sábado, 27 de junio de 2015
Las palabras secretas y otras historias de brujería.
De niña, mi Prima G. estaba convencida que las estrellas podían hablarle. Lo estaba tanto, que comencé a creerlo yo también, a pesar de que jamás lo reconocería en voz alta. Pero cada noche, me levantaba para mirar a través de la puerta entreabierta de su habitación: mi prima se sentaba de rodillas sobre su cama, levantaba los bracitos y saludaba al paisaje de estrellas que se alzaba en la pestaña más alta de su ventana. La miraba, sin entender mucho sus risitas y gorgoritos, mucho menos esa diáfana alegría que parecía despertarle esa conversación a ciegas, ese largo monólogo nocturno que era tan importante para ella.
- Oye, quizás escucha...cosas - me dijo Flor cuando se lo conté. Mi amiga tenía una mente muy despierta para su edad y también, muy pragmática, casi anciana. Se llevó un dedo a las sienes y lo giró con un movimiento elocuente - O quizás este...ya sabes...loca.
Me encogí de hombros. No me caía muy bien mi prima G., en realidad, así que no me importaba demasiado si estaba cuerda o no. Hasta su nacimiento, yo había sido la niña más pequeña de la casa, la consentida de una familia de mujeres muy numerosas y afectuosas. Pero ahora, ella la bebé querida, la que todos deseaban llevar en brazos, la que hacia sonreír a mi abuela. Y aunque nunca lo diría en voz alta - o esperaba no hacerlo, en todo caso - eso me provocaba una enorme tristeza. Una sensación abrumadora de haber perdido el lugar que hasta entonces había ocupado entre mis parientes. De manera que, no me interesaba nada de lo que pudiera ocurrirle a aquella niña risueña, toda hoyuelos y ricitos. Pero el asunto de las estrellas si despertaba mi curiosidad y como no, mi salvaje imaginación.
- ¿Se puede estar loco siendo tan bebé? - pregunté sorprendida. Flor suspiró con aire melodramático. Una anciana de ojos muy abiertos y rostro lleno de pecas.
- Lo loco no te viene con la edad, es algo de tu cabeza - me explicó con su sabia paciencia - y hablar solo es de locos. Yo creo que tu prima...
Hizo un breve movimiento con la cabeza, que podía significar cualquier cosa. Quizás "allí tienes, loca de remate desde bebé", o "Pues mira, así vino desde el nacimiento". Finalmente lo interpreté como un "no hay nada que podamos hacer allí" y me pregunté si a Flor no le intrigaba como a mi el motivo por el cual G. estaba convencida que las estrellas cantaban para ella.
- Pues no. ¿Qué me puede importar lo que haga un bebé? - dijo Flor con la enorme suficiencia de una niña de diez años - ¿A ti sí?
No supe que responder. O mejor dicho, no quise admitir que en realidad, si me intrigaba muchísimo lo que al parecer G. escuchaba y nadie más podía. ¿Se trataba de algo que la niña imaginaba, como todos pensaban en la casa o algo más...extraño que eso? Después de todo, cada noche, la niña repetía aquel extraño ritual de cantar y reir para el resplandor púrpura de las estrellas. ¿Por qué lo hacia? ¿Que era lo que le hacia creer sus gorgoritos de niña podían atravesar el cielo nocturno y llegar tan arriba, al infinito? Además, bueno...la idea me disgustaba. Era como si G. podía hacer cosas que yo no. Otra cosa, me recordé ese día, sentada en los escalones de la escalera de la casa. Porque al parecer aquella niña toda sonrisas y entusiasmo, era mucho más inquieta de lo que yo lo había sido nunca, más despierta, más adorable. Todo lo decían, pensé con cierta amargura. Todos la amaban justo por eso. ¿También tendría algún tipo de...poder mágico? el pensamiento me sobresalto. ¿Era capaz esa bebé que todos insistían era tan hermosa, tan inteligente de algo que yo no podía ni imaginar? Sentí un escalofrío de tristeza. Otra cosa por la que los demás la quisieran más que a mi, seguramente. Otra de las cosas que la hacian especial y que yo no podía tener.
