sábado, 11 de julio de 2015

De la voz del infinito y otras historias de brujería.




La primera vez que me castigaron en el colegio de monjas bigotonas donde estudié, fue por decir que Dios era mujer. Lo dije sin malicia, apenas un comentario en voz alta que hizo que la clase completa enmudeciera por completo y me dedicara miradas escandalizadas. La maestra apretó los labios, entre incómoda y preocupada.

- ¿Te refieres a la Virgen María?
- No, a la Diosa.
- No hay ninguna Diosa. Hay un Dios, que es el Padre de todos.
- Pero yo creo en la Diosa.

Una de las niñas a unos cuantos pupitres donde me sentaba, soltó una risita burlona. Dos más unieron cabezas para cuchichear entre ellas. La maestra golpeó con lapiz la orilla del escritorio, un Toc toc toc lento y casi amenazante que me inquieto. Finalmente me hizo una seña con la mano para que me acercara. Le obedecí. La clase me siguió en un murmullo inquietante.

- ¿De qué hablas con eso de la Diosa? - me insistió en un cuchicheo. Me encogí de hombros.
- De la Creadora de todo, de la que dibujo el cielo con los dedos y... - la mirada de la maestra me hizo callar. Era dura, acerada y firme, la misma que usaba para reprendernos en clase y sobre todo, para imponer disciplina. Era una mirada llameante, llena de mil reproches. La utilizaba cuando alguien no llevaba las tareas de biología, cuando alguien se aburría en clase y comenzaba a hablar con la compañera de pupitre, cuando soltaba una risita por un chiste ocasional. Era un gesto terrible que a mis diez años me pareció anunciaba problemas. Muy graves problemas.
- No hay ninguna Diosa - repitió. Lo hizo recalcando palabra por palabra - hay un Dios. ¿Entiendes? No sé quien te ha dicho esas supercherias y locuras, pero sólo hay un Dios Padre en el Cielo. Y la única mujer allí es la Virgen María, Madre de su hijo Jesucristo, ¿Entendiste?

De verdad quise mover la cabeza y decir que sí. Me habría encantado zafarme del problema con toda tranquilidad y sobre todo, con enorme sutileza. Decir "sí, es Verdad" y hacerme la idea que la Diosa de la que hablaban en mi casa era una fantasía doméstica, una leyenda de mi familia sin mayor importancia en el mundo real. De aceptar, en esa tarde calurosa de viernes, durante la última clase del día, que la Diosa sólo era una idea imaginaria, una de tantas de las que se le podían ocurrir a una niña como yo. La tentación fue muy fuerte para hacerlo: el silencio y las burlas entre risitas de mis compañeras de clase, la mirada de acero de la maestra y...esa sensación de no encajar en ninguna parte. El temor de lo que había aprendido junto a mi abuela y el resto de las brujas de mi casa, fuera solamente una manera equivocada de ver el mundo. ¿Y si era así? me pregunté apretando los labios, con los dedos de las manos convertidos en un nudo rigido. ¿Y si lo que mi abuela me había dicho era sólo algo sin sentido? ¿Una de las cosas que se le ocurren a los adultos? Después de todo, nadie que conociera creía también en la Diosa. Nadie...

Entonces, y como si ese instante de silencio se alargara de manera casi antinatural, recordé una escena: A mi abuela, tias y primas, de pie en el jardín antipático de la casa, llevando el cabello trenzado y vestidos blancos confeccionados en casa. Los brazos levantados sobre la cabeza, el rostro vuelto hacia La Luna. Y sus voces, tan nítidas y cristalinas como las de un sueño, danzando en la oscuridad como en un sueño exquisito. Y la emoción me embargó, una ráfaga brillante que me sacudió de los pies a la cabeza, que ordenó mis pensamientos y me brindó una extraña fortaleza que no me expliqué de donde podía venir. Porque de hecho, pensaría después, no veía de ninguna parte. Era algo firme en mi interior, intocado y poderoso al que no encontré nombre ni lugar, pero agradecí tener.

- La Diosa existe. Es mi Madre y la suya. Nos dio a luz para asombrarnos con las maravillas de la naturaleza y aprender de ellas - recité de un tirón lo que había leído en el libro de las Sombras de mi abuela. Las mejillas se me colorearon de verguenza y emoción, sentí las manos húmedas de sudor contra la falda de colegio. Pero me alegro escucharme decir aquello, haber podido decirlo en voz alta - y yo creo que existe. Y yo me alegro que exista.

