miércoles, 24 de junio de 2015

Todos los rostros de la Venezuela rota: Los sobrevivientes.





Miro el último rollo de papel higiénico del paquete con cierta sensación de angustia que me lleva esfuerzos comprender. Después de todo, esta noción sobre la escasez es relativamente nueva para mi, aunque en mi país, hace más de seis años que se ha hecho una costumbre silenciosa y resignada para buena parte de la población. Así que, mientras miro el papel blanco y liviano aún intacto, me pregunto si tengo derecho a quejarme, a preocuparme, a sentir este dejo de humillación que no sé explicar muy bien. O mejor dicho, no acepto con facilidad.

El último rollo del paquete. La preocupación y algo muy parecido a la amargura me sofoca, me agrede como un pensamiento con el cual no sé muy bien como lidiar. Se trata de algo cercano a la frustración, pero también es mucho más duro de asumir. Se trata de comprender que llegué a a la frontera de esa normalidad aparente y engañosa que por años, se ha convertido en parte del cotidiano Venezolano. Una normalidad que no existe, que no es otra cosa que una imagen ficticia y prefabricada con un enorme esfuerzo de imaginación. Porque el país dejó de ser normal desde que el pequeño caos diario invadió cada espacio, cada límite de lo que somos. Se hizo doméstico. Algo de todos lo días. De pronto, no se trata de “La crisis”, una idea general y brumosa que no define otra cosa que el miedo. Hablamos del horror de una situación de infinitas implicaciones, que parece estar en todas partes. Que forma parte de un paisaje común que dejamos de comprender y que recorremos con la torpeza de quien camina a ciegas.

Para cualquiera que no sea Venezolano y no viva en Venezuela en este preciso momento histórico, la sensación que describo antes puede parecer exagerada, incluso melodramática. Y entiendo la percepción: no es fácil explicar esa permanente zozobra, la incertidumbre que te acompaña a toda hora. Hablamos de esa idea brumosa que define cada cosa que haces, en cualquier lugar que te encuentres. De manera que cuando hablo del último rollo de papel higiénico del que dispongo no sólo me refiero a ese artículo tan vulgar, tan corriente, tan común sino al hecho que No sé donde — o cuando — podré adquirir otro: durante los últimos tres meses, el artículo ha desaparecido de los anaqueles, como otros tantos en los comercios del país y de pronto, se ha transformado en el símbolo de la debacle, de la idea de la Venezuela rota, depauperada, que debemos soportar. La herencia del enfrentamiento político, esa tierra arrasada del debate insustancial y la política del odio que durante dieciséis años ha sido la idea política en Venezuela. Así que no se trata sólo de un rollo de papel higiénico — o al menos, no del todo — sino del hecho que representa este dolor humillante, esta sensación de encontrarme en ninguna parte. Sobreviviente a una guerra desconocida que jamás ocurrió.

Tomo el rollo del papel y lo coloco sobre el dispensador en la pared del cuarto de baño. Pienso en que nunca antes había pensado en un artículo de baño como una símbolo de lo que vivo. Pero debo admitir que no es la primera vez que la escasez parece limitar y transformar mi concepto de país. No sé exactamente cuando comencé a notarlo, pero el hecho es que poco a poco, el desabastecimiento, la restricción de los servicios básicos, la inseguridad, el terror al futuro inmediato, parecen cercenar cualquier percepción sobre mi identidad y gentilicio de una manera que nunca esperé pudiera hacerlo cualquier cosa. Porque en ocasiones — y más de las que puedo admitir — Venezuela es esta sensación agónica, rota. Esta puerta cerrada que no lleva a ninguna parte. Esta caminata entre anaqueles vacíos con un leve olor añejo en un establecimiento comercial empobrecido. La mirada sobre el hombro, pesarosa y aterrorizada, mientras camino por la calle entre la multitud de ciudadanos resignados. Es la realidad, que me acosa, que parece aplastarme aunque intente huir de ella, aunque lo haga a diario de la mejor forma que puedo. Pero Venezuela es ineludible, es una cárcel invisible. Una condena por un delito anónimo.

— Hace cinco años no habría podido creer que yo podría soportar esto . Lo peor es que ahora lo soporto y no recuerdo realmente como era vivir sin las colas, sin el numero de cédula. Te acostumbras, aunque te resistas. Te acostumbras incluso aunque no lo sepas — me dice A., una de mis amigas. La he telefoneado hace un rato para preguntarle si quería intercambiar varios tubos de pasta de dientes por papel higiénico. Y aceptó, sólo que me advirtió sólo podría darme un par. “No hay tantos como para negociar” bromeo. Cuando nos encontramos, nos sentamos una frente a la otra en la mesa del café, sin mirar las bolsas de plástico que llevamos. Sin querer asumir que Venezuela se ha convertido en este sabor amargo, esta sensación rota.