Esa noche, volví a la habitación de G. y como todas las anteriores, la niña despertó, se sentó en su camita y comenzó a reir sacudiendo los brazos y mirando al ventana entreabierta. Me quedé allí, con los labios apretados, intentando comprender lo que ocurría, escuchar algo más que el sonido del viento en las ventanas, el susurro de las ramas de los árboles al entrechocar. Pero no lo logré. La miré hasta que la niña comenzó a bostezar y luego se quedó dormida de nuevo, tendida sobre la cama con los bracitos sobre la cabeza y las mejillas sonrosadas de emoción. Me quedé con la cabeza apoyada contra el quicio de la puerta, apesadumbrada y cabizbaja.
- ¿Qué haces allí niña?
La voz de mi bisabuela me hizo dar un salto. La miré, parpadeando, sin explicarme como había llegado allí. Llevaba su bastón de madera y seguramente había hecho mucho ruido al acercarse a donde me encontraba. Pero yo no la había escuchado. Se me subió el calor a las mejillas y apreté la boca, avergonzada. ¿Como podía explicarle que estaba allí intentando que las estrellas que le hablaban a prima G. me hablaran a mi también? Bisabuela era una mujer extraña, con un talante fuerte que me intimaba un poco. ¿Se reiría de mi? La miré de pie en la oscuridad. Llevaba una de sus largas batas de tela gruesa y el cabello canoso recogido sobre la cabeza.
- ¿Y bien? ¿Que haces despierta a media noche? Mañana tienes escuela.
- Lo que pasa es que... - tragué saliva - bueno...es que prima...
- No te cae muy bien ¿No?
La miré, con los ojos muy abiertos. ¿Como lo había descubierto? Bisabuela sonrío con su habitual malicia. Me hizo una seña para que la siguiera en la oscuridad. La obedecí.
- Tampoco es que lo disimulas - cuchicheó mientras caminábamos en el silencio nocturno de la casa. Era una sensación extraña y casi agradable. Eramos las dos únicas personas despiertas en la casa y de pronto, me imaginé que de hecho, era como estar a solas en el mundo, en medio de esos susurros de la casa dormida. Esa quietud de la noche que siempre me atemorizaba un poco. Pero con bisabuela no había nada que temer: nada parecía amedrentarle. La miré de soslayo mientras ambas caminábamos a paso lento por el pasillo alfombrado hacia su habitación.
- No...no es que no la quiera - intenté explicarle - la quiero mucho, pero...
- Pero es tan adorable, tan encantadora, toda risitas - suspiró - a tu edad, yo la habría odiado.
Soltó una carcajada medio contenida. La miré fascinada. ¡Bisabuela me entendía! Eso me pareció asombroso y reconfortante. Nunca le había dicho a nadie los complejos sentimientos que G. me despertaba y mucho menos a bisabuela, que creí no podría entenderlos. Pero allí estaba ella, con su expresión afilada y dura, describiendo con mucha precisión lo que G. me hacía sentir.
- Mira se trata de algo simple: te sientes desplazada, poco querida - me dijo. Se dejó caer en su Sofa favorito y encendió la pequeña lamparita de pie sobre la mesa - y eso es normal. No es sano, pero ¿Como evitas algunas cosas?
Bisabuela era una mujer muy lista. En su juventud, se había enfrentado a su padre para estudiar en la Universidad cuando ninguna chica de su edad lo hacia y había obtenido una licenciatura en filosofía, cuando nadie creía que fuera importante estudiar sobre la manera de pensar del mundo. Pero mi abuela se había esforzado por hacerlo. Había sido siempre una mujer muy perspicaz y un poco cínica. Claro que, yo no sabía esas cosas ni podía explicarlas de esa manera. Sólo sabía que bisabuela era quizás la persona más lista que conocía y que claro, quería ser como ella.