La boca de la maestra se volvió una linea fina de tensión. Vi venir el castigo como una mueca de puro disgusto formandose con lentitud en su piel, acomodando sus rasgos en una fea máscara de furia. Las cejas se le subieron a la raiz del cabello, la piel de los pómulos se le llenó de manchas carmesí y sentí su furia en la respiración agitada, los ojos muy brillantes y abiertos. Me quedé de pie, esperando, con el corazón latiendome muy rápido y con miedo claro. ¿Como no tenerlo? Pero también algo más. Algo más fuerte, elemental, simple. La conciencia que no podía decir otra cosa.

- Y entonces os han dejado sin recreo un mes.

El padre Antolin me miró con simpatía cuando le conté mi historia. Era el confesor de las monjas del colegio y también un hombre inteligente que me agradaba muchísimo. Era un anciano colosal, de mofletes enrojecidos, ojos azules muy despiertos y boca risueña. El hirsuto cabello blanco le salía de todas partes del craneo redondeado y cubierto de pecas y más de una vez me pregunté si el padre Antolin, que fumaba a escondidas - a juzgar por sus dedos amarillentos -, reía en voz alta y le encanta hablar sobre temas que aterrorizaban a las monjas, era quizás la persona más extraña que conocía. Y eso era bueno, solía pensar con frecuencia, mientras le escuchaba decir el sermón de la Misa de los Viernes - siempre tan divertido que escandalizaba a las monjas - y también, hermoso. Era como si bajo el rostro del hombre viejo, habitara un hombre desconocido que se asomaba de vez en cuando detrás de la sotana y el alza cuellos.

- Sí. Y me dijo que había cometido blasfe....Blas...

Me encogí de hombros. Todavía me resultaba dificil pronunciar la palabra, que por cierto no entendía y no tenía tiempo de haber buscado en el diccionario. Antolin frunció los labios y sacudió su enorme cabeza canosa con un gesto firme.

- ¡Vaya por Dios! ¡Que mujer exagerada esa maestra vuestra! ¡Por supuesto que vos no sos blasfema criatura! - sentenció. Lo miré con los ojos muy abiertos.
- ¿Y que es una persona blasfema?

Antolin pareció incomodo. Movió su enorme humanidad en el banco de la Capilla de la Escuela y suspiro. Lo miré, expectante. Como mi abuela, Antolin siempre respondía las preguntas y lo hacía bien, con largas e interesantes explicaciones y con muchísima inteligencia. Lo cual, claro, era la razón por la que le hacia tantas con tanta frecuencia y le perseguía de un lado a otro, para escuchar sus respuestas. Pero en esta ocasión parecía irritado, incluso un poco timido. Me comencé a preocupar sobre lo que podía significar - o no - aquella nueva palabra.

- Blasfema es una persona que ofende a la Religión - dijo por último - a las creencias divinas. Es algo muy grave para la Iglesia y hace mucho tiempo era un delito.

Me sobresalté. Un escalofrío de miedo me recorrió la espalda y dejé de balancear las piernas sobre el vacio que me separaba del suelo desde el banco. Comencé a preocuparme ¿En que lio me había metido? ¿Como era eso que había ofendido a la Iglesia? ¿Como lo había hecho?

- Para, para Chavalita - Antolin intentó contener el aluvión de preguntas con un gesto - para empezar, no eres Blasflema. Esa es una palabra muy general para describir algo que mucha gente no entiende en realidad. La religión, como cualquier otra cosa, es un conjunto de ideas. No ofendes a las Ideas. Las ideas son enormes y muy bonitas. Y siempre admiten contrastes. Quienes se ofenden son quienes apoyan esas ideas. Y son quienes inventaron la palabra "blasfemia" para definir ese malestar. Pero en realidad, vos sólo hablasteís sobre lo que crees y eso, siempre es bueno.

Ahora estaba confusa. Me rasqué la cabeza, intentado ordenar aquel montón de ideas sin sentido o que al menos, no lo tenian para mi. ¿Decir lo que uno cree puede ofender a otro? ¿Por qué? ¿Todos debemos creer lo mismo? ¿Puede ser terrible no hacerlo? Antolin suspiró cuando me escuchó.

