domingo, 28 de junio de 2015
Pequeños fragmentos de recuerdos y otras historias de brujería.
Una vez, Flor y yo decidimos escapar de la escuela. En realidad, lo decidió Flor y yo le decidí seguirla, embarullada con la idea de la aventura y de desobedecer a las monjas bigotonas que dirigían el colegio, aunque fuera en una única oportunidad. Además, se trataba sólo de caminar hasta el Centro comercial a seis calles de la escuela y perdernos la última clase del viernes. A Flor, eso le parecía lo bastante inofensivo como para no ser peligroso.
- Ya somos niñas grandes, además - me dijo con toda la seguridad de sus nueve años - Dime ¿por qué tenemos que andar para todas partes con nuestros papás?
Flor era mi amiga más querida de la Escuela. En realidad, era la única que tenía. A todas las demás niñas, parecían molestarle un poco mi irritante habito de preguntar, mi mal carácter, mi tendencia a quedarme mirándolas con los ojos muy abiertos y mi predilección por leer en lugar de corretear por el patio. En cambio a Flor todo eso le parecía divertidisimo y a mi, me encantaba su atolondramiento, su corazón audaz y sobre todo, su enorme capacidad para hacer disgustar a los adultos. Siempre parecía saber exactamente qué hacer para ganarse un regaño. Y con frecuencia, a mi también.
- No sé, pero creo que quizás mi abuela se va a disgustar - le dije. Flor suspiró, impaciente.
- Mira ¿Por qué? ¿No te dice eso siempre del espíritu de los salvajes y todo eso?
- El espíritu salvaje - le corregí. Suspiré - pero no creo que se refiera...
- Solo es un paseo. No seas miedosa.
La cosa seguía pareciéndome más complicada que estar o no asustada, pero me callé. No obstante, la cosa siguió preocupándome: Mientras ambas recogíamos nuestros útiles y afinabamos los detalles de la gran escapada, pensé en justo lo que Flor me había comentado. Mi abuela solía decir que los espíritus debían ser salvajes, en otras palabras, libres, sin ataduras, siempre curiosos y llenos de maravilla por lo que le rodeaban. ¿No era un poco eso lo que decía Flor para justificar nuestro paseo al Centro Comercial? Me pregunté un poco más animada. ¿No hablaba mi abuela de tomar nuestras propias decisiones y siempre aspirar a ser libre? Eso se parecía un poco a la emoción de planear como escondernos de las monjas que vigilaban la puerta y confundirnos entre la multitud de padres que recogían a sus hijas a última hora de la tarde. ¿No se trataba de experimentar? ¿De siempre vencer el miedo?
Todo aquello sonaba muy bien, pero yo sabía que no se trataba de eso. Y lo sabía tan bien que a pesar del entusiasmo por la tremendura, me sentía levemente inquieta. Comencé a pensar en esa larga distancia de seis cuadras hacia el Centro Comercial, en el hecho que jamás había ido sola a ninguna parte. Que en realidad me atemorizaba un poco lo que pudiéramos encontrar en la calle. Flor sacudió la cabeza cuando intenté comentarle al respecto.
- ¡Oye, que no va a pasar nada! - se impaciento, golpeando el suelo con un pisotón malcriado - mira, si quieres quedate, yo si voy.
Pero por supuesto, yo no quería quedarme. Así que me colgué el bolso al hombro y me escabullí con ella hacia la puerta Principal del Colegio. Flor sonrío mientras según lo planeado, nos uníamos a los grupitos que esperaban en la acera frente a la ornamentada reja principal que rodeaba el edificio y luego, nos ocultábamos en los árboles cercanos. Nadie nos había visto, pensé sorprendida, cuando nos alejamos unos cuantos metros sin que nadie lo notara. De verdad, que esto era divertido. En serio que no parecía tan peligroso, me dije, apretando el morral entre los brazos. Miré la fachada de la Escuela entre los transeuntes que nos rodeaban. De pronto me parecía grande e imponente, más bonita que nunca y también lejana.
- Ahora vamos a caminar por la calle derecha hasta el Centro Comercial - me informó Flor, mientras ambas atravesabamos muy rápido la primera acera para cruzar la avenida hacia la segunda - nos comemos un helado y después nos regresamos antes de la cinco. Nadie notará que nos fuimos. Y seguro la pasaremos en grande.
