El día en que cumplí doce años, mi abuela me regaló un pequeña escoba de cerdas de paja. La sostuve entre las manos, un poco aturdida e intrigada. Aunque sabía que en mi casa las escobas no se usaban para barrer - y de hecho, formaban parte de una extensa tradición familiar como símbolo de la fertilidad y el renacimiento - no tenía mucha idea de qué podía hacer yo con una. La levanté por el mango, mirándola con detenimiento. Tenía pequeños grabados torpes sobre la madera, como si alguien antes que yo, hubiese intentando decorarla sin mucho tino. Las ramas de las cerdas eran tiesas y disparejas.
- Una escoba - dije. Y la dejé sobre mis rodillas. Mi abuela intentó ocultar una sonrisa maliciosa, pero no tuvo mucho éxito.
- Sí, una escoba.
Abuela caminó por la cocina y me dejó allí, sentada junto a la mesa con mi escoba en las rodillas. Ese día llevaba uno de sus vestidos blancos cosidos a mano y el cabello trenzado y ajustado con horquillas a la nuca. Pensé que tenía el aspecto de una anciana Benévola, de esas que de vez en cuando los cuentos describían como espíritus de los bosques. Me gustó esa idea pero aún, la sensación que el modo como lucia tenía mucha relación con el extraño obsequio que me había hecho.
- Hace siglos, las escobas simbolizaban el poder del hogar, de la mujer que cuida y protege a su familia y a la benevolencia del bosque - me explicó - una especie de pequeño misterio sobre el poder del amor, la convivencia y la armonía con quienes amas. Es una idea que insistía en resumir el vinculo entre parientes como algo más poderoso que lo que nos une la sangre.
Medité sobre la idea. En el año y poco más que llevaba aprendiendo sobre la Brujería, había comprendido que para la Antigua Tradición, el amor era una forma de crear, una idea capaz construir lo más profundo y espiritual del ser humano. Pero también, era un pensamiento misterioso, un lugar en sombras en nuestra mente. Porque el amor es un reflejo sobre quien somos y como nos percibimos. Y mucho más aún, si se trata del que profesamos a nuestra familia, de esa necesidad de comunicarnos y mirarnos como parte de una historia compartida, mucho más vieja y antigua. Me pregunté si la simbología de la escoba intentaba resumir algo semejante o al menos, mi abuela creía que así era.
- No exactamente - me contestó cuando le comenté lo anterior - la escoba, es en realidad, una metáfora sobre lo que la Brujería asume como el valor de los afectos. Somos quienes amamos: el amor nos permite reconocernos en otro. Pero también, define la línea de lo que no somos, del camino que nos conduce al centro de nuestras preguntas y cuestionamientos. Y eso, es lo que quiero que aprendas.
No dije nada. En realidad no había entendido bien todo lo que había dicho, pero intenté memorizarlo lo mejor que pude. Mi abuela solía enseñarme así: en largas e intrigantes conversaciones que a veces parecían no tener el menor sentido pero que en realidad, creaban toda una serie de nuevas ideas en mi mente. Eso me gustaba: a veces tenía la sensación que la brujería era en realidad una forma de comprender mi espiritu, sus secretos y pequeñas contradicciones. Pero otras, como en esa ocasión, me asombraba que una creencia pudiera resumir con tanta sencillez reflexiones tan profundas sobre la naturaleza humana.
Pero ¿Aprendería todo eso con una escoba? La levanté, mirándola intrigada.
- ¿Y como lo aprenderé? - pregunté. Mi abuela se inclinó sobre el mesón de la cocina y comenzó a cortar las cebollas para la ensalada de la cena. De nuevo, sonreía con cierta malicia mal disimulada.
- Eso lo sabrás tu, no yo. Es tu aprendizaje. No el mio.
Me quedé allí, aturdida por la idea de querer aprender algo que aún no sabía que era. Solté una dramática bocanada de aire y golpeé el piso con la punta del zapato. Toda una escenita de malcriadez que hizo que mi abuela soltara finalmente una de sus sonoras carcajadas.
- ¡Abuela pero es que no sé que quieres que haga! - me quejé - ¿Cómo quieres que aprenda algo si no me dices lo que tengo que hacer?
