sábado, 13 de junio de 2015
Tierra de estrellas olvidadas y otras historias de brujería.
Hace unos años, encontré en una caja cerrada por mucho tiempo, un álbum de fotografías olvidado. Se encontraba envuelto en una pieza de seda vieja y carcomida por las polillas. Cuando lo abrí, las hojas de cartón se cuartearon y algunas fotografías cayeron al suelo. Se encontraban manchadas de humedad, rotas por los bordes y en algunos casos en un estado de deterioro tan avanzando, que las imágenes que guardaban comenzaban a desaparecer del papel. La sola idea de esa muerte lenta y pesarosa de una instante eterno me rompió el corazón.
Un poco entristecida, tomé el puñado de fotografías y las dejé sobre mi pequeña mesa del comedor. Todas eran muy viejas, probablemente con más de cinco décadas y por supuesto, no reconocí ninguno de los rostros eternizados en blanco y negro. Me pregunté quienes podrían ser aquel grupo de desconocidos que sonreían a la cámara, mirando con ojos grandes y confiados a un futuro que les olvidó. La idea me produjo escalofrios. Aún más: me pareció injusta, inadmisible. ¿Cómo podía perderse una historia con tanta facilidad? ¿Cómo podían los nombres y escenas que guardaban simplemente convertirse en cenizas de la memoria? Miré aquella cartografía del silencio con una sensación de urgencia, de pura necesidad de regresar su identidad a cada uno de aquellos rostro anónimos. Su lugar bajo el mundo.
- No sé de quienes podrá tratarse - dijo mi tia E. cuando les mostré las fotografías. Las miró con la misma atención que yo lo había hecho, bajo el sol diáfano de su pequeña terraza - asumo deben ser algunos parientes que nadie recuerda ya. ¿Imaginas algo más terrible?
Acaricié con el dedo una de las imágenes. Una chica de rostro regordete sonreía con amabilidad. Tenía el cabello rizado y oscuro como el mio, mi piel blanca y pecosa. Podría haber pasado por una de mis primas o incluso, una hermana unos cuantos años mayor. Imaginé el sonido de su voz, bien timbrada y alegre y la forma como sus ojos brillaba por el humor que apenas atisbaba en la fotografía. Una desconocida a quien me parecía. Un trozo de mi historia perdido por completo.
- No entiendo como nadie puede saber quienes son - me quejé en voz baja - es decir ¿Como puedo encontrar su nombre? ¿Como puedo unir las piezas para conocer su historia?
Mi tia se encogió de hombros. No parecía tan preocupada como yo por todo aquello. Cosas como aquellas pasaban con frecuencia en mi familia: teníamos parientes en ambos lados del Atlántico y además, había una enorme cantidad de objetos heredados que viajaban de una casa a otra, en sucesivas mudanzas y traslados. Al final, el resultado eran pequeños hallazgos como aquel, destinados a perderse en un mar interminable de rostros y anécdotas, hundidos en medio de la confusión de nuestra historia familiar. No obstante, para mi el álbum fotográfico, con sus humildes tapas de cuero rotas y su colección de fotografías de rostros anónimos, tenía un especial valor. Una especie de pieza de enorme importancia en medio de un mecanismo misterioso que no lograba entender del todo. Quizás se trataba de mi imaginación, me dice sosteniendo el album sobre mis rodillas. Otra de mis obsesiones.
- Quizás podríamos preguntarle a M., a pesar de lo anciana tiene una memoria asombrosa para estas cosas - dijo mi tia con simpatia - pero Aglaia, debes asumir que quizas nunca sepamos quienes son los retratados en las imágenes. Nadie los recuerdas.
Solté un jadeo que no pude contener. En una ocasión, había leído en el Libro de las Sombras de mi abuela, que la verdadera muerte ocurre cuando ya no hay nadie que te recuerde. Cuando tu nombre no es más que una palabra, flotando en la oscuridad de lo cotidiano y todo lo que alguna vez te perteneció y te definió carece de importancia. Por ese motivo, La brujería se interesa especialmente en conservar la memoria, en enhebrar hilo a hilo ese interminable lenguaje de la memoria que compartimos como creencia. Mi abuela solía decir, además, que recordar es una forma de magia. Una muy simple y querida, quizás tan humilde que la mayoría de las veces no reparamos en su importancia.
- Recordar es una forma de descubrir que cada cosa que haces, que cada idea que forjas tiene una repercusión esencial en tu identidad - me dijo mi abuela en una oportunidad - la vida, es una serie de escenas y rostros que atesoramos para vernos reflejados en ellos. Para asumir el valor que tienen en nuestra vida y nuestra percepción de quienes somos. Nada nos define mejor que a quien amamos. Nada es más cierto en nosotros que lo esencial de nuestros afectos.