Asentí y la seguí, apretando el paso para no quedarme atrás. La verdad, la verdad...no me estaba divirtiendo tanto, pensé, secándose el sudor de la frente. Estaba un poco abrumada por el sonido del tráfico, la multitud de transeúntes que me tropezaban y seguían su camino, el calor de la tarde de junio. Y también, no dejaba de pensar que algo no estaba bien allí. Esta bien, estaba viviendo una divertida aventuras - No como las del Doctor Indiana Jones en las películas, claro, razoné. Pero casi - y era algo nuevo que jamás había hecho. Además, que Flor tenía razón: Ya casi tenía diez años. Nadie tenía por qué llevarme y traerme de un lado a otro. Era lo suficientemente grande como para saber que hacer.
El caso era que a pesar de esos pensamientos, yo sabía que estaba haciendo algo lo suficientemente peligroso como para preocuparme. No importara lo mucho que Flor me repitiera que aquello "era lo máximo" o que me sintiera tan mayor como para caminar muy derecha calle arriba...la cosa no se trataba de eso. Recordé de nuevo la ocasión en que mi abuela me había hablado sobre el espíritu salvaje, la brujería y el poder de decidir.
- ¿O sea que uno puede hacer cualquier cosa que le provoque? - pregunté entusiasmada. Abuela me dedicó una mirada divertida.
- Puedes...pero también, debes asumir las consecuencias.
- ¿Como? - no entendía mucho a que se refería pero me pareció intrigante su rara expresión, casi seria. Mi abuela siempre sonreía con todos los dientes. Siempre parecía feliz y radiante. Pero ahora, parecía severa, casi preocupada.
- Todo lo que hacemos, tiene una consecuencia. En brujería pensamos en cada uno de nosotros crea y hace un ciclo. Como una línea que se completa así misma - tomó una hoja de papel y dibujó un bonito circulo de trazo firme - todo lo que comienza, debe terminar. Y lo hará de la manera como decidiste ocurriera, la forma como seguiste la línea que lo dibujó. Todo lo que ocurre es producto de algo más, aunque no lo sepas. Aunque no puedas mirarlo de inmediato. Y es tu responsabilidad cada cosa que haces.
- Pero eso no es ser...tan libre - me quedé un poco impresionada por sus palabras. Abuela ladeó la cabeza y me dedicó una de sus miradas apreciativas.
- ¿Por qué?
- Porque uno tiene que pensarse las cosas ¿No? - intenté explicarle. Era una idea compleja que no sabía como expresar bien - es decir, no eres tan libre si siempre estás pensando en lo que pueda pasar por lo que haces.
- ¿Quién te dijo que ser libre es simple?
Me detuve en mitad de la calle. Miré las larguísimas cuadras que se extendían desde donde me encontraba hacia más allá. Tanto, que ni siquiera podía distinguirlas con claridad. Pensé en el buen rato a pie en que nos llevaría llegar al Centro Comercial. Y el montón más, que tomaría para regresar. Imaginé a mi Maestra de Gimnasia tratando de explicar donde nos encontrábamos. La preocupación general de la Escuela. Incluso imaginé el rostro preocupado de Sor Elizabeth, que tan mal me caía, intentando pensar donde podríamos estar. Y luego imaginé a mi abuela. Sus ojos color miel entrecerrados por la preocupación, el rostro tenso y cansado.
- ¡Oye no te quedes atrás! - Me gritó Flor.
No me moví. Ella entonces se detuvo y se volvió a mirarme. En medio de la calle, con su falda azul Marino que le veía un poco grande y su camisa blanca un poco arrugada, parecía muy pequeña y frágil. Una niña flacucha de aspecto cansado y sudoroso, tan pequeña que apenas rebasaba el hombro de cualquiera de quienes nos rodeaban. Así debía verme yo, pensé. Fu un pensamiento nuevo, que jamás había tenido antes y a la distancia, creo que fue la primera vez que tuve consciencia sobre mi vulnerabilidad, esa sensación asombrosa sobre el peso de mi historia y mi identidad. Flor parpadeó, irritada - ¿Qué te pasa? ¿Te cansaste ya?
