miércoles, 29 de julio de 2015
Del espejo roto y otros terrores: La mujer que no existe.
Cuando conocí a Lourdes (es su nombre real y me pidió utilizarlo siempre que escribiera sobre ella), ya había superado con enorme esfuerzo el cáncer de mamas y se encontraba luchando, contra el de ovarios. La primera imagen que tengo de ella es la de un rostro sin edad ni género, cadavérico, con la piel amarillenta, los ojos muy grandes y asombrados. Y también recuerdo su sonrisa. Su conmovedora paciencia con mi miedo y mi preocupación por ella.
— No chica, ¡que hierba mala nunca muere! — se burló entre risas — ¡Puedo con esto y más!
Nos habíamos conocido por intermedio de un amigo en común. Por meses, yo había insistido que deseaba escribir sobre la mujer y los estereotipo sobre lo femenino. ¿Cuál es la idea que se tiene sobre el género en nuestro país? ¿Cómo se percibe a la mujer en nuestro país? ¿Cómo parte de una idea histórica, de un tópico que se repite hasta el cansancio? ¿Quiénes es la mujer, más allá de las convenciones sociales, de las ideas esenciales sobre su papel social y sobre todo, la percepción de la cultura sobre el deber ser? Era por entonces muy joven e inocente: con veinte años, estaba convencida que lo femenino era una combinación de ideas, una visión esencial de la que podía ser los esquemas sociales y tradicionales. Una imagen idílica que fácilmente podía dividirse entre las aspiraciones y la realidad. Un rol que se desempeña e incluso, una reflexión esencial sobre la identidad. Cuando mi amigo me escuchó ponderar sobre el tema, me miró con interés.
— ¿Deseas conocer a una mujer que rompe con todas esas ideas? — me preguntó. Acepté de inmediato.
En realidad no sé que esperaba, pero no se trataba por supuesto a esta sobreviviente de cabeza rapada y rostro demudado. A esta mujer desenvuelta que extendió la mano para apretar la mía con fuerza, que me miró a los ojos con absoluta franqueza. Pero una vez que la conocí, comprendí que justamente sería Lourdes — y gracias a Lourdes — que entendería el valor de esa necesidad de replantear lo femenino y también, la forma como la mujer se comprende. Esa reflexión ideal sobre lo que somos y por qué lo somos que por meses me había obsesionado y que Lourdes parecía entender mejor que nadie. Que encarnaba con absoluta firmeza.
— No tengo tetas — dijo en esa primera ocasión, sorprendiéndome. Siempre lo haría, en realidad — ni tampoco ovarios. Entonces ¿Que soy? ¿Un macho? ¿Un mutante?
Me miró, como si esperara respuesta a cualquiera de esas preguntas. Como si realmente existiera. Y yo me encontré titubeando, tomada por sorpresa. Con escalofríos recorriéndome el cuerpo. Cuando se arremangó el suéter de lana que llevaba para mostrarme su torso mutilado, sentí deseos de llorar. Pero me contuve.
— Dime, ¿soy una mujer? Pero piénsatelo. No me respondas cualquier guevonada.
La miré, como me pedía. A pesar del sobresalto, del miedo que me hizo sentir aquella imagen inquietante, como de pesadilla. Porque donde debía encontrarse la redondez del seno, la delicada y familiar curva del pecho, había una cicatriz pendular le subía del costado al hombro. La carne carmesí convertida en un nudo bulboso que sobresalía de la piel de manera casi dolorosa. La piel a su alrededor tirante y mal curada. Una línea que cortaba la piel blanquísima y pecosa como un tajo de inenarrable tristeza. Cuando se cubrió otra vez, me quedé con las manos sudorosas apretadas contra el vientre, la boca seca del susto. Las lágrimas invisibles escociéndome. Pero Lourdes sólo me miró, con una franqueza desarmante, esperando.
— ¿Qué opinas muchachita? ¿Eres escritora entonces? Hazte las preguntas. ¿Soy una mujer?