Nos encontrábamos en su habitación. Como cada año, estaba cosiendo la colcha de retazos que formaba parte de la celebración de la Fiesta de los Ancestros, la célebre noche de las brujas. Para mi familia, se trataba de una ocasión de celebración, de un motivo de alegría y reflexión. Mi abuela solía entonces sacar el viejo edredón de retazos - que había sido heredado de mano en mano por casi ciclo y medio - y dejarlo a la vista, para recordar la importancia de conservar la memoria, de sostenerla en su fragilidad. A mi me gustaba mirar aquel enorme paisaje de colores y elementos dispares: era como recorrer un país enorme, lleno de cuentos e historias más viejos de lo que yo era. Un pensamiento asombroso, a mis diez años de edad.
- ¿Y si uno se olvida de algo abuela? - le pregunté - ¿Si uno se olvida del primer cumpleaños? ¿Del primer día de escuela? ¿Que pasa con lo que uno no se acuerda? ¿A donde va?
Mi abuela suspiró y siguió cosiendo. Ya para entonces sufría de artitris y tenía los dedos un poco hinchados y torpes. Pero aún así, su bordado era impecable, cada puntada de extraordinaria belleza. Ese día dibujaba con hilos dorados un sol de ojos abiertos, rodeado de un bosque verde y rojo. Una escena que me hizo pensar en la palabra "salvaje".
- ¿Sabes que era lo peor que le podía ocurrir a una bruja en la antiguedad? - me preguntó por último. Sacudí la cabeza, un poco avergonzada. Recordaba haberlo leído por alguna parte, pero evidentemente, no había estado prestando la suficiente atención.
- No lo recuerdo.
- Perder su nombre. Antiguamente, una bruja no decía jamás su nombre en voz alta. Lo bordaba, lo grababa, lo tallaba. Lo llevaba en sus objetos personales, en su libro de las Sombras. Cuando alguien quería lastimarla, lo quemaba todo y la dejaba a solas, sin nombre. Anónima. Sin historia.
Miré a mi abuela con los ojos muy abiertos. ¿Los nombres significaban todas esas cosas? pensé en el mio, que siempre me fastidiaba por extraño y que solía escribir con cierto orgullo malcriado como compensación. No lo pensé así claro. Sólo tenía diez años. Pero si sabía que mi nombre era parte de mi. Como mis manos y mis dedos. O así me lo imaginé siempre. Resultó que tenía razón, me dije con cierto asombro.
- ¿No podía ponerse otro?
- Para una bruja, su nombre es una joya. Es la combinación de la historia de su madre, de la madre de está y de todas las mujeres que nacieron antes que ella. Escoger el nombre de una bruja es un asunto muy serio. Y no, ponerse otro no era una opción. La bruja entonces tenía que comenzar de nuevo a tallar su nombre, a recordar su historia, a esparcer las cenizas olvidadas que se había llevado su identidad.
Recordé esa escena sentada en la terraza pequeñita de mi tia y las palabras de mi abuela - la sabia, la bruja - me produjeron un sobresalto. Apreté los labios y miré los rostros que me contemplaban desde el pasado, frágiles, vulnerables en su silencio. Sentí dolor por su ausencia, por la perdida de todo lo que habían representados antes o después. ¿Quienes habían sido? ¿A quienes habían amado? ¿Qué había aprendido? ¿Donde estaba todo eso? Sacudí la cabeza.
- Es una pequeña tragedia, no existir porque nadie puede recordarte - dije en voz baja - ¿Te imaginas algo más horrible?
Mi tia me dedicó una de sus peculiares miradas apreciativas. Más de una vez, habíamos conversado sobre el tema. Después de todo, tanto ella como yo estábamos obsesionada por la muerte y la trascendencia. De niña, me había sorprendido el hecho que tía pareciera profundamente asombrada por el hecho físico de la muerte y de lo que podía significar como idea cultural. Pero sobre todo, por lo que había más allá de ese silencio absoluto, cuando sólo existíamos en quienes nos recordaban.
- Intentalo al menos. Vuelve aquí si no logras encontrar nada.
Asentí. Reuní con cuidado las decenas de fotografías de hombres y mujeres por quienes ya sentía afecto. Desconocidos de rostro amable, tan parecidos a cualquier miembro de mi familia que el solo penasmiento que podía ser cualquiera de ellos - en un futuro distante, fragmentados, olvidados - me hacia sentir dolor. La tia espero que guardara el album en mi morral y luego se inclinó para besarme en la frente, un gesto muy raro en ella. La abracé, un poco desconcertada.