No sé que decir a eso. Aprieto las manos y tomo el café sin azúcar que compramos en el pequeño local. Al llevarnos la carta, el mesonero nos advirtió que el local no disponía de azúcar. Lo dijo en tono aburrido, cansado, un poco distraído. Como si fuera cosa de todos los días. Como si la escasez se hubiese instalado en su vida con tanta facilidad que no tuviera que lamentarla ni temerla. Pero yo sí la lamento y la temo. Paladeo el café amarguísimo y siento el escozor de las lágrimas al fondo de los ojos. Pero las contengo lo mejor que puedo. No tiene mucho sentido llorar ni lamentarse. Este es el país que transitamos, este es el país que heredamos de una estafa histórica.

— ¿Cuando tiempo se puede vivir así? — continúa mi amiga. Lo dice con un pesar profundo y lento, casi anciano. Me sorprende el tono de su voz: A. tiene apenas ventiocho años cumplidos, es una profesional exitosa, una mujer fuerte y sana. Pero aquí estamos, pienso, sentadas en un café que te sirve el café sin azúcar, para intercambiar artículos de primera necesidad que no podemos comprar, para temer una Venezuela que ninguna reconoce. ¿Como se transita por este dolor sordo del gentilicio malogrado? ¿Como se puede soportar esa idea lineal y quebradiza de un país que se transformó en una trampa.

— No lo sé — le digo — a veces creo que Venezuela dejó de existir y vivimos en la mitad de la nada, un proceso incompleto. Una idea sobre quienes somos que no llega a ninguna parte. Y ni eso, puede explicar esta Venezuela arrasada, este país sin nombre.

Mi amiga suelta una carcajada sin alegría. Hace años, me acusaba de mirar a Venezuela con enorme romantiscismo. De insistir en la esperanza, a pesar del conflicto, de la creciente crisis económica, de la inseguridad en todas partes. En una ocasión discutimos en voz alta, a gritos, sobre el hecho que yo aún tenía la percepción de una Venezuela posible, una reflexión sobre el futuro creándose así misma a medida que se profundizaba la toma de conciencia sobre la circunstancia que soportábamos. Pero A. parecía demasiado dolorida, en carne viva, para comprender un país a trozos, sin identidad. Un país donde el enfrentamiento carece de sentido o forma. Un país que se quedó sin historia, que intenta crear una sin lograrlo y que perdió el futuro a fuerza de dolor y de miedo. “No entiendes a Venezuela y eso es tu tragedia” me gritó en esa oportunidad. “Este país no te quiere, no te acepta, no quiere nada de ti. Para este país no existes. Y algo día lo vas a entender”.

Dejamos de hablarnos por meses, pero no olvidé sus palabras. No podía, la verdad. Las recordaba en todas partes, en los días de furia y de miedo, en los momentos de desazón y odio. Y fue en las palabras de A. en las que pensé cuando un desconocido me apunto a la cara con un arma y estuvo a punto de disparar. Pensé en el país que no me quiere, que me aborrece. Que no me reconoce como parte de su historia. ¿Y que pienso yo sobre Venezuela? No supe que decir cuando A. fue a visitarme a casa luego del asalto. Me dio un abrazo largo y fuerte, me preguntó como me encontraba. No mencionó la pelea. Pero yo se la recordé. Se encogió de hombros cuando le di la razón sobre lo que me había dicho.

— Habría preferido no tenerla — comentó en voz baja. Me miró, cansada y abrumada, una anciana de veinte y tantos años, rota por la angustia — Pero sabía que la tenía.

Han transcurrido casi dos años después de eso. Venezuela continuó deteriorándose, conviritiéndose en un entorno vacío y destrozado de una historia que nadie recuerda o no quiere recordar. En unos meses A. intentará emigrar, yo aún intentó tomar la decisión sin saber cual será. Pero por ahora, nos miramos una a la otra, en este café con pocos clientes, en esta tarde lluviosa de la Caracas rota, sin nombre.