Me quedé de una pieza. ¿Por qué insistía en preguntarme eso? ¿Por qué la idea parecía obsesionarla? Me sentí profundamente incómoda, como si de alguna manera, el cuestionamiento de Lourdes (Su mirada rotunda, sus manos flacas y amarillentas abiertas sobre sus rodillas, en un gesto firme) desafiaran cualquier definición, todas las ideas que hasta entonces había tenido sobre lo que una mujer podía ser o debía ser. Lourdes, con el craneo rapado cubierto por una pañoleta colorida. Lourdes, con el rostro blanco y óseo, sin pestañas ni cejas. Lourdes con el cuerpo pálido y delgado. Pero tan viva. Tan radiante a pesar de todo. Tan fuerte en su mirada resuelta, tan exquisita en su perfil trágico. Mirándola, comencé a hacerme sus mismas preguntas, pero también, a enfrentarme a mis temores. A ese dolor de puro terror que nacía de alguna raíz esencial de mi mente. ¿Quiénes somos? ¿Qué es realmente la feminidad? ¿Qué podría definirla? ¿Cómo se percibe así misma una mujer?
Pensé en la barata imagen de la mujer que se construye en Venezuela. Esa distorsión estética que ensalza un tipo de feminidad irreal e idealizada que todos asumimos por cierta. La inefable Miss con sus pechos artificiales y su figura esbelta. Pero también pensé en la percepción de la mujer Universal, esa desfiguración comercial de lo femenino. La mujer imposible de delgadez extrema, la mujer voluptuosa y vulgar. Todas las idealizaciones de una cultura superficial que asume lo femenino como una combinación de ideas simples, elementales, irracionales. La mujer como producto, como objeto. La noción de quien somos construida a partir de una visión brumosa sobre la identidad.
Miré de nuevo a Lourdes, que esperaba. Lourdes que llevaba cinco años de su vida enfrentándose a lo inimaginable. Lourdes, tan endurecida que me confesó que en ocasiones se miraba al espejo con furia, con odio, con repugnancia. Lourdes que había llorado horrorizada ante la masectomía. Lourdes que había enloquecido en pánico, al saber que necesitaría también una histerectomía. Lourdes que vivía cada día como el último, que se esforzaba por paladear cada hora y cada día momento. Que se apasionó por coleccionar escenas y visiones sobre si misma. Lourdes, que era madre y esposa. Lourdes, que aún usaba sólo un poco de maquillaje y que llevaba con coquetería la pijama de enferma, la bufanda en la cabeza, las uñas rotas bien cuidadas. ¿Qué nos hace mujer? me pregunté de pronto, ya no con miedo sino algo más parecido a la furia. ¿Qué hace a una mujer femenina? ¿Cómo se asume la identidad de género cuando no hay características obvias que lo definan? ¿Qué brinda sentido a esa noción sobre el estereotipo femenino que se hereda, se insiste como necesaria, cuando la percepción sobre quien somos se transforma en algo más? ¿Quiénes somos más allá de la idea genérica y en ocasiones terriblemente fragmentada e incompleta que se tiene sobre la mujer? No supe que responder a eso. Ni a Lourdes ni a mi misma. Un dolor sordo pareció abrirse como una brecha entre ambas.
— No sabes que decir, ¿verdad? — dijo con cierta amargura — Ni yo tampoco. No sabes que es preguntarse cien veces quien eres. Cuando ni tu misma te reconoces, cuando tu cuerpo deja de serte familiar. ¡Pero es que desde chiquitas nos insisten que es y como es una mujer! ¿Qué pasa cuando nada calza allí? ¿Dejas de existir?
Las anónimas. Fue el nombre que Lourdes le dio al grupo de mujeres con las que se reunía cada Lunes y viernes, todas sobrevivientes al cáncer, todas tan confusas y abrumadas por la nueva vida después de la lucha, que ahora padecían. Padecer, sí, me aclaró una de ellas cuando me sorprendí por la palabra. Se encogió de hombros, sacudió la cabeza.
— Mira, no se trata sólo de haberte curado del cáncer — me explica. Tiene una cicatriz larga y fina que le baja del hombro y se esconde en la línea floreada del vestido — sino de aprender a vivir con la nueva persona que eres. ¿Sabes lo que dicen? ¡Coño y no agradeces! ¡Está viva! ¿No deberías estar saltando en una pata pues?