- Ah, criatura, esas son preguntas más viejas que vos y que todos nos hemos hecho en algún momento - dijo con cierta tristeza - y no, no está mal creer en cosas distintas a la mayoría. Y tampoco defenderlas. No está mal mirar el mundo de manera distinta. Es una de las tantas maneras como se manifiesta la creación. Una de las tantas formas como la fe y la creencia brindan sentido a este Valle de lágrimas que nadie entiende muy bien y que con mucha ingenuidad llamamos nuestro mundo.

Vaya que eso era dramático, me dijo impresionada. Pensé de nuevo en la mirada de la profesora, en lo inquieta que se había puesto al escucharme hablar. Y recordé también lo que solía decir mi abuela "creer es una convicción sobre tus argumentos. Eso puede transformar el mundo". ¿En que podían transformarlo? ¿Que había más allá de todas esas reflexiones? ¿Por qué la Maestra había considerado ofendia a la Iglesia?

Por supuesto, tenía diez años. No lo pensé en terminos tan complejos y mucho menos, en ideas tan profundas. Pero si me inquietó el pensamiento que mis creencias - o la manera como me educaban en mi casa - se oponia frontalmente a lo que creían en la Escuela y la mayoría de la gente que conocía. Antolin me dedicó una de sus sonrisas torcidas de dientes amarillos al escucharme.

- Chaval, está bien creer en lo que a uno le plazca - me insistió - Mirad, Dios o como vos le decís, la Diosa puede tener miles de rostros y de nombres. Y al cabo describen lo mismo. Todos aspiramos a comprender que nos hizo nacer, hacia donde vamos. Si nuestra vida, con todos sus sinsabores, alegrías e historias, va hacia alguna parte. Tiene sentido. Lo llameis Dios o Diosa, el sentido es exacto: es la búsqueda insistente de algo más profundo que lo que podemos ver.

No supe que decir a eso. Me asombró que Antolin pronunciara la palabra "Diosa" sin asombrarse o disgustarse. De hecho, parecía muy tranquilo al hacerlo, como si el concepto no le resultara nuevo o desconocido, como si parecía serlo para mi maestra.

- Ah, no, pero claro que he escuchado sobre la Diosa. Y como vos la concebís - me comentó. Bajo la voz, se inclinó hacia mí - antes de cura soy curioso. Y cuando era muchacho, era más curioso todavía. Me gustaba leer y aprender. Y aunque después entregué todo ese Gozo y alegría por el conocimiento a nuestro Padre Bendito, lo sigo llevando a todas partes. Aprender es un don de Dios. Y también una de sus manifestaciones. O así lo veo ¿Eh?

Me mareó toda aquella nueva percepción sobre Antolin. Hasta entonces, le había visto como un hombre orondo y amable, con su gran cabeza canosa inclinada para escuchar pecados. Pero ahora...era casi como si se tratara de una persona distinta. Lo miré descaradamente de arriba a abajo - sabía que no me reprendería - y me asombré que aquel hombre enorme, alguna vez hubiese sido un jovencito. Un hombre que buscaba el conocimiento. Un "pensador" como diría mi abuela, que admiraba mucho a la gente que solía hacer preguntas y buscar respuestas. Sonreí.

- Entonces escuchaste de la Diosa - le pregunté. Asintió.
- Pues claro. No es un tema oculto, aunque lo parezca - me explicó con buen humor - la Diosa Creadora fue durante mucho tiempo una idea muy importante para muchos pueblos. Una idea bonita. Una idea frondosa de la que nacieron miles de ideas sobre lo divino y lo sagrado que aún conservamos. Muchas veces, leí sobre la Diosa mientras buscaba a Dios y me llegué a preguntar...

Se llevó un dedo a la boca, pensativo. Los ojos se le achicaron y se quedó mirando el altar radiante y precioso más allá. La Capilla de la escuela era un lugar acogedor, con su cúpula de piedra y mosaicos de porcelana, sus velas votivas colgado de las paredes y su enorme lámpara de cristal que se movía de un lado a otro. Lo único que me inquietaba de toda la sobria belleza, era la figura del Cristo crucificado a tamaño natural colgado en la parte más alta del arco central. La figura tenía un rostro dulce y cansado y siempre me producía escalofrío sus heridas abiertas y sangrantes, representadas con gran realismo por el autor de la Escultura. Pero mi abuela me había dicho se trataba de algo propio de las Iglesias Cristianas y que debía respetarlo. Así que cada vez que entraba a la Capilla le dedicaba una mirada y un pensamiento para agradecerle me permitiera entrar en su morada.