— Entonces, no somos nadie — sigue diciendo, como si continuáramos alguna conversación que no recuerdo. Pero claro que sé a que se refiere. Hace meses, me comentó que una mujer desconocida la empujó y le arrancó las bolsas de compras en mitad de la calle. Un hecho extravagante que incluso saltó a las columnas de algunos periodicos de la capital. Me contó que aún recordaba el rostro cansado y enfurecido de la mujer que la había atacado: una mujer joven, con un jean ajustado y una camiseta colorida. Le sacudió los brazos, la golpeó con furia. Y después corrió calle abajo, con las dos bolsas entre los brazos. Una escena de pesadilla, que A. recuerdo con completo detalle. Y también la sensación de horror, de perdida. ¿En quienes nos hemos convertido?

— Creo que en algún punto, perdimos la idea sobre quien podríamos ser o cual era la percepción que teníamos sobre Venezuela — le explico. Aunque en realidad, solo pienso en voz alta. Miro a mi alrededor: la multitud de transeuntes que caminan de un lado a otro, es la misma de hace dos años, de cuatro, de diez. El tráfico ensordecedor, el calor de Junio sofocándonos a ambas. Y sin embargo, algo en Venezuela cambió, se transformó, se convirtió en una idea mucho más profunda y dura. Amarga, elemental, sin forma. Porque Venezuela es y a la vez no puede ser. Porque Venezuela existe para quienes la recordamos, para quienes añoramos a un país devastado que sólo es un recuerdo en alguna memoria sin mucha forma. Porque la Venezuela que añoramos, quizás nunca fue real. Sino esa noción de bienestar que comienza y termina con la percepción de una sociedad a fragmentos, en ninguna parte. ¿Quién es Venezuela ahora mismo?

A. suspira, levanta la bolsa de plástico y la pone sobre la mesa. Hago lo mismo. Por un momento, la imagen me parece irrisoria, casi humorística. Dos rollos de papel higiénico envueltos primorosamente en papel de fantasía para que no parezcan justo lo que son: una de esos artículos que asociamos con la intimidad absoluta, con un tipo de primitiva identidad que nadie desea mostrar o admitir que tiene. Porque vamos, todos vamos al baño ¿No? pienso con un tono humorístico que incluso en mi mente resulta falso. Pero no se trata de esa salvedad, del hecho mismo de comprender y asumir esa mera reacción biológica. Es algo más austero: Uno de esos pequeños secretos vergonzosos de la cultura. Pero allí esta, bien expuesto y evidente. Y con esa imagen, la del país engañoso, que se sostiene sobre una idea de normalidad quebrantada y falsa. Casi repugnante. Con un suspiro, tomo el papel y lo guardo en mi morral. Mi amiga toma la pasta dental y la mira. Sonríe con una sonrisa seca, dura, que es sólo una mueca.

— Bueno, ya puedo lucir con una mujer que se baña a diario y se lava los dientes unas cuantas semanas más.

Allí está el meollo del asunto, pienso con un sobresalto que casi me produce vértigo. Fingir que aún esta debacle de proporciones impensables, es la normalidad. Que la cola inevitable, que la escasez que se extiende en todas partes, de la bala que lleva tu nombre, es la normalidad. Que esa sensación de terror que de vez en cuando te abruma, de entender que Venezuela te roba las esperanzas, te aplasta bajo su intrincada red de controles y te somete a la voluntad del poder que te ignora, es la normalidad. La normalidad del miedo, la normalidad del limite. La normalidad de aceptar la debacle como inevitable.

De nuevo, las lágrimas. Y de nuevo, las contengo. Un esfuerzo de voluntad tan enorme que me deja sin respiración. Mi amiga me mira, no dice nada, termina su café, sacude la cabeza. Nos quedamos en silencio en ese café que parece normal pero no lo es, en esa escena que parece normal pero no lo es. Y de pronto, me pregunto, hasta cuando podremos soportar ese pensamiento, esa necesidad de asumir esta grieta histórica inconcebible como un país viable. Como una forma de supervivencia.

No lo sé, pienso más tarde. Miro los tres rollos de papel higiénico dentro del anaquel y me digo que aún, tengo tres semanas o un poco menos, para creerme ese engaño monumental del país a medias, de la historia completa. De la Venezuela real. Tres semanas para enfrentarme de nuevo a la idea de la brecha que me separa de la simple comprensión de este gentilicio roto que dejó de pertenecerme, que no reconozco pero que llevo como una cicatriz que nunca llega a sanar.

El país que es tierra arrasada. Una pequeña tragedia privada. Un país sin identidad.



C’est la vie.

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