- Oye...¿Estás bien?
- Lo estoy. Me alegra que te hayamos educado para soñar, en lugar de conformarte.
No entendí mucho a que venía aquello, pero me gustó la frase. La abracé con fuerza y ella me acarició el cabello.
- Ve en buscas de esos nombres. Y ven para que me cuentes que ocurrió.
Le obedecí. Por semanas, dediqué tiempo y esfuerzo en intentar desentrañar el misterio del album olvidado, sin lograrlo. Visité parientes de todas partes del país para mostrarle las fotografías, me frustré cuando ninguno de ellos pareció reconocer a los retratados. Escuché las historias de parientes lejanos, que quizás entristecidos por el hecho de no poder ayudarme mejor, me obsequiaron viejísimas anecdotas, recuerdos hermosos que me asombraron por su valor. Así me enteré que mi tia O., a quien casi no conocía, había vivido por diez años en Buenos Aires y había trabajado en "la biblioteca más extraña del mundo, donde los libros despertaban al amanecer". O que tio P., a quien sólo conocí por sus elegantes fotografías conservadas por su madre en portarretratos de plata, era un gran jinete que montaba por los Campos del Estado Apure "como una criatura mitológica", dijo su viuda, con los ojos radiantes de felicidad por recordarlo. O que mi abuela era una apasionada amante de la fotografía que llevaba una cámara Olympus a todas partes y que en más de una ocasión, lamentaba no haber prestado más atención "a ese amor desesperado".
Pero entre las cientos de historias que escuché, recopilé, disfruté y atesoré, no encontré la de las fotografías. De hecho, el misterio parecía más esquivo aún: varias de mis primas lejanas habían de hecho reconocido a varios de quienes aparecían en ellas, pero eran incapaces de recordar su nombre o quienes eran. Mi prima U., tan vieja que parecía desmigarse en senilidad, levantó una de las fotografías y la miró a la luz del atardecer de su casa en Maracaibo, con los dedos hinchados por la gota y el pulso tembloroso por el insomnio de la vejez.
- Mira, esta muchacha se parece mucho a ti - opinó. Me mostró la chica que muchas veces había mirado, un poco desconcertada por encontrar un parecido tan enorme entre ambas - es raro cuando los rostros del olvido flotan en la historia que se olvidó.
Reconocía la frase. La había leído en unos de los Libros de las Sombras de mi casa. Me recordé de niña, escribiendola con los dedos tensos sobre el lapiz, garabateando una a una las palabras con enorme esfuerzo. Se me hizo un nudo en la garganta sin saber exactamente el motivo. Mi prima chasqueó la lengua cariñosamente y me pasó una mano callosa por la mejilla.
- Mija, hay que aprender que la memoria es algo grande. Es algo salvaje, indómito - suspiró. Me devolvió la fotografía con uno de sus gestos temblorosos - es probable que toda la historia de esa gente esté perdida para siempre. Lo sabes ¿Verdad?
- Lo sé.
- No te entristezcas.
- Claro que sí.
Se levantó con esfuerzo de la silla de mimbre donde estaba sentada. Me hizo una seña que la siguiera por el corredor de las Margaritas marchitas hacia la calle. A esa hora, el calor en la ciudad de Maracaibo era un único resplandor dorado e incandescente, casi irrespirable. Pero a mi me pareció hermoso, casi doloroso en su delicadeza. Tia me puso una mano en el hombro.
- Ven acá.
Caminamos juntas por la calle, despacito. Ella apoyó su mano en mi hombro, encorvada por casi nueve décadas de vida. Le tomé de la mano con delicadeza y respeto. Ella apretó mis dedos con enorme cariño.
- A veces, mi amor, las historias vuelan. Tienen alas propias - dijo. Caminamos alrededor de una placita multicolor donde jugaban un grupo de niños bulliciosos, un pequeño grupo de bancos con muchachas sentadas en ellos - Las intentas atrapas, corres detrás de ellas...pero no las alcanzas. ¿Tu sabes eso?
Asentí. En Brujería se dice que las historias pertenecen a quienes pueden sostenerlas entre los dedos abiertos, soportar su peso y su luz. Y que vuelan por necesidad, se alejan hacia el infinito si necesitan hacerlo. Sabía a que se refería la prima. Ella sonrío, desdentada y adorable.
- Entonces sabes que a veces, la historia hay que hacersela uno mismo. Coserla, elaborarla otra vez. Ponerle nombre. No se olvida lo que carece de nombre. Se olvida lo que se pierde entre las sombras de la memoria.