Abuela sacudió la cabeza. Reunió los trozos de legumbres que había estado cortando y creo un montoncito multicolor. Desde donde me encontraba, tenía un aspecto casi artístico, con las largas hileras de cebolla creando rizos ondulados alrededor de los brillantes pedazos de zanahoria y remolacha. Era como una pequeña construcción indígena, como esas que suelen verse de vez en cuando en los libros y que celebran la Luna y los portentos estelares.
- Eso es lo mejor de aprender: Nunca sabes donde puedes encontrar conocimiento o que puede mostrarte algo más profundo de lo que supones evidente - me dijo entonces. Golpeó con un dedo el montoncito y lo vi desmoronarse, con una lentitud casi delicada. Cayeron alrededor de las cebollas y crearon una especie de diminuta forma por completo reconocible: una Luna color naranja, rodeada de un cielo imaginario color violeta. Lo miré todo boquiabierta - es como un secreto sutil. Y es la base de toda idea que se crea y se construye.
Me quedé de pie, con la escoba en la mano. Abuela - la bruja, la sabia - me dedicó una larga mirada apreciativa. El cabello cobrizo tirante sobre sus tienes, el vestido blanco iluminado su expresión. Una mujer poderosa, en conocimiento. En poder de asumir su aprendizaje como una serie de experiencias.
- La sabiduría nace de la curiosidad. Hazte unas cuentas preguntas. Y de allí, regresa al origen.
Tampoco entendí esa frase. Pero cuando lo hice, fue abrir una puerta secreta en mi mente.
***
Durante las semanas siguientes, fui con mi escoba a todas partes. La dejaba entre mis libros favoritos mientras jugaba en el jardín antipático de mi abuela. La sostenía en las rodillas mientras leía en la biblioteca desordenada. Incluso la guardaba, envuelta en un suéter, en mi morral del colegio y como era pequeñita y frágil, nadie notaba que estaba allí. Pero yo sí: introducía la mano entre los libros y lápices y rozaba sus cerdas tiesas, como para recordarme que debía estar atenta a lo q e debía aprender de ella. Pero en realidad, no me estaba enseñando nada. No al menos algo que yo supiera. Había investigado en los Libros de la Casa, leyendo página tras página del simbolismo de las escobas, de la forma como la brujería había creído durante siglos que eran una forma de volar, aunque por supuesto no de verdad, claro. Pero eso ya lo sabia. No había nada que mi abuela no me hubiese dicho antes o me hubiera mostrado cualquiera de las mujeres de mi casa. Finalmente, comencé a impacientarme y como solía ocurrir, le conté todo el asunto a Flor, mi amiga más querida de la Escuela. Ella la miró mi escoba con los ojos asombrado y luego la sostuvo, con un gesto casi reverencial.
- ¡Una escoba de bruja! - dijo en voz baja. Me encogí de hombros, incómoda.
- Sólo es una escoba todavía. No me ha enseñado nada.
- ¿Se supone que lo hará?
- Mi abuela cree que sí.
Flor soltó una carcajada emocionada y dejó la escoba sobre la mesa del escritorio de mi habitación. Nos quedamos sentadas en silencio, mirándola. Me pregunté si Flor, como yo, esperaba que la escoba hiciera alguna cosa...pretendidamente mágica. O quizás algo que pudiera indicarme que podía aprender de ella. Al menos algo interesante, caramba. Pero la escoba se limitaba a seguir allí, con sus cerdas un poco tiesas y su mango opaco y lleno de ondulaciones de la madera. Según había leído en los Libros de las Sombras de la casa, toda bruja colgada en la pared de su casa su escoba más querida, de la que había aprendido el valor del amor fraterno y el cariño entre quienes compartían historias. ¿Como me enseñaría algo así una simple escoba?
- Quizás tienes que decirle algo - aventuró Flor. Mi amiga tenía una imaginación tan salvaje como la mia, pero mucho más atolondrada y por tanto, divertida - quizás hay que bailarle alrededor. Invocarle algo como hace Buela Celita. ¿No?