Ahora también pensaba en su mamá, que siempre parecía tan preocupada y quebrantada de salud. Que dedicaba mucho tiempo y esfuerzo a cuidar de Flor y de su hermano enfermo. La imaginé, alta y huesuda, siempre con una expresión tensa en el rostro, acudiendo a la escuela sólo para encontrar que Flor no se encontraba allí. Que simplemente había parecido. Imaginé su miedo. Su angustia. Su piel pálida. Las manos sobre las rodillas, esqueléticas y cubiertas de arruguitas. Sacudí la cabeza.
- Flor... - la voz se me cerró en la garganta. Estuve segura que a la distancia de diez o quince pasos que nos separaba y entre la algarabía de la calle, no me escuchó. Sentí vergüenza, no supe como le explicaría todos esos pensamientos, la sensación que me abrumaba. Ella apretó los puños junto al cuerpo.
- Bueno ¿Vas a venir o no? - ,e gritó. Parecía impaciente y también un poco asustada.
- No.
Sacudí la cabeza, porque estaba convencida que no podría escucharme. Pero al parecer si me escuchó: la carita se le arrugó en un gesto enfurecido. Se acercó a donde me encontraba.
- ¿Como que no? - me reclamó. Me sentí terriblemente triste y angustiada.
- No quiero ir.
- ¡Pero si querías venir! - me gritó. Los transeúntes nos miraban sorprendidos al pasar, caminando a nuestro alrededor y dejándonos en medio de una especie de espacio vacío casi incómodo - ¡Viniste! ¿Y ahora te quieres ir?
Apreté los labios. Pensé de nuevo en lo que mi abuela había dicho unos cuantos meses atrás, en esa sensación helada y dura de digerir que la libertad no era esa sensación de apremio y angustia que me estaba abrumando en ese momento. Recordé la frase que había escrito en mi Libro de las Sombras ese día "La Libertad es para los valientes". La había leído en alguna parte que no recordaba, pero ese día la había recordado, como si resumiera la conversación que había sostenido con mi abuela. La verguenza me coloreó las mejillas. La verdad era que no me sentía muy valiente dandole plantón a Flor, me dije, pero si era lo que quería hacer. Lo que de alguna manera sabía debía hacer.
- Me devuelvo a la Escuela, deberías venir conmigo - dije. Y sentí que el hilo de amistad que me unía a Flor se sacudía un poco, a punto de romperse. Tuve miedo de su mirada, de esa furia triste de sus grandes ojos asustados, como si las cosas no estuvieran resultando como pensaba y mucho menos, como debían ser. Pero yo no podía decirle otra cosa. A pesar de lo humillante que me resultaba sentirme tan cobarde, sabía que eso era lo que quería hacer. Y lo haría.
Me di la vuelta y comencé a caminar. Tenía menos de diez minutos para regresar a la Escuela sin que nadie notara que habíamos salido. Me volví para mirar a Flor, con la esperanza que estuviera siguiendome. Pero no lo hizo. Estaba solo de pie allí, con el rostro enrojecido y el morral apretado contra el pecho. Se le veía pequeña y frágil, y también...muy triste. Triste por lo que yo estaba haciendo, pensé con el corazón en la garganta. Triste por aquel inexplicable comportamiento mio. Seguí caminando, asustada por dejarla allí a solas. Asustada por dejarla allí, de pie en medio de la calle llena de gente. Pero sabiendo que debía hacerlo. Que de alguna manera, ese abandono simple, era lo correcto.
Estaba llegando a la puerta de la Escuela, cuando escuché sus pasos a mi espalda. Venía a la carrera, con las mejillas sonrojadas y los ojos muy brillantes. Me dio un empujón cuando pasó a mi lado pero no me miró. La miré alejarse por el caminillo de grava hacia el interior del colegio y luego perderse en el pasillo hasta el salón de Gimnasia. Sentí una especie de alivio maltrecho, cansado. Pero también, la certeza - si es que podía llamarlo así - que nuestra amistad había cambiado de cierta forma. Que se había transformado en algo más brumoso y hostil. Y pensé de nuevo que habría sido muy fácil seguir caminando hacia el Centro Comercial, que había sido estupendo disfrutar del helado y luego volver. Que quizás nadie nunca habría notado nuestra ausencia. Que nadie se habría preocupado en realidad y que nosotras tendríamos una aventura en común que contar y atesorar.