Se toma un sorbo del jugo de naranja que Lourdes le sirvió. Las manos le tiemblan y entonces noto que la cicatriz del hombro continúa invisible bajo la ropa y emerge en el antebrazo. Sigue hacia la muñeca. La noto como un parpadeo de carne púrpura sobre la piel morena. Siento dolor, una sensación de angustia difícil de explicar. La misma que me produce su cabello ralo, las manchas pálidas en su barbilla. Esa fragilidad que el buen maquillaje y la sonrisa no disimulan del todo. ¿Qué es sobrevivir? ¿Contra qué sobrevivimos? me pregunto de súbito. No sé la respuesta.
— Pero no siempre estoy feliz. Estoy cansada, estoy cabreada, estoy abrumada — continúa, con su voz lenta y dulce como de miel. Una voz delicada, levemente ronca — no sé porque no me siento feliz. Me lo digo a toda hora. Quiero ser feliz. Pero no puedo. Que mal agradecida soy.
¿Lo es? La miro, junto con sus hermanas de cofradía. Las anónimas, me recuerdo otra vez. Las que nadie nombra, la que nadie vuelve a mirar a los ojos, quizás por miedo a lo que encontrará en ellos. La mujer frágil, la mujer fuerte. La mujer que teme, la que conoce la oscuridad y regreso de ella. Las miro reír a carcajadas, llorar hasta quedar exhaustas. Unidas por un filo hilo de dolor y de exasperación. Pero también de esperanza. Lourdes me señala y explica que soy una “pichona de escritora”. Que escribo sobre la mujer, la feminidad y “esas mierdas”. Todas me miran con renovado interés.
— ¿Sabes lo que es no? Ser mujer y así de enferma — dice J., que lleva una preciosa peluca castaña y labial rojo. Tiene ojos tristes, las mejillas hundidas y las manos sarmentosas. Pero es muy joven. No pasará de la treintena — estoy enferma, yo aún no me curo. Ya no podré parir, ya no podré verme como se supone debo verme. Chica, ¡es que quizás no llegue a ver a otro hombre desnudo! Pero soy mujer.
Se ríe y todas la miran, sabias y compasivas. Yo me horrorizo. La mujer sentada a mi lado se inclina hacia mi, me toma la mano que sostiene la grabadora y se lo acerca a los labios cuarteados y resecos.
— Mira, la cosa es así: Ser mujer a pesar de como te sientes, de las mutilaciones, de las operaciones, de todo lo que haces sobrevivir es una canallada — suspira. El grupo la escucha con atención, yo también — Este es un país vanidoso. Este es un mundo vanidoso. ¿Como se acepta una misma cuando se mira al espejo y lo único que encuentras es una colección de arrugas y pliegues de piel? ¿De cicatrices? Te educan para ser princesita. Te insisten que así debes verte. Y no lo eres.
Pienso en una imagen que por meses me obsesionó. La imagen, muestra a una mujer de pie en una habitación vacía. Lleva una delicada ropa interior de encaje, una bonita combinación que resalta su piel palidísima y su cabello castaño. Pero también, hace muy notorio que tiene el brazo derecho amputado y la piel de la pierna derecha, llena de cicatrices. “Morí para vivir y lo celebro” se leía abajo. Me inquieta el mero pensamiento. Cuando les describo la imagen a las mujeres que me rodean, sueltan carraspeos incómodos. Murmullos enfurecidos. Una de ellas suelta una carcajada estruendosa.
— Nadie se imagina que es verte y de pronto no reconocerte, sobre todo en una cultura que rinde culto a la belleza de anteojito — me dice después, aún riendo — Carajo, es que no hay una sola mujer en las revistas o en la televisión que no sea una delicia. “Lo femenino”. Así le llaman. Como si fuera una línea chevere, una cosa obvia. Lo femenino que lleva encajitos, el cabello sobre los hombros. La cara maquillada. La mujer y sus pechos. La mujer y sus caderas. ¿Y que pasa con las que no? ¿Qué pasa con las que no nos vemos así? ¿Con las que intentamos comprendernos de otra forma?