Lo pensé pero aquello no tenía ni pies ni cabeza. Me acerqué para mirar a la escoba otra vez. Recordé una vez que bisabuela me había dicho que las brujas "vuelan" no en sus escobas sino en su mente. Una idea que por meses me había dejado desconcertada y sin saber como asumirla. ¿Volar con tu mente? ¿Como yo lo hacia al leer? A veces tenía impresión que las palabras se elevaban en todas direcciones a mi alrededor, que se hacían un espiral y me elevaban hacia mundos radiantes, imposibles en su belleza. ¿Era más o menos lo que hacía la escoba? ¿Y cómo?
- Mira, quizás no se vea fácil, pero seguro que hay algo súper mágico y super bonito en tu escoba - dijo Flor y me pareció que lo hacía más por amabilidad que por otra cosa - Porque las cosas realmente geniales, siempre son las más difíciles de tener ¿No?
Cuando Flor se fue, me quedé pensando en lo que había dicho. Las cosas buenas - como aprender - siempre costaban un poquito más. Y siempre te dejaban asombrado por todo lo que podías hacer para obtenerla. En brujería aprender era un asunto serio, un viaje al interior de tu mente, de tu manera de soñar, de tus aspiraciones y creaciones. Un vuelo abierto al centro mismo de todas las cosas que aspiras y deseas. En la oscuridad, sentada junto a mi pequeña escoba, pensé en todas las cosas que había aprendido durante ese año. En las que no sabía estaba aprendiendo, en las que había creído aprendería pero en realidad, solo eran mis fantasías de niña. Y pensé, en todos esos pequeños secretos de enorme importancia, con los cuales había tropezado casi por casualidad, que me habían hecho llorar y reir. La magia de hacerme preguntas, de crear, de soñar con el futuro, de bailar bajo la luz de la Luna y el Sol. De saber que espíritu, estaba lleno de expectativas y sueños. De libertad. Y que eso sin duda, era la más antigua forma de brujería.
Bajé en silencio hacia el salón. No tenía muy claro por qué lo hacia, pero sentí que era lo correcto, que de alguna manera, había algo en medio de los viejos muebles y fotografías que podría indicarme que era eso que la escoba debía enseñarme. O quizás se trataba sólo que había probado todas las opciones y volvía a donde todo había empezado. En el salón de la casa donde abuela había tomado una de las escobas de la pared - la más pequeña - y me la había puesto entre las manos, el día de mi cumpleaños número doce. Había sido un gesto que me había impresionado, me había hecho sentir curiosamente mayor. Aunque no lo supe entonces y tampoco lo supe después.
Me quedé de pie, en la oscuridad, con la escoba en la mano. Nada parecía fuera de lugar ni diferente. Era simplemente la sala de la casa, con sus enormes ventanales de cristal cubiertos por cortinas de encajes, los muebles muy viejos y polvorientos, las fotografías de parientes y amigos flotando sobre las paredes. Me acerqué al rincón de las escobas. Allí, colgadas con ganchos de cobre, estaban todas las que las brujas de mi casa habían tejido en alguna oportunidad.
Era cinco, todas mucho más grandes que la mía, con mangos barnizados y las cerdas de madera relucientes. Por supuesto, nunca habían servido para barrer sino que habían sido confeccionadas una a una para formar parte de la tradición familiar. La más vieja de todas, que tatarabuela había traído con ella desde Europa, tenía incluso delicados grabados de estrellas disparejas y hojas, como si una mano muy torpe pero llena de entusiasmo los hubiese tallados, como la pequeña que yo sostenía entre las manos. ¿Cómo no lo había notado antes? Todas, parecían flotar en la oscuridad, sobre sus ganchos adosados a la pared. Al final estaba las diminutas anillas donde había colgado la que mi abuela me había obsequiado. Me pregunté de nuevo por qué lo había hecho, por qué había creído que la escoba podría...
La luz de la Luna me rozó la mejilla, enredada en una ráfaga de viento fugitivo. Tuve la impresión que de pronto la luz llenaba la pared, extendiéndose como un destello desconocido.