Pero a pesar de lo fácil, no era lo correcto. Y me dolió asumir, que había decidido no sólo por mi sino por Flor, que quizás me había ganado su antipatía y furia. Que quizás había perdido a la única amiga que tenía y todo por una sensación. Por una idea que ni siquiera entendía bien. Pero que seguía allí, firme y dura, mientras me sentaba en el pupitre en el salón solitario, con las lágrimas tan a flor de piel que me sentí expuesta, agotada de contenerlas. No entendía muy bien por qué había actuado de esa manera, aunque ahora, me sentía silenciosamente aliviada. Como si me hubiese quitado un peso incesante de encima.
- Oye, cuando me dijiste que la libertad no era fácil...no me lo creí.
Mi abuela levantó la mirada sorprendida. Caminábamos juntas por la calle, esa tarde al finalizar la última hora de Clase. Flor me había retirado la palabra e incluso, se había negado a mirarme. La vi salir de la Escuela junto a su madre, ignorandome por completo. Me quedé abrumada y entristecida, mirándola alejarse.
- ¿Por qué no me lo creíste?
Mi abuela siempre me hacia preguntas y me escuchaba con atención. Eso me gustaba de ella: parecía que siempre le interesaba hasta la última palabra que tuviera que decir y eso me parecía de enorme valor, aunque era tan pequeña que no sabía exactamente el motivo. Pero me encantaba su mirada inteligente, ese...respeto con que escuchaba cada una de mis palabras. Por eso sabía que su pregunta iba en serio. Me encogí de hombros.
- Pensé que ser libre era hacer lo que uno quería como pudiera. Disfrutar de todo, correr de un lado a otro. Comerse lo que uno quisiera - le dije con toda la simplicidad de la niña que era. Mi abuela asintió y se tomó unos minutos al parecer para pensar mis palabras.
- Pero ahora...sabes que no - dijo con cierta cautela. Me encogí de hombros.
- Sí, lo sé.
Me recordé en la calle, al borde de hacer algo que jamás había hecho, fascinada por la idea de hacerlo y desobedecer. Y después, el pensamiento del daño que podía hacer con mis decisiones, con esa necesidad mía de rebelarme aunque no supiera bien contra qué. No, no era fácil, me dije, recordando la mirada frustrada y triste de Flor. Ni tampoco sencillo de comprender. Pero tenía sentido. Uno muy privado y poderoso que apenas comenzaba a entender.
- La libertad mi niña, es la capacidad de asumir que nuestra vida nos pertenece pero también, las decisiones que tomamos cada vez - me explicó. Se inclinó, me acarició el cabello con ternura - No siempre es sencillo ser libre, pero siempre vale la pena tomar la decisión que te permita asumir el valor de serlo.
No entendí esas palabras, pero de alguna forma, continué pensando en ellas durante el resto del día. Esa noche, cuando fui a dormir, mi abuela me dedicó una de sus miradas apreciativas.
- ¿Todo va bien? - me preguntó preocupada. Suspiré. La pantalla de la computadora esta vacía, sin un sólo mensaje de Flor. Tampoco me había llamado. Y aún así, de la angustia y la tristeza que eso me producía, sabía que había hecho lo que quería hacer. Me encogí de hombros.
- Creo que soy libre - dije. La frase me sonó extraña, sin sentido. Mi abuela parpadeó y luego sonrío, una amplia sonrisa amable, como si entendiera el sentido último de lo que le decía. La razón de esa leve tristeza. Y quizás era así, aunque no comprendiera que había sucedido o que no. Porque de alguna forma mi abuela - la sabia, la bruja - conocía esa poder de creer y de crear. Esa idea enorme que intentaba mostrarme como una parte de mi manera de pensar.
- Nunca olvides seguir siendolo - me dijo. Me besó en la frente. Y después en la oscuridad, con los ojos bien abiertos y llenos de lágrimas por mi pelea con Flor, me pregunté cuando comprendemos que ser libres, es una manera de luchar. No lo pensé con esas palabras, por supuesto, pero si supe que esa sensación de tristeza y alivio, era una manera de crear.
Sonrío, mientras recuerdo la escena. Esa noche plácida donde lloré hasta quedarme dormida por haber temer haber perdido a Flor. Y me asombra, que las lecciones pequeñas, las mínimas, son las que siempre se recuerdan. La que forman parte de todas las ideas que se crean. Las que asumen como parte de quienes somos y de quienes aspiramos a ser. Después de todo, somos a mejor obra de nuestra imaginación.
C'est la vie.
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