- ¿Qué te preguntaste? - insistí. Antolin pareció regresar de su mente con una serie de parpadeos confusos.
- Ah Chaval...no son temas para hablar aquí y con una jovencita como vos.

Esa si que era una respuesta extraña de Antolin y no me la esperaba. Lo miré mientras se levantaba con dificultad y caminaba hacia fuera de la capilla. No me moví, entre avergonzada y desconcertada. Él me miró sobre el hombro.

- Recordad, nunca dejeís de hacer preguntas.
- Nunca dejo de hacerlo - me sorprendí - tu lo sabes.
- Me refiero a que...no os dejeis etiquetar con palabras y regaños. Aprended lo que podáis siempre que podáis y creced. Sed vuestra propia maestra.

Lo miré alejarse por los caminos del jardin. Me quedé sola en la Capilla, con la cabeza llena de nuevas preguntas - ¿Cuando no? - y sobre todo, desconcertada por lo que acababa de decirme Antolin. ¿Ser mi propia maestra? ¿A que se refería? Miré el altar brillante, la curva hermosa de la cúpula, disfruté del silencio de los bancos vacíos. Me sentí de pronto profundamente libre, en esa soledad donde podía pensar lo que quisiera y como quisiera, sin temer que la Maestra se molestara. Miré de nuevo a Jesucristo, con su mirada cansada y la expresión llena de dolor. Me pregunté si se había hecho las mismas preguntas que yo o no las necesitaba, siendo el Hijo de Dios como me enseñaron las monjas. Pensé en ese lugar silencioso y amable. Un lugar para adorar lo Divino, pensé. Y también, para hacerte infinitas preguntas que nadie podía escuchar.

Sonreí, aunque no sabía por qué. Me llevaría años entender el motivo.

***

Mi abuela me escuchó con expresión de cierta irritación cuando le conté sobre las palabras de la Maestra y el castigo que debía cumplir. Pero como solía hacer en esos casos, se guardó su opinión y prefirió preguntarme como me sentía al respecto.

- No me molesta el castigo. Me molesta...

En realidad, era dificil explicar la sensación que me había hecho sentir la furia de la Maestra, la conversación con Antolin, ese largo rato a solas en la Capilla de la Escuela. Era una especie de confusión de sensaciones, no totalmente desagradables pero tampoco, bonitas. Era algo más amargo, duro de comprender, pero también más profundo. Confundida por aquellos pensamientos extraños, miré unos minutos la bonita cocina de mi abuela, con sus muebles viejos de madera, sus ventajas cubiertas por cortinas caseras y las hierbas colgadas del techo, mientras decidía que decir.

- Me molesta que la Maestra crea que la Diosa no existe.

Así de simple. Una idea que me había atormentado durante horas, que me seguía atormentando incluso en ese momento. Mi abuela asintió mientras cortaba con enorme cuidado las verduras para la sopa de la noche. La expresión de su rostro seguía siendo extraña, entre dura y un poco inquieta, como si mis palabras le preocuparan de una manera que no podía comprender.

- ¿Y que crees tu? - me dijo de pronto. Levantó la cabeza. Me miró con sus grandes ojos color miel muy firmes y serenos.
- ¿Yo que creo?
- Sí, ¿Te parece que la Diosa existe o no?

Suspiré. Vaya, eso si que era una pregunta dificil. Porque en realidad no sabía cómo contestarla. Sabía sobre la Diosa por lo que ella me había contado, por lo que ella creía. Por sus historias sobre Brujería, por lo que enseñaban mis tías y primas. ¿Pero que pensaba yo sobre eso? Pensé de nuevo en la imagen que había recordado mientras la profesora me reprendía. En otras tantas muy parecidas. En la sensación que me producía mirar por la ventana al amanecer. El olor del sol en la madera de mi habitación. La cúpula celeste cuajada de estrellas. El Ladrido alegre de nuestro perro Capitán. El olor de la lluvia, el sonido de mi voz al reir. Sus palabras siempre sabias. Había algo que lo unía todo, aunque no sabía decir que era: Una línea que parecía sostener todas esas sensaciones espléndidas y privadas. ¿Diosa o Dios? Me miré las manos, confusas.