- Yo no quiero sentirme así - le confesé - pero es como dices, no puedo evitarlo.
- Por supuesto, es un tema de emocione, de permitirte sentir furia y miedo, alegría y amor - comentó - la gente suele criticar mucho las emociones que no son bonitas, que no pueden escribirse en tarjetas o en poemas. Pero las emociones turbias son extraordinarias, poderosas, divinas. Reales.
Sacudí la cabeza. La verdad no entendía nada de lo que quería decirme. Pensé en la forma como mi abuela sonreía al levantar en brazos a prima, como mi abuelo la sentaba en sus rodillas para cantarle. Como mis tios se inclinaban sobre su cunita para acariciarle las mejillas mientras dormían. Las mejillas se me calentaron de furia y algo parecido al dolor.
- Yo siento esas cosas - dije con cierto cansancio - no sé como evitarlas.
- No puedes. Debes entenderlas, enfrentarte a ellas y dejarlas ir. Lo que no enfrentas se queda contigo para siempre.
- ¿Quién lo dice? - le dije, un poco preocupada por la posibilidad de sentirme así por meses, lo que para una niña de mi edad es mucho tiempo. Bisabuela sonrío, con los ojos brillantes de satisfacción y cierto humor maligno.
- Lo dice un tipo muy sabio que pensaba mucho sobre el hombre - dijo - se llamaba Carl Jung y seguramente se te olvidará el nombre apenas te lo diga. Pero era un sabio que comprendió lo que la brujería ya sabía hacia mucho tiempo: todos aspiramos a la libertad incluso sin saberlo.
Seguí sin entender lo que me decía, pero de alguna forma, me pareció tenía que ver con mis sentimientos por prima e incluso algo más profundo que yo no podía entender. Abuela se repantigó en su sofá, cerrándose la bata de franela con sus manos delicadas cubiertas de pequeñas manchas de edad. Seguía mirándome fijamente, con sus grandes ojos verdes brillando divertidos. Comencé a sentirme incómoda.
- ¿Como es eso de la libertad? - le pregunté para que dejara de mirarme así. Ella ladeó la cabeza.
- Tus sentimientos, tus alegrías, tus temores, lo que te gusta o lo que no, lo llevas a todas partes - me respondió - lo llevas como un morral muy grande en el que vas guardando cosas a diario. Un pensamiento. Una idea. Un dolor. Un momento amargo. Lentamente, tu saco se llena de cientos de cosas. De tantas que te cuesta caminar.
No sé por qué, recordé la imagen de un cuento que había leído hacia poco. Había un dibujo de una anciana de rostro arrugado caminaba muy encorvada y el escritor había escrito debajo: "la tristeza que nos aplasta". ¿Era eso lo que quería decir la bisabuela? Pero en el cuento, la vieja llevaba a cuesta la muerte de su padre y de su madre. Se detenia, las miraba, lloraba un poco. Y seguía. En el cuento, ella misma insistía en que no quería olvidarlo.
- ¿Y es así? ¿Pesan? - pregunté.
- Te abruman, que es peor que pesar. En Brujería se le llama el peso del espíritu, la grieta en tu mente
- ¿Por qué le llaman así?
- Porque la tristeza y los sentimientos que te lastiman, son heridas abiertas. Son cicatrices. Las antiguas brujas imaginaban el espíritu humano como una fuerza ingrávida, toda luz y belleza, que estaba atrapada dentro de nuestro cuerpo - me explicó - y el dolor y la tristeza lo lastimaban. Le quitaban un poco de su luz. Las grietas le sofocaban. Por ese motivo, evitaban llevar esas heridas abiertas por mucho tiempo. Podían quedarse para siempre.