Una vez lei que la cultura pop edulcoró y distorsionó la figura y la percepción de la mujer hasta hacerla una figura consumible. Una idea barata que pudiera convertirse en un icono intrascendente. Y mientras las Anónimas cuentan sus historias — el divorcio del marido que no pudo volver a tocarla después de la quimioterapia, el hijo que regala una peluca porque le teme a la cabeza calva — me pregunto hasta donde esa percepción se ha hecho cierta. Hasta que punto asumimos que la mujer sólo es un conjunto de ideas sin sentido. De pensamientos ideales y conceptuales que no calzan en ninguna parte. Es un pensamiento doloroso. Abrumador. Incluso aterrorizante.
Lourdes levanta las manos, mueve la cabeza. ¡Amén hermana! grita, y el resto se une al jolgorio entre risas y aplausos. Alguien me señala “¿Anotaste?” y otra, sacude la cabeza, con su cabello rizado aún muy corto. Todas son mujeres que luchan contra sí misma, contra el terreno árido del dolor que queda más allá de la carne abierta.
— Te tienen lastima o te tienen miedo, así es la cosa — me dice Lourdes mientras más tarde, caminamos por un centro comercial — Es en serio. Tu marido, tus hijos. Tus amigos. “Oye, pensamos querías descansar, por eso no te invitamos”. Te lo dicen y se lo creen. Pero es que no quieren verte. No soportan hacerlo.
Cuando le pregunto si no se trata de un poco de comprensible paranoia, Lourdes me dedica una mirada que quema. Hay algo de salvaje en su furia, como si la palidez y aparente fragilidad de su rostro la contuviera apenas. Seguimos caminando y noto que lo hace de manera muy erguida, mostrando el craneo desnudo con tranquilidad. Se detiene frente a una vidriera, suspira. Contempla a un maniquí de enormes senos y cintura minima, que lleva un traje de un color chillón.
— De pronto, te empiezas a hacer preguntas difíciles, como la que te hice a ti — me dice entonces, bajito. Me cuesta escucharla entre el barullo de la gente que nos rodea — ¿Eres mujer si no tienes pechos ni tampoco ovarios? ¿Eres la mitad de una mujer? ¿Dejaste de serlo por completo? ¿Quién eres cuando te miras al espejo? ¿Cómo te comprendes?
Se inclina hacia el cristal y más allá, el reflejo del maniquí. Una imagen casi cliché, del reflejo de la mujer calva que coincide con el del objeto que intenta construir una idea sobre lo femenino. Pero es algo más que eso, es una obvia y decidida declaración de intenciones. Es una mirada profunda y quizás tímida hacia quienes somos, lo que nos crea, nos que nos elabora como idea y forma. Lourdes se mira y quizás no sólo se contempla, sino que se analiza, se enfrenta así misma. Se mira y quizás recuerda sus pequeñas batallas, sus dolores impensables. El cabello que cae, la piel agrietada. Una idea que se entrecruza con algo más profundo. Una percepción sobre lo que culturalmente se espera que seas. Cuando se aleja del cristal, tiene los ojos secos y angustiados. Las manos apretadas contra las caderas.
— Ojalá ser mujer fuera algo de como debes verte, de como debes asumirte y de como puedes ser, en una imagen — suspira. Echa a caminar de nuevo. La sigo, torpe y abrumada por sus palabras — pero no lo es. Y sin embargo, la pregunta sigue allí. Te atormenta.
Levanta cabeza, toma una bocanada de aire. Como si su cuerpo necesitara esa sensación de plenitud instantánea, poderosa. Su rostro iluminado por el sol, en medio de la multitud que la ignora, me parece más bello que nunca. Más delicado, más fuerte. Más femenino de que nunca, tal vez.
Pienso en sus palabras aún años después de esa conversación. Hace mucho tiempo que no tengo noticias sobre Lourdes. Hace mucho tiempo que conversamos por última vez. Pero continuó recordando su fuerza, la mirada resuelta, la expresión furiosa. El craneo rapado, las manos de uñas rotas. Y sigo haciéndome las mismas preguntas que me obligó a formularme. Las mismas connotaciones sobre lo femenino, sobre lo duro, sobre lo simple, sobre lo ideal que crean una idea mucho más profunda acerca de lo femenino. De la identidad de la mujer. De la forma como se percibe. Una percepción dura y casi hermosa. Un sueño a medio construir.
C’est la vie.
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