- Siento que hay algo en mi que me une a todo - dije. Ni yo misma entendía ese pensamiento pero lo más cercano a los sentimientos que en ese momento me embargaban - que es bueno, bonito e importante. Que me hace preguntarme, que me hace reir. No sé...¿Eso es la Diosa?

¿Eso es Divino? habría sido la pregunta correcta, pensé años después al recordar esa conversación. Pero mi abuela - la sabia, la bruja - lo comprendió en esa ocasión. Esa descripción sencilla e infantil sobre lo Sagrado. La divinidad como parte de todo.

- Hace muchos siglos, el Dios cristiano se concebía como parte de una idea mucho más amplia - me dijo, luego de unos minutos de silencio - se veneraba a la Idea de los dos aspectos de los Divino: El Dios Padre y la Diosa Madre. Era algo muy común en los pueblos y tribus. Se asumía que si un niño había necesitado un Padre y una Madre para nacer, también todo lo que conocemos. El Mundo mismo.

- ¿De verdad? - pregunté impresionada. Ella sonrío.
- Sí. Se le llamaba la diosa Asherah, a quien también se le llamó Astarot,y que es en cierta forma la misma  Ishtar que adoraban los babilónicos y la Astarte  griegos, arquetipo del divino femenino: Luna, Tierra Venus - me explicó. Me perdí en aquella profusión de nombres exóticos - lo quiero decir es que la idea sobre el Mundo como parte de la vida, de una Diosa que creaba junto a Dios es muy antigua, celebrada y conocida por muchas religiones.

- ¿Y que pasó que ya nadie se acuerda? - protesté. Abuela sonrío.
- La historia siempre la cuentan los vencedores y este caso, el Cristianismo venció a las Tradiciones más antiguas e instauró su nueva versión del mundo - dijo - pero sí, antes de la percepción de Dios Padre, hubo una Madre. Una Diosa espléndida que abría los brazos para celebrar a sus hijos, para enseñarles sobre la vida y la muerte, lo bello y lo temible, lo bueno y lo malo.

La idea me desconcertó. Recordé a Antolin, sentado en el banco de la Capilla de la Escuela, con los ojos abiertos y confusos, abstraído. ¿Era eso lo que no me había dicho? ¿Por qué no lo había hecho? Mi abuela me dedicó uno de sus guiños maliciosos cuando se lo pregunté.

- El conocimiento llega cuando tiene que llegar. Y en lo que crees y la fe, como cualquier otro, forma parte de tu vida, no la de otro - me explicó - tu hablaste sobre como te hace sentir el amanecer, el olor del sol y las cosas hermosas del mundo. Para ti, eso es sagrado. Para ti eso es digno de agradecer y sonreír. Eso es una creencia, y tu manera de creer. Para el Padre Antolin lo es Dios. Cada quien tiene su trozo de verdad, pero juntas forman una idea muy grande.

Esa frase me desconcertó, me dejó sin aliento. Mi abuela siguió cortando con cuidado los trocitos de verdura y permitió que el tiempo transcurriera en silencio, como si supiera que yo necesitaba pensar todo aquello. Finalmente, solté una bocanada de aire, confusa.

- Todo es tan raro. ¿Por qué creer es tan dificil?
- Porque es humano.

Pensé en esas palabras, por horas. Lo hice al día siguiente, cuando cumplía mi castigo en la Capilla, mirando al Jesucristo enorme suspendido entre las velas radiantes. Me hizo sonreír cuando Antolin volvió y se sentó a mi lado, con sus movimientos lentos de anciano.

- Creer es un poco de muchas cosas - dijo entonces, como si nuestra conversación no se hubiera detenido - creer es aspirar a la verdad.
- Que es humana.
- Que es Divina también.

Pensé en que podía ser ambas cosas. O quizás, una brecha entre todas las ideas que me interesaban y me asombraban, que quería saber y que deseaba comprender. Pero no dije nada. Antolin tampoco. Nos quedamos mirando el altar y tuve la sensación que esa era una conversación tan profunda como la que habíamos sostenido antes. Como las muchas que  probablemente sostendríamos después. Pero por ahora, todo era cuestión de aprender y comprender que creer es una forma de mirar el mundo, me dije contemplando el altar, las piedras a su alrededor, las lozas de Mármol extiendose como un lento camino de belleza. Una forma de soñar y aprender.


C'est la vie.

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