Me detuve. Prima también lo hizo. Su cabello blanco y trenzado le caía sobre el hombro derecho pesado y brillante. Una especie de rio de plata entre el paraje multicolor de su vestido. Sonreí.
- ¿Entonces la respuesta es crear una historia nueva para todos ellos?
- Soñar hija - dijo mi prima. Una bruja tan anciana y bella que en ocasiones parecía encarnar toda la sabiduría del mundo - Soñar siempre será la respuesta.
Me abrazó. De pronto, todo el calor de Maracaibo pareció hacerse un único resplandor, una fragmento de luz solitario en algún lugar de mi mente.
Mi tia E. abrió la puerta sorprendida. Después de todo, faltaban unos minutos para la media noche y había estado tocando al timbre con insistencia por casi cinco minutos antes de lo que hiciera. Llevaba una impecable pijama y el cabello cobrizo recogido en una redecilla. Parpadeó bajo la luz del porche de su casa.
- Espero que haya una buena razón para este escándalo a esta hora - me dijo con su tono severo. Levanté el álbum que llevaba entre las manos.
- Vamos a darles un lugar en la familia, por favor.
Tia me miró, bizqueando sonnolienta y después sacudió la cabeza, con cierto aire resignado. Entré a su casa como un vendaval, con el corazón latiendo muy rapidamente.
- ¿Conservas el Edredón familiar verdad? - pregunté. Ella no respondió - Es el olvido, que tiene alas - dije, intentando recordar la frase que mi abuela había bordado en el edredón de retazos. Sacudí la cabeza - es el recuerdo que...
- Puedes atrapar entre los dedos. Que vuela hacia las estrellas y la Luna, que jamás deja de susurrar tu nombre - musitó mi tía. Ladeó la cabeza para mirarme con los ojos aún un poco nublados por el sueño - ¿Descubriste la respuesta?
- ¿Ya la sabías?
- El corazón de una bruja....
- Esta lleno de secretos y pequeños misterios, ya lo sé - reí - ¿Lo haremos?
- No puede ser de otra forma.
Nos sentamos juntas en la madrugada fresca de Caracas con el enorme edredón familiar entre ambas. La tela tenía el olor de la albahaca, del Romero, de las decenas de hojas y ramas tejidas en la tela. De pronto lo miré y me sorprendió su longevidad, su humilde belleza. No se trataba de una pieza de tela lujosa, mucho menos costosa. Era Dril y también seda muy vieja, parches de Lino muy viejo, horadado por la edad. Y aún así, era hermoso. Con sus dibujos intricados, las diminutos dibujos bordados y elaborados por tantas manos familiares a través de las décadas. Cuando tomé la primera fotografía entre los dedos, mi tia me dedicó una de sus enigmáticas sonrisas.
- Que La Luna Bendiga...
- El saber de la memoria - completé.
Cosí el papel a la tela con una torpe dedicación que no podía compararse con la habilidad de mi abuela, la delicadeza de mis tias, la prodigiosa delicadeza de mi prima M, cuyas labores de pasamanería aún me asombraban. Pero cada puntada era una sonrisa, un nombre, una bendición hacia el rostro desconocido que de pronto dejó de serlo y volvió a ser parte de la familia. Porque quizás su historia estaba perdida para siempre, quizás nunca sabría quienes habían sido o a quienes habían amado, pero ahora, en el edredón familiar, formaban parte de un eslabón de nuestra memoria, de una idea perpetua. De un pequeño milagro del espíritu creador.
Me llevó horas completar la labor. Finalmente, mi tia extendió el edredón sobre el suelo y la decena de fotografías parecieron flotar sobre el infinito azul de la tela que los sostenía. De nuevo, rodeados de palabras y pequeñas escenas. De nuevo reales, más allá de ese olvido de cenizas. De la puerta cerrada de la imaginación. Me incliné y acaricié con la yema de los dedos la fotografía de la chica que tanto se parecía a mi, esa pariente desconocida a quien había intentando devolver su nombre y ahora obsequiaba su identidad a las estrellas.
- Para siempre con nosotras - recité la vieja invocación en voz baja, pero tuve la impresión que mi voz llenaba el mundo - para Siempre, parte nuestra.
La chica de la fotografía pareció acentuar su sonrisa amable. Y tuve la impresión, en ese silencio cuajado de estrellas de la Madrugada con olor a montaña, que quizás así era. El espíritu libre del silencio, elevándose hacia la trascendencia.
C'est la vie.
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