista una sola forma de ser mujer, una sola idea que concluya y resuma el poder y la belleza de asumir nuestra identidad. No existe una sola forma ni una sola manera de comprender nuestra identidad. Somos seres en eterna transformación, piezas de arte personales Somos una búsqueda constante de significado. Somos ideas que se construyen a diario, que cambian de forma. Una metáfora de alas abiertas hacia la libertad.
¿De que hablamos cuando hablamos de identidad? Durante 22 años me lo he preguntado y aún no encuentro la respuesta. Y quizás nunca la encuentre. Pero cada vez que me miro a través del lente de la cámara — del teléfono, del espejo, de mis sueños y pesadillas — encuentro ese fragmento perdido, enorme y espléndido de quien quiero llegar a ser.
La mujer palabra. La mujer que crea.
Sólo yo.
C’est la vie.
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