Me recorrió un escalofrío. Me imaginé a mi misma, muchos años después, aún mirando a prima, ya convertida en una niña grande, con furia y odio. Incapaz de hablarle o mirarla, siempre sientiendo rencor hacia ella. ¿Eso podía ocurrir? ¿Era posible que ese sentimiento tan pesado me acompañara siempre? Sentí un poco de miedo y algo parecido a una enorme tristeza.
- ¿Y como cierra una esas heridas?
- Las heridas del espíritu se cierran mirando a las estrellas.
La frase de mi abuela me dejó boquiabierta. ¿La había escuchado bien? Recordé a mi prima despertandose en su camita de niña y mirando hacia la ventana. Riendo y saltando sobre la cama, riendo, con los brazos sobre la cabeza. ¿Ella...como podía saber esas cosas? Bisabuela me escuchó con curiosidad cuando se lo conté.
- ¿Eso era lo que hacias cuando te encontré? - preguntó.
- Sí. Lo hace todas las noches desde hace mucho tiempo - semanas, un tiempo larguísimo para alguien de mi edad - y no sé por qué lo hace. Dice que "habla con las estrellas".
Como yo no puedo hacerlo, pensé con tristeza y rencor. Me sacudió la preocupación. ¿Como podía quitarme esos sentimientos? ¿Como podía evitar llevarlos de un lugar a otro? apreté las manos sobre las rodillas. ¿Como podía dejar de ser sentir esa leve angustia que desde que prima había nacido llevaba a todas partes? Como un fardo muy pesado, pensé con cierta desesperación.
- ¿Que es eso de cerrar heridas mirando a las estrellas?
- Antiguamente, las brujas estaban convencidas que el cielo era un reflejo de sus sentimientos - me explicó bisabuela - que las estrellas no eran sólo un mapa estelar, sino un simbolo de lo que sentían. Esas estrellas púrpuras, solitarias, tan distantes unas de otras, eternamente solitarias. De manera que dedicaban el baile del Solsticio a enviar a las estrellas los dolores, las angustias, las lágrimas. Y agradecer las alegrías. Por eso suele decirse que se cura el espíritu mirando a las estrellas. Porque el infinito recibe tu tristeza y lo transforma en luz.
Pensé en las noches en que me tendía en el jardín antipático de mi abuela para mirar la noche. En la forma en que me hacia sentir su extraordinaria belleza, esa línea vertical que se extendía hasta lugares que ni siquiera podía imaginar podían existir. Y las estrellas, allí, tachonando un largo trayecto de pensamientos. Existiendo y muriendo mientras las miraba. En ese entonces, claro, no tenía idea de ningún principio científico sobre el Universo, pero si sabía que esa extensión interminable de resplandor púrpura, era el recuerdo de un sueño muy viejo sobre el hombre. Sobre esa idea de sentirnos pequeños bajo la inmensidad.
- Por supuesto, sólo se trata de una historia muy vieja - dijo mi bisabuela. Volvía a tener su sonrisa maligna y y un poco torcida - ¿quién cree en esas cosas actualmente?
- Tu eres una bruja, ¿No las crees? - le pregunté sorprendida. Bisabuela me dedicó una de sus largas miradas verdes, tan intrigantes. E incluso inquietantes.
- El Universo, bruja, está en tu interior - dijo entonces. Se inclinó hacia mi y tuve la sensación que su rostro se convertía en una colección de luces y sombras - Todo ese infinito que miras con tanta atención...eres tu. Es tu percepción sobre lo extraordinario, sobre lo bello y lo bueno. La brujería lo supo mucho tiempo antes que los primeros filósofos comenzaran a analizarse con los ojos cerrados y los ojos abiertos.
- ¿Somos el Infinito? - pregunté confusa. Bisabuela me guiñó un ojo.
- Somos nuestras respuestas. Somos el mundo que se crea más allá de nosotros y como lo entendemos. ¿Quieres cerrar las heridas? Encuentra tu propia respuesta.