Me sobresalté tanto que casi me caí al suelo. Cuando miré, comprendí que había ocurrido: Uno de las enormes ventanas de Macuto de la sala estaban abiertas, y la Luz de la Luna se reflejaba en ella. Las cortinas de encaje flotaban en la oscuridad, mecidas por el viento. Sintiéndome un poco ridícula por el miedo que había sentido, me incliné hacia el ventanal para cerrarla. Y de pronto, tuve la impresión que un escalofrío me recorría la espalda.
Miré de nuevo, pensando me lo había imaginado. Pero no: el resplandor del cristal se reflejaba directamente en las escobas y de ellas, se abría en una especie de un haz de reflejos de luz que apuntaba hacia arriba, hacia la parte más alta del ventanal. Y de allí a las estrellas.
Quizás no significaba nada. Quizás sólo se trataba de mi imaginación salvaje creyendo ver formas e ideas donde no existían. Pero en ese preciso instante, todo pareció ordenarse en una secuencia de pensamientos tan claros como poderosos: las escobas simbolizaban la fe en la familia, esa línea de sangre y conocimiento que nos une a todas, esa espléndida sensación de encontrarte en el lugar y el momento correcto. Las escobas, que las brujas de mi casa habían confeccionado con enorme cuidado, rama a rama, atado con cuerda de cañamo. El mango pulido y grabado con profundo amor. Y más allá, las estrellas, pensé mirando la línea azul del cielo sobre la montaña verde, abriéndose en vertical hacia el infinito. Las estrellas púrpuras en un cielo inolvidable, La Luna cantando viejas canciones. Enhebradas en el viento.
Y de pronto, quise reír y llorar, porque el conocimiento me llegó con esa osadía lenta de quien busca sin saber que encontrará. De quien avanza en la oscuridad con las manos abiertas, intentado encontrar las piezas que faltan para aprender. Pensé en ese largo año en que había sentido frustración y cierta tristeza, al creer que la magia era menos asombrosa de lo que yo esperaba pudiera ser. Y comprendí quizás, con ese asombro de los niños, que la Brujería estaba viva. En mi, en mis sueños. En mi capacidad para aprender.
Me senté a solas entre las sombras del salón, con un pequeño cuchillo romo que encontré en la cocina. Y con cuidado, comencé a grabar una estrella pequeñita justo en la oquedad donde las espigas de las cerdas se abrían hacia abajo. Me esforcé porque fuera reconocible - una historia dentro de otra historia - y también, porque pareciera volar, en ese cielo de madera y pequeños recuerdos que ahora me pertenecía. Pensé en el futuro, en las mujeres de mi familia que estaban por nacer, que quizás la verían. Que se preguntarían quizás que simbolizaba aquella solitaria estrella. Y tuve una sensación de portento, como si aquellas sencillas escobas - con todo su aire primitivo, un poco caótico - eran palabras en una hoja a medio escribirse, flotando en el tiempo, dirigiéndose hacia la trascendencia y quizás el conocimiento.
Un fragmento de eternidad.
***
La mañana siguiente, cuando me senté en la mesa de la cocina a desayunar, mi abuela me dedicó una mirada de sus miradas apreciativas. Me sirvió una taza de café con leche y sonrío.
- ¿Donde está tu escoba mi niña? No te separas de ella últimamente.
Tomé la taza de café, tomé un sorbito. Una sonrisa cómplice y secreta me llenó los labios, se abrió camino hacia ese amanecer radiante y silencioso que compartíamos.
- En su lugar abuela - dije. Y por primera desde que había comenzado mi aprendizaje como bruja, sentí que comenzaba a comprender el verdadero sentido de crear para aprender. De soñar para aprender. De vivir para sentir esperanza y asombro. Porque los secretos están en todas partes y el conocimiento, también.
Mi abuela sonrío también, me dedicó uno de sus guiños maliciosos. En esa luz perlada de la primera hora de la mañana, pareció que nos comprendíamos mejor que nunca, que quizás su experiencia era parte de mi aprendizaje y sin duda, de mi necesidad de aprender. Me pregunté si era igual para todas las brujas - volando en la imaginación, las manos extendidas hacia el firmamento - y pensé, que quizás hay un secreto para cada una de nosotras. Una historia que recordar. Una historia que soñar. Una historia para elevarte más allá del temor y la tristeza.
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