No respondí. Miré la noche a través de la ventana de su habitación, las estrellas elevandose en la curva de la montaña, extediendose como una cartografía misteriosa hacia un silencio ultraterreno. Y pensé en mi prima, que las miraba con asombro, tan pequeña, sin entender nada sobre significados ocultos o grandes misterios. Para G., con su ojos enormes y dulces, el mundo y las estrellas eran un sueño, algo tan extraordinario como interminable. Un deseo, quizás.
Los ojos se llenaron de lágrimas. Las oculté lo mejor que pude. Bisabuela se levantó de su sofá apoyandose en el bastón con gestos firmes.
- Vamos, tienes que descansar, ya andas lloriqueando de cansancio.
Reí en voz baja. Bisabuela me guiñó un ojo y me acarició la mejilla con sus dedos pálidos y fríos. La miré, agradecida.
- Eres muy linda cuando quieres ¿sabes? - le dije con toda sinceridad. Ella no dijo nada, mientras caminabamos hacia mi habitación. Sólo cuando me detuve frente a la puerta, se inclinó y me besó en la frente, un gesto muy raro en ella que agradecí mentalmente.
- Pero no siempre quiero. Hay que saber que no siempre es necesario sonreír.
Parpadeé confusa. Ella aguardó junto a la cama mientras me metía entre las sábanas y después se inclinó para enderezarme la almohada.
- ¿No siempre?
- La sonrisa es como la luz de las estrellas. Que sea una bendición cuando sonríes pero que no temas cuando decidas no hacerlo - me dijo. Tenía una expresión traviesa - Recuerda, lleva sobre los hombros lo que quieras. No lo que debas. Nada más pesado que no puedes soltar. O que llevas sólo porque no puedes evitarlo.
- No entiendo que me dices - confesé. Bisabuela soltó otra de sus carcajadas sofocadas.
- Lo sé. Pero lo entenderás.
Mientras me dormía, me quedé pensando cuando sería eso. Mucho años después, me haría sonreír - y a veces no - el pensamiento.
***
Mi prima G. me mira con asombro cuando entro en la habitación. Llevo mi lampara de dinosaurio, que sé que le gusta tanto. Quizás, pienso, ella le gustará encontrarlo allí cada noche. La dejo en su mesita de noche. Me siento junto a ella en la cama.
- ¿Tu vienes? - me dice, en su media lengua de bebé. Intento comprenderla. ¿Quiere saber por qué he venido? ¿O simplemente constata un hecho? Como hija única de diez años, apenas sé algo sobre niños. Pero su mirada confiada y su expresión atenta, me hacen sonreír.
- Vine para que me enseñes como te hablan las estrellas.
Prima ríe, levanta los bracitos. ¡Eso si lo entendió de inmediato! Se levanta de la cama, se acerca a la ventana y me señala más allá, hacia la montaña enorme al otro lado de la muralla del jardín. Entonces las veo: todas juntas y radiantes, las estrellas imposibles y extraordinarias, parpadeando sobre la curva de la noche. La niña sacude las manos, dice algunas cosas que no entiendo pero entonces, se lleva la mano al pecho.
- Siento aquí - dice. Y me mira, asombrada y contenta - ¿Tu no?
La miro. Es tan pequeña, con sus rizos oscuros, sus mejillas sonrosadas y su naricita respingona. Mi tia dice que se parece un poco a mi, pero jamás le he encontrado el parecido. Hasta ahora. Y de pronto, me hace sonreír su alegría, su pasito atolondrado. Su alegría tan inocente. Cuando le tomo las manitos, me las aprieta con cariño.
- Si, también las escucho aquí.
Y allí, en la oscuridad, riendo junto a la niña, siento que las estrellas me observan, que cantan para mi, que lo han hecho todo este tiempo sin que las escucharan. Las escucho, como la risa de la niña que salta y que levanta los bracitos, como el sonido del viento que roza mis mejillas y esa alivio, en el espíritu. Este vuelo alto y libre del corazón.
Hacia las estrellas.
Así sea.
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